El pionero de la ópera al que le dieron muerte en Bilbao
Se cumplen 250 años del juicio que condenó a Nicolà Setaro, el artista y empresario que se propuso acercar la ópera a todo el mundo, en varias ciudades españolas
La historia de la ópera en España tiene una deuda jamás saldada con Nicolà Setaro, un personaje fascinante, merecedor de un libro o una película, y emparentado de alguna manera con aquel otro visionario, Fitzcarraldo, que quiso remontar la cumbre de una montaña, en barco, para llevar la ópera hasta el mismo corazón de la selva amazónica. Solo que el sueño del extravagante teutón se frustró en el celuloide, pero en cambio pudo conservar su vida. Anestesiadas las belicosas tribus indígenas en su arriesgado trayecto, con la voz del gran Caruso, puro opio a través del gramófono, aún pudo continuar gozando quizá al lado de la estupenda Cardinale, mientras diseñaba nuevos castillos en el aire, otras ruinas con la que combatir el tedio y alejar pensamientos descorazonadores sobre la visitante inoportuna.
En la segunda mitad del siglo XVIII, Setaro se figuró, y en algunos momentos hasta lo logró, hacer realidad los postulados de Adam Smith, aplicados al mundo del espectáculo. Pretendía enriquecerse entreteniendo al personal, como más tarde aquellos comerciantes judíos que pusieron su pica en Hollywood. El libre mercado parecía pensado para quebrar el férreo monopolio que las élites de aquella época, en plena expansión ilustrada, ejercían sobre la ópera, mayormente en su vertiente más seria, con el concurso magníficamente remunerado de Farinelli, el galáctico de la época, y otros como él reclutados por la corte española. En su lugar, el adelantado napolitano proponía ofrecer más comedias populares, con música de algunos de autores conocidos de la época, para disfrute de aquellas personas que pudieran pagar el precio de la entrada, sin distinciones de clase.
Pretendía enriquecerse entreteniendo al personal, como más tarde aquellos comerciantes judíos que pusieron su pica en Hollywood
Del mismo modo que antes se habían cruzado solamente en iglesias y plazas públicas, el teatro parecía erigirse en el nuevo centro de la actividad social, aquel lugar en el que los ciudadanos pudieran verse las caras y hasta relacionarse. Setaro lo tuvo claro desde el principio e intentó prosperar con la idea, eligiendo además las provincias, con sus incipientes núcleos urbanos alejados de las rigideces cortesanas, de sus caprichos, veleidades y componendas, para establecer algunos de los primeros coliseos operísticos que servirían de base sobre los que asentar la futura afición lírica por toda la península ibérica (también recorrió Portugal). En sus esfuerzos y los de su familia, podrían trazarse parte de las huellas del establecimiento de las programaciones de ópera que hoy se ofrecen en ciudades como Bilbao, Valladolid, La Coruña y Oporto.
Nicolà Setaro fue posiblemente fruto de la extraordinaria efervescencia cultural de aquel Nápoles que José Vicente Quirante desvela en su fascinante obra sobre la tan poco ponderada influencia española, a pesar del sello indeleble ejercido en la urbe partenopea. Setaro se trasladó a esta ciudad, procedente de Somma Vesuviana, donde había nacido hacia 1711 (la fecha no está del todo clara), para dotarse con la formación musical y artística que le permitiría, más tarde, actuar como cantante en algunos de los teatros de ciudades italianas como Venecia, Parma, Mantua, Ancona o Pésaro, entre otras. La meca musical de Viena tampoco fue ajena a su talento, presentándose en sus teatros italianos, aunque ya para aquella época el emprendedor se había trazado la meta de establecerse en España, donde quizá intuyese que podía comenzar a fraguarse un inexplorado filón para sus ansias comerciales.
En Barcelona, junto a su mujer, Marianna Maipan, e hijos, y una primera compañía formada entonces por catorce cantantes, ocho bailarines y veintidós músicos llegó a estrenar hasta diez óperas serias y catorce bufas, entre 1750 y 1753. Pero Setaro siempre se manejó mal con las pelas. Quizá la propia ambición artística superase sus talentos empresariales, como a veces suele ocurrir en estos casos: a menudo los más hábiles comerciantes suelen ser aquellos que desconocen la diferencia entre una soprano y un tenor, centrándose exclusivamente en la parte del beneficio más que en la búsqueda de la excelencia.
