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Sondra Radvanovsky y el pianista Anthony Manoli

Sondra Radvanovsky y el pianista Anthony Manoli

Sondra Radvanovsky vuelve a ser feliz y se nota

La diva norteamericana de hoy, que en unos días inaugurará la temporada lírica londinense en Covent Garden, pasó por El Escorial para cantarle al dolor de las pérdidas y su superación a través del amor

«Quien habla de felicidad suele tener los ojos tristes», dijo en una ocasión el poeta Louis Aragon. Sondra Radvanovsky acaba de pasar por Madrid para comunicar, en un recital, su más reciente tránsito del dolor a la dicha, aunque por el camino esa mirada plena de brillo se haya enturbiado levemente y su voz, quizá como nunca, con matices aún más hondos, alcance a comunicar parte de esas cuitas del alma que, sabiamente convertidas en arte, nos brindan esa invisible armonía portadora del consuelo, la serenidad y la madurez.

Como antes la Bartoli a la DiDonato, la Radvanovsky se ha sumado a esa nueva corriente que consiste en ir más allá del concierto lírico concebido como suma de piezas para la mera exhibición de unos medios particulares, se supone que excepcionales, otorgándole al conjunto una cierta coherencia de relato unificado a partir de una idea o pensamiento. He aquí tres mujeres, cantantes entre las mejores de sus respectivas cuerdas, inquietas, inteligentes, dotadas de una notable sensibilidad cultural, que se han decidido a explorar lo que podríamos denominar como «concierto-conceptual» frente al «recital-popurrí», más común entre el resto de los intérpretes.

Las confidencias de una artista

Ya lo habíamos dicho aquí mismo, en el siglo XXI, aquella temprana afirmación de Liszt, «el concierto soy yo», empieza a fallar; el mero nombre no siempre garantiza un lleno, salvo en un par de excepciones, así que es preciso reinventarse, ofrecer algo más. Y la simpática soprano de Chicago (de origen eslavo por parte de padre), se ha decidido a hacerlo ahora a partir de la exposición de su propio periplo vital, algo que parece gustar especialmente en estos tiempos expansivos, cuando tantas personas buscan «experiencias» particulares, ser parte de algo especial, en este caso, las confidencias de una artista que no tiene reparos en realizar una suerte de «striptease» de sus propias emociones. De ese modo, sazonó su interpretación con la exposición de comentarios que en otros momentos quedaban restringidos a las parcelas más íntimas de la personalidad, preservadas por ese pudor que se consideraba -parece que ya no- uno de los rasgos distintivos de la genuina elegancia.

El micrófono con el que la artista aspiraba a comunicarse con su audiencia nunca funcionó, para su desesperación y visible malestar

Tras varios despropósitos de este Festival del Escorial que es un pálido reflejo de su primitiva esencia (por megafonía se llegó a anunciar que la cantante eliminaría del programa «la canción Duparc», refiriéndose al segmento de piezas del compositor francés; más adelante, el propio micrófono con el que la artista aspiraba a comunicarse con su audiencia nunca funcionó, para su desesperación y visible malestar), la Radvanovsky se plantó en el escenario para explicar de qué iba From loss to love, el título que ella misma había elegido para esta nueva gira de recitales. Con pasmosa naturalidad, informó al público sobre el reciente fallecimiento de su madre, su aún más próximo divorcio y la circunstancia inesperada que en cierto modo le había devuelto, fuera de la propia música, las ganas de vivir: el afortunado encuentro con un «caballero» -así lo denominó- que le estaba proporcionando -siempre según sus mismas palabras- «mucho amor».

La Radvanovsky quiso replegar las velas de su enorme caudal para llegar hasta el tuétano de las piezas

En ese entorno espontáneo de reveladoras confidencias personales, el programa seleccionado se planteó como una ascensión de las tinieblas hacia la luz, desde el abandono de esa Dido que suspira por el amante perdido, poco antes de entregarle fatalmente su propia vida a la parca, hasta el deseo nunca satisfecho que como esperanza incumplida inflama los sonetos de Petrarca para Laura, de los que se ha nutrido toda la poesía amorosa hasta hoy. En cierto modo, la cita constituyó el reverso de esa otra que, en el mismo lugar, un par de semanas antes, había ofrecido otra estrella vocal, Juan Diego Flórez. Si, entonces, el tenor peruano debió ensanchar su voz para intentar medirse con obras de autores pensadas para instrumentos más plenos, la Radvanovsky, dotada con medios sin duda mucho más opulentos, quiso replegar las velas de su enorme caudal para llegar, de ese modo, hasta el tuétano de piezas como los sonetos citados, en las conocidas versiones de Liszt, iluminando sus sutilezas interiores con recursos de gran efecto, adelgazando el sonido a placer.

Lo mejor en las grandes arias escogidas

Por eso, aunque la intérprete exhibió esa admirable capacidad para apianar con seductora expresividad en las canciones de Listz como en las de Richard Strauss (un mundo que en cierto modo aún le resulta ajeno), lo mejor de su rica paleta floreció sobre todo en las grandes arias de ópera escogidas, tanto en el programa oficial como en las propinas. Hay muy pocas sopranos -se cuentan con el dedo de una mano y aún sobran- que puedan ahora mismo dotar de todo su sentido, a partir de unos recursos adecuados, a personajes de tanta enjundia como la Leonora de La Forza del destino, con la que en unos días inaugurará la nueva temporada del Covent Garden londinense; la Maddalena de Andrea Chènier (momento que aprovechó para recordar su paso por el Liceo con esta obra), o la Adriana Lecouvreur, cuya Io son l’umile ancella dedicó a la desaparecida Renata Scotto con unas palabras muy sentidas y lanzándole un beso hasta el cielo.

Sondra Radvanovsky y el pianista Anthony Manoli

Sondra Radvanovsky y el pianista Anthony Manoli

Solo por esos tres pedazos de retrato vocal, incompletos como es natural en un concierto, ya valdría la pena haberse desplazado hasta las incomodidades de un auditorio que ahora solo funciona a medio gas, más allá de su deficiente programación. Así lo entendieron los aficionados de Cataluña (ella ha fijado su residencia en Barcelona y el Liceo, como es normal, le ha puesto una alfombra) y Bilbao desplazados expresamente hasta allí, entre el resto del público que casi llenó el recinto, dedicándole grandes ovaciones. Es una verdadera lástima que la Medea que estos días se ensaya en el Real no pueda contar con esta gran artista, una de las pocas sopranos capaces de hacerle auténtica justicia al rol que Maria Callas devolvió a la vida en los 50, como ya pudo demostrar en la pasada inauguración del Met. Seguramente estaríamos hablando aquí de otro acontecimiento.

Un instante de felicidad

Qué manera de apropiarse los roles operísticos ofrecidos como justificación de su lugar en la ópera de hoy, y regalo a sus fans. Una manera de decir, de insuflar y transmitir vida, de administrar sus magníficos medios a partir de una técnica bien asentada, que provoca emociones sinceras, conmueve y fascina con ese canto expresivo a través de una voz cálida, ancha, generosa, no demasiado bella, pero inmediatamente seductora. Su colaborador habitual, el pianista Anthony Manoli, contribuyó al éxito de la cita mostrando en todo momento su absoluta compenetración con la artista, respirando con ella desde el teclado y dejando detalles de estupendo intérprete, de exquisita delicadeza, como en los Tres Sonetos de Petrarca o en las canciones de Strauss y Rachmaninov. Quiénes se afanan así por ofrecernos un instante de felicidad merecen serlo mucho más. Me alegro por ella, que además de todo es una gran persona.

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