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El director de orquesta Claudio Abbado

Claudio Abbado, diez años sin un genio de la batuta

El verano pasado se cumplieron 90 años desde su nacimiento, y en unos días, la primera década desde la desaparición de uno de los directores que mejor representaron la síntesis entre mentalidad germánica y corazón mediterráneo, tan beneficiosa para la música. El milanés ha sido uno de los directores fundamentales de la segunda mitad del siglo XX

Hasta los inicios del pasado siglo, los directores de orquesta italianos más conocidos lo eran casi exclusivamente por su dedicación a la ópera. Tendrían que llegar Arturo Toscanini y Victor de Sabata, y un poco después Carlo Maria Giulini, para encontrar maestros que lucieran por igual sus talentos en el foso lírico y en la sala de conciertos. En el medio estuvo también Guido Cantelli, cuya competencia en el repertorio hacía augurarle una gran carrera, la que también había comenzado con éxito fulgurante para Franco Ferrara. Pero el primero falleció demasiado pronto en un accidente, y el otro decidió retirarse muy temprano, cuando ya comenzaba a disfrutar de cierta celebridad internacional, víctima de sus propios demonios internos.

A partir de entonces, la siguiente generación, la de los Claudio Abbado, Riccardo Muti, Giuseppe Sinopoli o Riccardo Chailly, lo tendría algo más fácil para optar a las primeras posiciones musicales, no solo de grandes teatros como la Ópera de Viena, la más anhelada desde los tiempos de Mahler, si no también de las principales orquestas sinfónicas europeas y americanas.

Abbado (1933-2014), milanés de mentalidad germánica y corazón mediterráneo, logró la titularidad de la Sinfónica de Londres, primero, y la Filarmónica berlinesa unos años más tarde, cuando fue elegido por sorpresa para suceder al titular vitalicio, Herbert von Karajan, tras su desaparición. Su gesto elegante, su exquisito rigor en la defensa de la partitura, su sólido conocimiento de un repertorio muy variado que le sirvió para tender puentes hacia la contemporaneidad y ampliar los estrechos márgenes del repertorio, le abrirían en muy poco tiempo todas las puertas.

El director de orquesta Claudio Abbado

En la ópera, se tomó como un deber reivindicar a Rossini como un compositor de primera, y no el mero muñidor de bufonerías tantas veces maltratado por tradiciones espurias. En tan estimable labor, tuvo como asistente eficiente y privilegiado a Alberto Zedda, cuyas labores de musicólogo empeñado en restituirle el verdadero sentido a las obras rossinianas se dejarían apreciar ya en aquellas esclarecedoras versiones de títulos tan populares como El Barbero de Sevilla o La Cenicienta, y menos frecuentes (Il Viaggio A Reims), que este director pudo grabar con algunos de los principales cantantes de la época: Teresa Berganza, Frederica von Stade, Francisco Araiza o Ruggero Raimondi, entre otros.

En la Scala aún se recuerdan con nostalgia verdadera los años que pasó allí como responsable musical de esa casa, donde puso en valor algunas de las joyas entonces menos interpretadas de Verdi (Macbeth y Simon Boccanegra), con férreo sentido rítmico y una extraordinaria intensidad que parecía heredada de otro predecesor, coterráneo suyo, el gran Marinuzzi, cuya flamígera lectura de La forza del destino constituye, desde su temprana aparición, el principal testimonio grabado de lo que seguramente representaría la madurez verdiana en su absoluta plenitud. No ha habido ningún otro registro de las óperas del autor de Rigoletto parangonable, pero las de Abbado, sobre todo del Boccanegra, se aproximan bastante a aquel ideal.

El teatro milanés ha incorporado recientemente a su nuevo canal de streaming algunas de aquellas ya legendarias apariciones del joven Abbado en el foso del Piermarini, en ocasiones como las citadas, con referenciales puestas en escena de Giorgio Strehler, uno de los escasos, genuinos hombres de teatro que supieron entender y comunicar la esencia de la ópera, sin traicionarla, y repartos que incluían a los más distinguidos intérpretes de la época: Shirley Verret, Piero Cappuccilli, Nicolai Ghiaurov, Mirella Freni, Veriano Lucchetti

Durante aquellos años, además, su inteligencia y la confianza plena en sus propios medios, ajena a mortales celos y envidias, le permitieron ampliar la nómina de maestros invitados, incorporando a los distintos carteles a genios como Carlos Kleiber, Lorin Maazel o Georges Prêtre, directores habituales en aquellas temporadas que marcaron nuevos hitos de calidad, excelencia y rigor, tan alejados de los actuales.

De Salzburgo a Berlín

Más tarde, en el escenario del Festival de Salzburgo, Abbado destacaría proponiendo nuevas lecturas que también marcarían una época de óperas como el Boris Godunov de Mussorgsky o del Wozzek de Berg, mientras en las salas de conciertos, y muy especialmente en sus citas con la imbatible Filarmónica berlinesa, ampliaba los horizontes de los programas gracias a su interés y entusiasmo por Nono, Berio, Kurtág o Lachenman, sin desdoro de las magistrales interpretaciones de Mahler y Bruckner que siempre legó a lo largo de los años (distintas reediciones publicadas estos días se ocupan de recordárnoslo).

Puede que al principio algunos tacharan sus interpretaciones de frías o mecánicas, provistas de un distanciamiento intelectual tan del gusto de algunos críticos, que sin duda se sintieron más concernidos por esa suerte de rigor germánico, la calculada severidad que a veces traslucían. Pero en el tramo final de su carrera, lo que se impuso nítidamente fue la palpitante sanguinidad mediterránea, la inevitable llamada de la tierra.

Su última década resultó prodigiosa pese a su lamentable calvario personal, quizá azuzado por eso mismo. Víctima ya de aquella enfermedad que habría de cobrarse su vida, supo postergar la única cita inaplazable con dosis de sol caribeño, paseos entre mares y montañas. Pero sobre todo gracias al mejor de los antídotos, la música que aún pudo ofrecer en sesiones en las que parecía que en cualquier momento podía llegar a despedirse. Aquellos conciertos estaban iluminados por una honda y cálida, casi inesperada humanidad.

Claudio Abbado, en sus primeros años como director de orquesta

Quienes asistimos a su despedida de España jamás podremos llegar a olvidar aquella Novena mahleriana con la Orquesta del Festival de Lucerna, el ideal conjunto que él había ayudado a fundar convocando a los mejores músicos de entre las principales agrupaciones europeas y solistas, grandes amigos como Sabine Meyer o Natalia Gutman.

Aquel día, en Madrid, las luces del Auditorio Nacional fueron apagándose una por una hasta casi quedar en penumbra durante los sobrecogedores últimos compases de la sinfonía. Mientras, la figura debilitada del otrora titán Abbado se transfiguraba en la del demiurgo que, a través de este postrero acto de amor por la vida, nos transmitía a los presentes, elevándonos, una suerte de comunicación superior, un mensaje del más allá, como una intuición del paraíso. Dicen que nos quedan sus grabaciones. Y a algunos, este poderoso recuerdo.