Salzburgo, el festival que pudo haber sido de Calderón de la Barca
La cita más cosmopolita de la música internacional celebra hasta final de mes los 150 años de su creador, Max Reinhardt, apasionado defensor de la obra del autor de La Vida es Sueño
Sin el impulso de uno de los más grandes hombre de teatro que jamás ha dado Europa, Max Reinhardt, el Festival de Salzburgo, esa suerte de «juegos olímpicos de las artes», en definición del escritor Stefan Zweig, no habría alcanzado el lugar preponderante que hoy ocupa en el contexto de los certámenes musicales internacionales. Por eso, al cumplirse los 150 años del nacimiento del vienés Reinhardt, bajo cuya guía se formaron desde la actriz Marlene Dietrich hasta ilustres cineastas como Murnau, Preminger o Lubistch, Salzburgo dedica ahora su presente edición, hasta el 31 de agosto, a su fundador.
Ni Reinhardt estuvo solo en su tarea ni los compañeros de viaje elegidos lo fueron al azar. Para sentar la bases de una celebración cultural que debía beneficiarse de la belleza arquitectónica salzburguesa, uno de esos «marcos privilegiados», el responsable de la compañía Deutsches Theater, con la que alcanzó notables logros al proponer rompedoras lecturas de obras de Shakespeare, Calderón, Ibsen o Brecht, contó además con la colaboración del gran poeta Hugo von Hofmannsthal, autor de libretos de algunas de las principales óperas de Richard Strauss (El caballero de la Rosa, entre otras). A ellos se unirían, también, el escenógrafo Alfred Roller, figura esencial de la Ópera de Viena; el director de orquesta Franz Schalk y el propio Strauss como consejero.
La elección de Salzburgo como sede del futuro festival podría parecer lógica teniendo en cuenta que allí había nacido Mozart, pese a que las relaciones del compositor con su ciudad natal nunca resultasen las más cordiales. Ninguna de sus obras llegó a escucharse durante la primera edición, celebrada en 1920, aunque muy pronto se convertiría en su primordial reclamo musical: a partir de una primera audición del Réquiem, sus grandes óperas comenzarían a desfilar sin pausa. Para Hofmannsthal, los motivos para la designación de la localidad sobraban: «Se encuentra a medio camino entre Suiza y los países eslavos, a medio camino entre la Alemania septentrional y la Italia lombarda; se encuentra en el centro entre sur y norte, entre montaña y llanura, entre lo heróico y lo idílico; se encuentra como construcción entre lo urbano y lo rural, lo ancestral y lo moderno, lo principesco barroco y lo campesino deliciosamente eterno: Mozart es la expresión de todo ello».
Renacimiento de las cenizas
Partiendo de una Europa central hondamente lacerada tras el primer conflicto bélico mundial (el antaño esplendor austríaco resultó laminado en poco tiempo), la idea consistía en proponer un renacimiento de sus cenizas a partir del vínculo común que mejor vertebra el continente, su cultura. Aquel evento debería servir como acicate para la reflexión y el entendimiento, buscando restañar las heridas del inmediato pasado a través del diálogo artístico. Aparte de sus más altruistas pretensiones, también había otras, como dar trabajo a los músicos austríacos durante el verano. La Filarmónica de Viena solía buscarse el pan, aprovechando el parón de la temporada, para presentarse en las grandes ciudades sudamericanas, ávidas de su renombre, pero aquellos músicos que no entraban en las giras, como muchos de los que tocaban en el foso de la ópera vienesa, se quedaban sin ocupación durante un periodo demasiado largo.
Con la representación del misterio medieval 'Jedermann', de Hugo von Hofmannstahl, el certamen fue configurando poco a poco su personalidad
Tras poner la primera piedra con la representación, frente a la fachada de la imponente catedral salzburguesa, del misterio medieval Jedermann, en una versión actualizada de Hugo von Hofmannstahl, el 22 de agosto de 1920, el certamen fue configurando poco a poco su personalidad. Al principio, los filarmónicos vieneses, y hasta el propio Strauss, continuaron fieles a los dineros fáciles que les garantizaban las élites de países entonces ricos, como Argentina, pero cinco años más tarde de aquel primer hito se sentaron ya las bases para que todos pudieran quedarse en casa contribuyendo al éxito y la difusión internacional de la incipiente cita. En ello tuvo mucho que ver, también, la ambición de largo recorrido de un político de los de entonces, Franz Rehrl, presidente del Land de Salzburgo, que supo apreciar «el valor artístico, la función económica y el rol que podría jugar al servicio del entendimiento entre los pueblos».
El éxito de su cartel se aseguró casi desde el inicio con la confección de programaciones atractivas, equilibradas, basadas en el repertorio pero sin dejar de apostar por el riesgo de lo necesariamente nuevo, que muy pronto centraron el mayor interés en la ópera. Al principio solían importar las producciones de Viena, mientras contaban con el concurso de los mejores intérpretes del momento. La soberbia nómina de directores incluía a Bruno Walter, Wilhelm Furtwängler o Arturo Toscanini, que se mantuvo fiel a sus comparecencias estivales hasta que el ascenso de Hitler al poder.
