¿Quién era mejor, Tony Bennett o Frank Sinatra?
La reciente desaparición del último gran crooner aviva el debate sobre la rivalidad entre dos de los mayores intérpretes vocales del siglo XX
Acaba de despedirse Tony Bennett, del que Frank Sinatra afirmó en una ocasión que era el mejor cantante del mundo. También Pavarotti dijo varias veces que la mejor voz de tenor, entre los de su tiempo, la tenía Jaume Aragall, y quizá tuviese razón. Anthony poseía mejores condiciones de partida que Francis Albert, mayores recursos técnicos: un instrumento más flexible, una mayor extensión que le permitía alcanzar las notas agudas con relativa facilidad, sin perder la afinación, y podía además modularla con sutiles fines expresivos, adelgazando el sonido, de un modo que a Sinatra le estaba en buena medidas vedado.
Pero el ganador de un Oscar por De aquí a la eternidad, además de tener amistades «más influyentes», era un fraseador inalcanzable, como Pipo Di Stefano, el tenor favorito de Pavarotti (su padre le dio la única bofetada en su vida por preferirle a él, en lugar de a su particular ídolo, Beniamino Gigli). Ese modo único de escanciar cada palabra, dotándolas de su justo y preciso significado, jugando a placer con ellas, a partir de una dicción y una articulación perfectas, pero sin renunciar jamás a la fantasía, lo convertía en un artista insuperable. Era el supremo «dicitore», un mago a la hora de decir, de sugerir, de comunicar.
Frente a Sinatra, que nunca perdió de vista a su audiencia, Bennett fue seguramente un intérprete más libre: sus particulares gustos personales tiraban de él hacia el riesgo. Puede que como pintor aficionado amara sobre todo la figuración, mostrándose como un delicado paisajista, pero en la música prefería sin duda zambullirse en la aventura de lo abstracto, la improvisación que le permitía el jazz, permanecer flotando en el aire más que medir.
No hay que irse a sus magníficos discos con Bill Evans, o a sus bien conocidas colaboraciones con Count Bassie. Su registro del célebre concierto en Carnegie Hall, en 1962, deja las cosas muy claras. Durante la actuación anuncia una serie de «standars», grandes éxitos asociados a los mejores años de Broadway, el de los Weill y compañía, una selección que va desde Sonrisas y lágrimas, Anything goes o Showboat hasta One touch of Venus y por ahí… Melodías aparentemente sencillas que cualquiera podría tener la tentación de tararear se convierten en su voz en sofisticadas volutas de humo que vienen y van con relativa autonomía. Las canciones son meros puntos de partida que excitan la imaginación de un intérprete dotado de una inagotable capacidad improvisadora. Variaciones insospechadas, territorio abonado al juego y la experimentación, «all that jazz».
El público aplaude cortés, aunque puede adivinarse un cierto aburrimiento. Entre bloque y bloque no se escuchan grandes aclamaciones o apelativos cariñosos. Bennett ha creado hasta su propio sello para grabar lo que le da la gana. Pero aquello no alcanza para pagar la gasolina del Bentley ni las fiestas consagradas al mejor champán con interminables rayas de polvo blanco. El dinero se encuentra en las mesas de los casinos y fluye hasta sus escenarios, ya sea en Las Vegas o Estoril. A este último lugar acudían algunos grupos de gallegos, ellas enjoyadas hasta el delirio, ellos desempolvando el «tuxedo» (como los norteamericanos se refieren al esmoquin) utilizado algún fin de año, ávidos de poder palpar, aunque solo fuera por unos instantes, la verdadera clase encarnada en la voz inconfundible del último «crooner» y sus trajes finamente cortados por algún sastre de Saville Road.
En las familias con posibles suele haber dos tipos de hijos: los que se pulen las fortunas en cuanto esta se pone a tiro, los más, y esos otros, generalmente los benjamines, que intuyendo esa ruina que casi siempre acaba llamando a la puerta se vuelven necesariamente avispados para intentar traficar con los restos del naufragio. Uno de los de Bennett supo anticiparse y reinventar la marca durante una beneficiosa etapa final con gran habilidad: ellos lograron mantener el tipo y aún apuntalar una fortuna que les escapaba. Nosotros aún pudimos disfrutar del estilo de una de las últimas leyendas de la canción popular, aquel que podía llegar hasta lo más íntimo susurrando las mismas cosas que emocionan desde Homero, bien dichas.
El último sabio de la tribu
En aquel tiempo previo a la definitiva marcha que aún abarcó más de dos décadas, se cuenta que los mismos adoradores del rapero blanco, Eminem, vivieron una suerte de Epifanía cuando vieron comparecer al último sabio de la tribu ante los estudios de aquella MTV que aún se dedicaba a la música. Fue por 1992. Aquel día cayeron rendidos ante el bisoñé, la apariencia impecable y una voz algo mermada ya pero aun capaz de expresar la nostalgia de un tiempo más feliz agazapada entre las calles de San Francisco, con su coqueto tranvía. Lo hizo acompañándose además de jóvenes artistas que, como Lady Gaga, en sus postreras comparecencias, siempre han admirado el talento genuino. Resultó una eficaz mezcla de veteranía y novedad para reverdecer los laureles de una las mayores contribuciones que ese gran país a la cultura, su imperecedero «American Great Songbook». ¿Quién es mejor, Frank o Tony? ¿Por qué elegir si cualquiera de los dos pueden hacernos mejores a nosotros?