Durante sus estancias en lugares como el Puerto de Santa María, donde llegó a construir el Teatro de las Casas del Palacio, la constante siempre fue la misma: efímero esplendor y consecuente ruina, lo que forzó su huida hacia adelante recorriendo casi todas las ciudades costeras de la piel de toro. En La Coruña llegaría a fundar hasta tres teatros (al derribo o incendio de uno le seguía el otro). En uno de estos, según la tesis del musicólogo Xoán M. Carreira, llegaría a producirse el estreno en España del Don Giovanni mozartiano, en 1798. Durante su estancia en la urbe atlántica, Setaro topó con la buena disposición del ayuntamiento de aquel tiempo para el levantamiento de sus teatros, en virtud del atractivo turístico que supondría para la ciudad (según consta en actas de la época), y la animosidad interesada del estamento militar.
Cuentan algunas crónicas que las mismas autoridades castrenses que habían propiciado la concesión de los permisos pertinentes, luego pretendieron cobrarle a Setaro aquel servicio. A cambio querían recibir entradas gratis para todos los espectáculos organizados. De ese modo, al empresario (no le ocurría como a buena parte de los teatros públicos de hoy, que pueden permitirse el lujo de obsequiar parte de sus aforos) las cuentas no le salían (a los de ahora a veces tampoco, pero él se jugaba su dinero). Y al final también tuvo que abandonar un teatro situado en lo que hoy se denomina Plaza del Humor, si bien lo que habría de ocurrirle poco después tiene poca gracia. El lugar, con trescientas localidades, patio con bancos, treinta y tres palcos en dos órdenes, más sala de juegos de cartas y vivienda, aún permanecería en activo hasta 1804, cuando lo destruyó un incendio.
Lejos de desanimarse, el infatigable artista y productor prosiguió fiel a su idea. Abandonó Galicia, donde también dejó su impronta en Ferrol y Santiago, y se dirigió al «corredor del Ebro de la ópera»: Zaragoza, Pamplona, Sebastián y Bilbao. En la ciudad vizcaína, gracias a un acuerdo con la corporación local, pudo reconvertir el patio de las Casas Consistoriales en una suerte de teatro provisional cubierto, donde representó varias óperas con mucho éxito. Tanto que sus colegas locales, responsables de teatros de prosa y otros espectáculos, adivinaron en el auge del género lírico una seria amenaza para sus intereses. Y les faltó tiempo para lanzarse a enredar: ¡para qué competir si existen otros medios mucho más expeditivos!
La supuesta sodomía se salda con una rápida condena a muerte y la confiscación de todos los bienes del empresario, incluido el teatro que aún poseía en Ferrol
Como en un burdo tribunal revolucionario cubano, las fuerzas vivas vascas, debidamente excitadas, se prestaron a la farsa. A la carrera se orquestó un juicio con tintes surrealistas, más propio de la desbordante imaginación de Fernando Arrabal. A Setaro se le juzga, en 1773, por haber practicado el vil «pecado nefando» contra una mujer. A declarar se amontonan varios testigos falsos, entre los que se encontraban algunas prostitutas analfabetas (seguramente las únicas que debían conocer bien al demandado). La supuesta sodomía se salda con una rápida condena a muerte y la confiscación de todos los bienes del empresario, incluido el teatro que aún poseía en Ferrol.
El posterior recurso contra la sentencia resultó, sin embargo, favorable al reo. Pero la comunicación no llegó a tiempo. Las pésimas condiciones de la cárcel bilbaína hicieron las veces del verdugo. Aquel pionero de los espectáculos líricos en España falleció el 2 de febrero de 1774. La absolución, si acaso, debió haberle llegado a su último destino, cualquiera que fuese, como último consuelo para su familia; se produjo meses después de su muerte, el 17 de octubre. Los hijos continuarían sus pasos. Lejos de abandonar el país, la mayor, Anna, y su esposo, Alfonso Nicolini, crearon una compañía con la que siguieron actuando en ciudades gallegas y portuguesas durante años. Mientras Tomasso, el segundo, se asoció con otro empresario italiano, propiciando la celebración de distintos espectáculos líricos en Valladolid y otros lugares. La familia, y singularmente el maltratado patriarca, «una figura única en la difusión de la ópera italiana en España y Portugal por sus intentos de establecer teatros con acceso mediante entrada de pago», según reconoce el New Groove Dictionary of Opera en su edición británica, merecerían un reconocimiento, al menos, de la profesión.