El exclusivo club de los flautistas
La monumental exposición «Amazonia» del reconocido fotógrafo Sebastião Salgado evoca algunas de las costumbres de las numerosas tribus indígenas que aún habitan la gran selva
Con la emoción de volver a uno de esos recónditos lugares en los que se ha podido realizar un gran descubrimiento, y aunque ahora se verifique a través de persona interpuesta, acudo a la exposición de Sebastião Salgado, «Amazonia», que estos días acoge el Centro Cultural Fernando Fernández Gómez, en Madrid. Como en aquella melancólica canción del genial Jobim, Retrato en branco e preto, las imágenes del fotógrafo brasileiro prescinden del color para evocar el misterio y denunciar, sin mayores ornamentos, los peligros que hoy se ciernen sobre el castigado pulmón del planeta por la codicia depredadora de comerciantes de materias primas, entre otros.
Aunque en este último minuto, ya casi sobre la bocina, se produce una noticia alentadora: a esos mismos indígenas que en las imágenes de los documentales y reportajes que complementan la muestra denuncian su expulsión de las tierras que durante siglos se habían encargado de conservar en condiciones idóneas, la justicia de su país parece haberles reconocido, ahora, el derecho de propiedad sobre buena parte de aquellos bucólicos parajes selváticos en los que se asientan. Veremos en qué acaba esta primera conquista.
Recuerdo que durante mi segunda visita a la selva amazónica un político de la zona me contó, entre risas, una anécdota que pretendía retratar la supuesta ignorancia de aquellos indios, al tiempo que, siempre según su intención, vendría a demostrar que esos seres tan puros e inocentes como Parsifal, en el fondo de sus almas envilecidas por el trato humano, no dejaban de cultivar a personas comunes, movidas por los mismos intereses vulgares que cualquier mortal.
Decía aquel servidor público que, en cierta ocasión, a unos pobladores de un pedazo de selva a los que se les había expropiado, con todas las de la ley, su trozo de parcela para poder trazar una gran autopista, se les pidió que asistieran a una rueda de prensa en la que, al más puro estilo hollywoodiense, se les entregaría la réplica, en tamaño gigante, de un gran cheque con la cantidad convenida como indemnización. A la hora del show (el mal gusto de las autoridades para este tipo de actos publicitarios es contagioso y universal), los representantes de aquellos antiguos pobladores se habrían rebelado contra la pantomima, reclamando in situ que ellos habían acudido hasta allí no para recibir un símbolo acartonado, si no el dinero contante y sonante, en metálico. Mojigangas, las justas.
Ríos de poesía
Del reciente trabajo del ampliamente reconocido Salgado, que se tomó siete años para fotografiar una mínima parte de ese infinito manto que, visto desde el avión, en el largo trayecto entre São Paulo y Manaus, ya impresiona desde los cielos por su apariencia de océano inextinguible, en tonalidades verdes, conservo un par de detalles. El primero tiene que ver con una experiencia personal. La fotografía del «encuentro de las aguas» me trajo a la memoria ese instante mágico en el que el río Solimoes, como en ese tramo se conoce al Amazonas, de color arcilloso, y el río Negro, mucho más oscuro, discurren paralelos durante varios kilómetros, a la altura de Manaos.
Un prodigio de la naturaleza que ha inspirado a numerosos poetas verdaderos, de la zona, como Paulino de Brito, que habla de un río en el que «habitam monstros legendários, dorme toda a legiao fantástica do horror!» (Río Negro). O Quintino Cunha quien, en su Encontro das águas, evoca ese demorado paseo en compañía con imágenes exquisitas: «Vê como se separan duas águas/ que se querem reunir, más visualmente;/ É un coraçao o que quer reunir as mágoas/ De un passado, ás venturas de um presente».
El resto de asuntos en los que puse especial atención tendrían que ver con la música, naturalmente. Una de esas tribus, entre las más conocidas y milenarias, cuyos miembros aún ornamentan sus cuerpos con plumas de coloridas aves regias, diseñó en su poblado algo así como una escueta plaza pública, destinada a encuentros relevantes y celebraciones. Allí mismo, en espacio privilegiado, se encuentra un cobertizo que hace las veces de almacén donde los moradores de aquel recóndito lugar guardan celosamente un buen número de flautas de distintos tamaños, elaboradas por ellos mismos con técnicas heredadas de sus antepasados.
De vez en cuando, al caer la tarde, los hombres se reúnen en el sitio, y solo entonces hacen sonar los instrumentos, en íntima confraternidad. Como en los clubs ingleses que frecuentaba gente de otro tiempo, Phileas Fogg o Sherlock Holmes (asiduo al Diógenes), la presencia femenina no se encuentra tolerada. En el caso de los indios, existe una prohibición expresa para preservar el que quizá sea su único verdadero instante de esparcimiento privado, o un rito milenario que deben practicar exclusivamente en compañía de otros varones, de acuerdo con ancestrales, sagrados preceptos.
Allá cada cual con sus manías. Me figuro lo que podría llegar a ocurrirles si, impulsadas por su ánimo «evangelizador», una expedición de auténticas amazonas (mujeres guerreras, según la mitología clásica) de nuestro Ministerio de Igualdad se presentara por sorpresa en la aldea coincidiendo con alguna de esas reuniones. Probablemente, tendrían suerte. El canibalismo no parece ya muy extendido y la música dicen que amansa, aunque la antropofagia llegara a atribuírsele en su momento hasta al mismísimo Heitor Villalobos, el gran compositor de Latinoamérica. Pero esa es otra historia, a la que espero volver muy pronto.