Franco Ferrara: el mejor de todos
En la figura enigmática del responsable de la grabación de las bandas sonoras de El gatopardo, Adiós a las armas o La dolce vita se encuentra el misterio sin resolver del gran director de orquesta del siglo XX
¿Qué tenía Franco Ferrara para que Herbert von Karajan, Sergiu Celibidache y Leonard Bernstein, al mismo tiempo, lo consideraran el mejor director de orquesta de todos los tiempos? ¿Acaso que no podía dirigir y, césarpor tanto, no suponía una amenaza real para ellos…? El «caso Ferrara» representa uno de los enigmas más fascinantes de la historia musical del siglo XX. Apenas unos breves años de actividad le bastaron a aquel músico, nacido en Palermo, el 4 de julio de 1911, para que su leyenda traspasara el tiempo, permaneciendo más allá de su desaparición, en 1985, como el modelo al que cualquier joven promesa de la dirección orquestal desearía, acaso algún día, llegar a parecerse.
Inmediatamente al graduarse como violinista del Conservatorio de Bolonia, Franco Ferrara entró a formar parte de la Orquesta del Teatro Comunale de esa ciudad. Tenía dieciocho años y ya era considerado uno de sus integrantes mejor dotados. Tantos violinistas en el mundo que en realidad lo que desean es poder dirigir… y a él se lo pidió casi como un favor uno de los grandes maestros de su época, Antonio Guarnieri. Quizá el veterano maestro ya adivinase en aquel joven: serio, concentrado, atento, riguroso y apasionado, las tempranas condiciones que debían procurarle una carrera ilustre con la batuta.
Rápido ascenso internacional
Sea como fuere, Ferrara permaneció esos primeros años atado al atril, el primero entre los violines en su nuevo destino, la Orquesta del Maggio Musicale Fiorentino, donde tuvo ocasión de tocar bajo las órdenes de genios como Bruno Walter, Erich Kleiber, Victor de Sabata o el propio Guarnieri, que continuaría insistiéndole para que abandonara de una vez su puesto y explorase cometidos más relevantes. Lo logró cediéndole un concierto, en 1938, un programa con obras de Beethoven, Rimski-Korsakov, Verdi y Wagner. Su primer triunfo, la intuición del genio por descubrir comenzaba a fraguarse temprano. Pronto vendrían muchos más, con una cascada de invitaciones para presentarse ante formaciones sinfónicas de tanto fuste como la Filarmónica de Berlín. Su rápido ascenso internacional no pasaría inadvertido en su mismo país, donde le ofrecieron hacerse cargo de la Orquesta de la Academia Nacional de Santa Cecilia, con sede en Roma, hasta 1945.
Unos pocos años antes, en 1940, ya se había manifestado por primera vez la extraña reacción (algunos se refieren a ella como enfermedad) que demasiado pronto lo apartaría de los podios. Ferrara dirigía en el antiguo auditorio del Agusteo la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak, cuando en uno de los momentos de mayor efusividad musical, pierde el sentido, desplomándose por poco encima de la orquesta. A partir de ahí, sus actuaciones se convierten en una suerte de prueba circense, el público acude no solo convocado por el interés musical si no para comprobar morbosamente en qué momento del concierto el maestro volverá a desmayarse. Porque el hecho es casi seguro, le ocurre a menudo.
Los archivos conservan muy pocas imágenes de Ferrara dirigiendo, y ambas se deben al cine
Los archivos conservan muy pocas imágenes de Ferrara dirigiendo (tampoco legó más que un puñado de grabaciones, casi siempre de conciertos), y ambas se deben al cine. Aparece en el inicio de Bellissima de Visconti, junto a la soprano que canta un fragmento de L’elisir d’amore. Y curiosamente, también, en la primera secuencia de un filme de Vittorio de Sica, La puerta del cielo, en el que sale frente a la orquesta, con semblante circunspecto, que recuerda algo al de Ataúlfo Argenta (y también un poco a Manolete), mientras el pianista, aquejado de una súbita indisposición, una suerte de agarrotamiento, debe abandonar inmediatamente el escenario, dejando a los músicos y al público en vilo. Una experiencia muy similar a la suya.
