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Enrique Morente durante un concierto en Madrid en 2008

Enrique Morente durante un concierto en Madrid en 2008GTRES

Ocho actuaciones únicas de Enrique Morente, el cantaor Caballero de la Legión de Honor que nació en Navidad

El artista granadino, padre de artistas como Estrella, Soleá y Kiki, fue un autodidacta y renovador del cante después de hacerse un nombre entre los grandes del flamenco

El cante se le adhirió en la piel de niño y luego se le metió en la sangre a Enrique Morente por las calles de su natal Albaicín. Morente no tenía el talento vivo de Camarón, su más joven contemporáneo. Pero si Camarón fue el Mozart del flamenco, Enrique fue su Beethoven. No aquel al que su padre empujaba a estudiar para que fuera igual al prodigio, sino el que de modo propio quiso ser cantaor porque se lo pedía el cuerpo.

Se fue a Madrid para encontrar su camino. Era Enrique «el granaíno», que en los ambientes jondos de la capital observaba y asimilaba e iba cantando, llamando poco a poco la atención de los cantaores «senadores» del momento, como Pepe el de la Matrona o Manolo de Huelva. Del Albaicín a Madrid y de Madrid a empezar a girar por España y por el mundo en compañía. Cuando grabó su primer disco, Cante flamenco, tenía 25 años y todo lo que contenía ese título ya le pertenecía.

Por entonces todavía estaban por ahí Manolo Caracol o Antonio Mairena, las estrellas contra las que no se podía competir a pesar del flamenco académico de Morente, que siempre supo lo que se hacía. Empezó dejando un poso clásico sobre el que edificar el arte que le bullía, casi en secreto, silencioso y sabio. Un poco por hereje una parte del mundillo no le miró nunca del todo de frente, pero él siguió su camino. A finales de los 70 ya era el Morente explorador que no dejó de buscar.

Por el camino encontró objetos fantásticos y lugares prohibidos. Le puso música y voz a los poetas de todos los tiempos. A San Juan de la Cruz, a Lope de Vega o a Machado e incluso cruzó el charco inspirador para llegar y cantar a Leonard Cohen. En su viaje halló orquestas y las fusionó con lo suyo y con las guitarras de Manolo Sanlúcar, Pepe Habichuela o Tomatito. Así fue ya un poco un Alejandro Magno que a pesar de conquistar tierras remotas se resistía a volver al hogar.

No sabía escribir (música), pero compuso lo que quiso para todo el que quiso. Llegó hasta el jazz, al que también le puso su nombre, y a la música clásica y al rock y a la música electrónica. Allegro Soleá o Fantasía de Cante Jondo fueron dos formas de su forma nueva que nunca abandonó la primigenia que engendró aquella. Con Sabicas se recompuso para grabar un álbum sin «influencias». Fue como si Alejandro hubiera vuelto a las enseñanzas infantiles y fundamentales de Aristóteles en su infancia, para coger fuerzas y sentido y continuar su camino con los poetas, con otras músicas, con Beethoven y con Sonic Youth.

También viajó a África y a Cuba, como si no quisiera dejar ningún sonido por probar en medio del escándalo por su audacia. Iba y venía. Su Sueño de la Alhambra fue exactamente eso, casi un compendio espectacular de una carrera única que arrambló hasta con Picasso y con casi todos los premios, hasta la póstuma insignia de Caballero de la Legión de Honor francesa que no pudo recibir en vida por las inesperadas complicaciones durante una intervención quirúrgica que se la quitaron demasiado pronto, cuando todavía le faltaban victorias o quien sabe si un definitivo y triunfal regreso a las esencias.

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