Von Karajan
La noble prédica sobre la posible resolución de conflictos a través del contacto con el Arte rara vez se verifica en la práctica. Pero en cambio, no hay ninguna duda sobre la extraordinaria fuente de ingresos que la explotación de sus bienes culturales, particularmente su esmerada, potente organización musical, proporcionan a Austria. Desde muy temprano, Salzburgo se convirtió en el punto de reunión de turistas acaudalados de todo el mundo, que durante el verano acudían hasta allí (aún hoy, con sus altibajos, resulta así) para presenciar la mayor concentración de estrellas musicales por metro cuadrado, al precio que fuese menester. Los años de esplendor vinieron de la mano del todopoderoso Herbert von Karajan, a cuya llamada solían acudir siempre los artistas del momento, incluso cuando sus propuestas no resultaran del todo adecuadas para ellos. Todos querían la fama.
Como reclamo turístico, de ese «turismo de calidad» (el eufemismo para referirse a los viajeros ricos) por el que hoy suspiran tantos países, la localidad ha ido seguramente más allá de las intenciones iniciales de sus fundadores, convirtiendo el festival en una sólida marca comercial que ni siquiera la pandemia logró detener, hace ahora tres años. El tiempo pasa, las modas también, pero siempre habrá personas dispuestas a reunirse con otras de similares recursos e intereses, en un ambiente sofisticado, para disfrutar de la gran música (algunos lujosos hoteles españoles de las islas lo están descubriendo ahora mismo).
Salzburgo ha cautivado durante un siglo a escritores de verdad, inagotables operófilos como Thomas Mann y James Joyce
Capaz de generar importantes recursos mediante la hábil explotación de su singular patrimonio (cuyos atractivos tan bien glosara Hofmannsthal), la atmósfera salzburguesa, con esa peculiar mezcla que otorga la veneración de la grandeza del pasado, una ciertas dosis de esnobismo y calculados ramalazos de transgresión sin sobresaltos (solo hubo algunos durante los días de reinado del polémico Gerard Mortier), todo envuelto en el manto sublime del sonido que solo puede deparar, en estado de gracia, un conjunto como la Filarmónica de Viena, ha cautivado durante un siglo a escritores de verdad, inagotables operófilos como Thomas Mann y James Joyce, o últimamente Vargas Llosa, que hace unos años, durante una de sus visitas, cayó rendido, no se sabe muy bien si por la música que Verdi compuso para La Traviata o por la belleza de la protagonista, la soprano rusa Anna Netrebko, en sus años de ascenso a la gloria.
Curiosamente, Max Reinhardt, uno de los directores que revolucionaron el teatro en las primeras décadas del siglo XX a partir de su visión contraria al realismo, basada en las posibilidades del gesto sobre la declamación grandilocuente, que se servía de la iluminación para crear atmósferas sugerentes, a veces opresivas, y que utilizaba medios novedosos como los escenarios giratorios para otorgar un mayor dinamismo a sus producciones, quiso que su primera contribución al festival fuese la puesta en escena de una obra de teatro inspirada en unos de sus autores de cabecera, y de casi todo el romanticismo alemán, incluido Wagner, que lo veneraba: Calderón de la Barca.
La modernidad de Calderón
Hugo von Hofmannsthal compartía la misma afinidad hacia el autor de La vida es sueño, cuya modernidad sorprendía a unos intelectuales que buscaban explicaciones de hondo calado, a veces de raíz metafísica, para el terrible drama que sus pueblos venían de experimentar. De hecho, en el Deutsches Theater, y por encargo de Reinhardt, presentó su traducción de La Dama Duende (Dame Kobold), «teatro de ayer, que, por obra y gracia de las nuevas vestiduras escénicas, viene a convertirse en el más vivo y refinado teatro de hoy», según reflejó el poeta y crítico literario extremeño Enrique Díez-Canedo en su crónica de aquellas representaciones de 1920. Y no acabó ahí la cosa. Reinhardt albergaba la idea de poder representar en Salbzurgo uno de los autos sacramentales de Calderón, posiblemente Los encantos de la culpa, para lo que pensaba contar con música compuesta para la ocasión por Manuel de Falla.
Para ese mismo año estaba previsto que el poeta austriaco tuviera ya lista su adaptación de El gran teatro del mundo, que bajo el título de El gran teatro del mundo de Salzburgo debería haber inaugurado la primera edición del certamen salzburgués. Pero Hofmannsthal no llegó a tiempo y el estreno hubo de esperar aún dos años más antes de presentarse, primero en el propio marco del festival de 1922, y más tarde, en 1933, de nuevo en el Deutsches Theater de Berlín, también con dirección del judío Reinhardt en uno de sus últimos trabajos antes de operar por marcharse a EE UU.
Resulta, como poco, interesante comprobar que en un certamen por el que luego han desfilado Teresa Berganza, Alicia de Larrocha, Plácido Domingo, Carlos Álvarez, Frühbeck de Burgos, López Cobos, Calixto Bieito, Lluís Pasqual, Cristóbal Halffter o el joven bajo compostelano Álex Baliñas, que en unos días debutará allí con La pasión griega de Martinu, comenzó a dar sus pasos con la vista puesta no en Mozart ni en Goethe, si no en un autor al que el propio Brecht consideraba uno de los padres del teatro moderno.