Sus misteriosas caídas continuaron sin tregua, hasta que en 1948 decidió poner fin a su prometedora carrera. "The best», en palabras de Bernstein, debía retirarse por razones ocultas: la emoción de la música, esa que había dotado de sentido su vida desde el inicio, le jugaba siempre la misma mala pasada. En los instantes de mayor intensidad emotiva perdía el control, se precipitaba al vacío o sobre alguno de los músicos: en una ocasión, un violonchelista tuvo que valerse de sus reflejos para retirar su instrumento justo a tiempo, y que el hombre no se golpease contra el mismo.
Ser torturado, melancólico, de una timidez paralizante, que apenas camuflaba bajo sus exquisitas maneras y una sonrisa abierta, franca y luminosa
Todo tipo de conjeturas, de vagas teorías, varias basadas en la psiquiatría, se emplearon en busca no ya de un remedio (Ferrara no quiso volver a dirigir conciertos), pero al menos de una explicación para su extraño comportamiento. Alguna vez se habló de la enorme presión que tuvo que soportar desde niño: su padre, empeñado en que estudiara violín, le tomaba la lección cada día, en casa, hacia las seis de la tarde. Si por casualidad fallaba una sola nota, el castigo se proyectaba sobre sus hermanos: esa noche permanecían sin cenar. La responsabilidad debía ser insoportable. Y aunque no le hiciese odiar la música, como a tantos otros estudiantes por obligación, la presión debió enraizarse en su interior como la semilla de ese ser torturado, melancólico, de una timidez paralizante, que apenas camuflaba bajo sus exquisitas maneras y una sonrisa abierta, franca y luminosa.
Hombre frágil, de una sensibilidad extrema, a flor de piel, poco preparado para lidiar con las servidumbres de la vida cotidiana, absorbida toda su mente por el influjo de la música, que abarcaba todos y cada uno de sus pensamientos a lo largo del día y parte de la noche, su naturaleza convulsa seguramente fue forjando una barrera infranqueable para Ferrara, en la propia medida en que el éxito inesperado, en buena medida abrumador para una persona tan joven, con todas sus responsabilidades, comenzaba a desbordarle. Quizá no estuviese preparado, tan pronto, para lidiar con los mil detalles extenuantes que deben ocupar casi todo el tiempo de un director exitoso: los viajes, los horarios, la desgastante búsqueda de consensos para plasmar las propias ideas musicales frente a un colectivo tan dispar (a veces cruel, o simplemente indiferente ante el verdadero talento) como el que conforman los músicos de una orquesta, el márketing, las obligaciones sociales, la atención de los medios,…
Contribuyó a la industria cinematográfica dirigiendo el proceso de grabación de bandas sonoras como 'La dolce vita', entre muchas otras
También hay quien apunta como causa posible de los súbitos desvanecimientos hacia su inflexible búsqueda de la perfección, sin compromisos ni atajos. Según esta teoría, que en el fondo guarda mucho de poética, la imposibilidad de alcanzar el ideal imaginado en sus interpretaciones, por más que en algunas ocasiones estuviera a punto de llegar a acariciarlo, era lo que seguramente le suscitaba esa súbita desconexión procurándole amparo, una coartada ante la sórdida realidad, una manera de evadirse, claudicar o, incluso, hasta de rebelarse ante lo inaccesible.
Ferrara abandonó la carrera pero no el trabajo. Tenía una familia a la que atender, así que se buscó pronto una doble tarea. Contribuyó a la maravillosa industria cinematográfica de su país y de algunos otros (incluido el nuestro) dirigiendo el delicado proceso de grabación de las bandas sonoras de películas tan extraordinarias como La dolce vita, El Gatopardo, El eclipse, Los últimos días de Pompeya, Adiós a las armas, Las noches de Cabiria o Guerra y paz, entre muchos otras. En algunos pocos casos él mismo, que llegó a componer varias piezas sinfónicas y de cámara (de enorme belleza), se hizo cargo de la creación de la propia música destinada a la pantalla. Lo hizo, por ejemplo, para uno de los más populares filmes de Berlanga, Los jueves, milagro, con el inolvidable Pepe Isbert.
Los jóvenes estudiantes buscaban de descubrir los más recónditos secretos de la dirección de orquesta, que solo Ferrara parecía poseer
Sus contribuciones eran muy apreciadas, porque le bastaba echarle un único vistazo a las partituras para luego dirigirlas de memoria, lo que facilitaba la compleja tarea de sincronización entre imágenes y sonido. ¿Y durante aquella ardua labor de registro de la música cinematográfica en el estudio, delante de una orquesta completa, que exige de sólido conocimiento, preparación y concentración, nunca llegó a desmayarse? Pues parece que no. Lo cual indicaría que o bien esas músicas no suscitaban en él la misma emoción o interés, o que la presencia de público en la sala, la ejecución en directo, podría ejercer como elemento distorsionador, indispensable, que alentaba los mareos.
Su otra gran dedicación, por la que también ha pasado a la historia de la interpretación musical, tuvo que ver con la preparación de algunas batutas ilustres, otras no tanto. Por sus clases de la Accademia Chigiana, en Siena, pasaron Riccardo Chailly, Giuseppe Sinopoli, Gianluigi Gelmetti, Gabriele Ferro o Eliahu Inbal, entre muchos, entonces jóvenes estudiantes en busca de descubrir los más recónditos secretos del arte de la dirección de orquesta, que en buena medida solo Ferrara parecía poseer, al menos en el sur de Europa, más arriba, en Viena, ese privilegio lo tenía Hans Swarosky, el otro gran forjador de maestros del siglo XX.
Rechazó la propuesta de volver a dirigir bajo el argumento de que ya nunca podría ser el mismo
En el taller del italiano no se enseñaba técnica, si no todo lo demás, quizá lo más importante: el desarrollo de la voz interior, individual, de cada persona, que en contacto con las creaciones de los grandes compositores sirviera para ofrecer una interpretación ajustada a las propias intenciones del autor, pero tan íntima y particular como para alcanzar la afirmación de la propia personalidad del intérprete en contacto estrecho con el sentido último de la música. Algo así como la búsqueda del Santo Grial, siendo Ferrara su más humilde custodio.
¿Y nunca volvió a dirigir? En los 60, la RCA le ofreció un contrato en blanco para que grabase la nueva integral de las sinfonías de Beethoven que habría de sustituir en el catálogo de este sello a la ya muy conocida, y largamente apreciada, de Arturo Toscanini con la Orquesta de la NBC. La discográfica le propuso incluso construirle un ring como los de boxeo, a su alrededor, para si llegado el caso, durante el proceso, volviera a caerse. Ferrara rechazó la propuesta bajo el argumento de que ya nunca podría ser el mismo.
El intenso brillo de los ojos, espoleado por la música; la precisa adecuación del gesto, que en ocasiones asomaba como un latigazo seco
Su figura espigada, elegante, impecable; el intenso brillo de los ojos, espoleado por la música; la precisa adecuación del gesto, que en ocasiones asomaba como un latigazo seco, directo, y en otras suplicaba acariciar con el arco los instrumentos de cuerda como si aquel hubiera sido confeccionado «con los biondos cabellos de Melisande», se desvanecieron para siempre, discretamente, de los escenarios. Quedan vestigios, aquí y allá, en algunas contadas grabaciones, como una muy conocida de la obertura de La forza del destino de Verdi. O ciertos testimonios obtenidos secretamente en sus clases, cuando su intachable conducta cedía a veces al impulso de las súbitas rabietas, que solían durarle poco, como el reflejo de un relámpago en la noche.
Busquen por ahí, si pueden (está en Youtube), un registro sonoro, perpetrado a traición, de la obertura de esa joya ignorada de Verdi que es La batalla de Legnano. Primero se escucha la versión del alumno, caracterizada por un lánguido sopor, por decir algo. De pronto se alza Ferrara, y la orquesta de la academia, que no era precisamente la Filarmónica de Viena, se transfigura por arte de esa magia que, según Marcello Panni, emanaba de todas sus interpretaciones. La vulgaridad se torna fuerza controlada, con un firme propósito. El ritmo de marcha, con el dibujo de su férrea arquitectura expuesto en toda su elocuente majestuosidad, avanza implacable hasta ese final vibrante, pleno de una emoción directa, sin ornamentos, que casi nos convence para enrolarnos. Al acabar, con garbo de gran matador, esta suerte de austero príncipe siciliano, adornado con modales del más experimentado canciller, remata la escena como diciendo: «Ahí queda eso», para simplemente despedirse de los allí presentes deseándoles «Buon Natale» («Feliz Navidad»). Sin duda, el mejor de todos.