La ONE culmina una cumbre sinfónica en su homenaje a Bruckner
En tres sesiones celebradas durante el pasado fin de semana, la Orquesta Nacional y su director, David Afkham, lograron un enorme éxito con una de las obras mayores de la historia musical, la Octava Sinfonía de Anton Bruckner, cuyo bicentenario se celebra este año
«Un timador al que dentro de unos años nadie recordará». Así se les gastaba Johannes Brahms. Pero con su adversario a la hora de disputarse el cetro del gran sinfonismo centroeuropeo, Anton Bruckner, el hosco compositor hamburgués erró su cálculo. Las orquestas e instituciones de todo el mundo, desde el mismo, aún reciente Concierto de Año Nuevo de la filarmónica vienesa, conmemoran estos días el bicentenario de aquel hombre de apariencia sencilla, modales algo rudos y costumbres fijas, leal devoto del Altísimo y de Wagner, casi en parejo nivel.
El mismo que esperó casi hasta los 40 años, después de una vida dedicada al magisterio y a la interpretación, para labrarse una obra sólida que alcanzaría hasta las once sinfonías; por más que algunos solo aprecien en ellas una y la misma, sobre la que habría de volver una y otra vez con parsimonia y paciencia de orfebre hasta plasmar un pensamiento musical que tenía como meta primordial ensalzar el poder de la Divinidad, única fuente capaz de dotar de un sentido preciso al individuo, según su credo.
El recordado Sergiu Celibidache (pronto también tendrá su película) que, como el otro día recordaba el querido amigo Juan Ángel Vela a la entrada del Auditorio Nacional, rindió algunos notables servicios a la causa bruckneriana en España durante sus visitas, cuando aquel culto comenzaba a despuntar tímidamente en nuestro país, lo tenía por el más grande entre los sinfonistas, precisamente por su falta de ambición. El tiempo disponible, que en él era prácticamente todo, lo consagró a componer, sin ocuparse de la carrera. «El esfuerzo proyectado hacia el futuro, la voluntad, se sitúan al margen de toda posibilidad de materialización de la música», afirmaba el gran director rumano.
Su indeclinable fe lo sostenía
Bruckner, ajeno a toda sofisticación, moda o influencia externa, no tenía más plan que su misticísmo y una indeclinable fe, los pilares sobre los que sostuvo todo el esforzado andamiaje de su titánica labor compositiva, principalmente esas sinfonías que su enemigo Brahms comparaba con boas inmersas en una pesada digestión (aunque Hugo Wolf, para equilibrar las cosas, manifestaste que «un solo golpe de platillos de Bruckner vale por las cuatro sinfonías de Brahms, serenatas incluidas»).
Sus frutos requieren ser paladeados con una serenidad, una calma ajenas a estos tiempos fragmentarios y veloces. De ahí, que algunos optimistas se atrevan a proclamar que su vigencia es hoy más necesaria, y visible, que nunca, por cuanto quienes aún son capaces de recelar de la atracción fugaz, a través de un cierto recogimiento estético, pueden lograr aproximarse, a través de sus sonidos, al auténtico poder de lo bello, a veces sublime. Alcanzar las altas cimas brucknerianas requiere pasos de peregrino, por eso me resultó esperanzador que en estas sesiones del pasado fin de semana, en las que la Orquesta Nacional interpretó la maravillosa «Octava» del músico austriaco, acaso su mayor creación, se apreciara una estimulante presencia de público joven.
Un creador que ha inspirado a los músicos de cine
Sin perder el hilo, intenté escudriñar algunas de sus reacciones a lo que estaban escuchando, entre los más próximos a mi butaca, y no me resultó extraño atisbar algunos rostros de satisfacción, por ejemplo, justo cuando estalla la fanfarria, casi al inicio del cuarto movimiento, esa enfebrecida cabalgata que refleja el encuentro entre los cosacos de Rusia y el emperador austro-húngaro. Seguramente, aquel instante ofrecía para algunos de estos jóvenes asistentes reminiscencias de otras marchas imperiales… En Bruckner, ya se sabe, los autores de músicas cinematográficas supieron hallar un filón, como antes el propio compositor había hecho, quizá, con Gabrieli (no solo de Wagner se alimentó este creador, sin duda más próximo a Schubert en su proceder: la «Grande» de este último parece un esbozo de lo que su coterráneo habría de desarrollar en el curso de su propio trabajo).
Pero no todo fue sosiego en la apacible vida del buen Bruckner, que jamás llegó a casarse ni a procrear, dedicado únicamente a cultivar su primordial don para honrar a Dios. Después del éxito de la Séptima sinfonía, le entregó la siguiente a su admirado Hermann Levi, para que la dirigiera en su estreno. Su amigo la rechazó alegando que el último movimiento era para él «un libro cerrado». Y Bruckner cayó inmediatamente en una profunda depresión que, según algunas crónicas (seguramente exageradas, teniendo en cuenta la acendrada religiosidad de este hombre) llegó a hacerle pensar sobre la necesidad de poner punto final a su existencia. No le bastaba con abandonar su dedicación. Ali final, todo lo salvaron unos retoques, habituales en las sinfonías de este creador, cuyas versiones se han convertido en un auténtico galimatías para los directores, convenientemente azuzado por los siempre intrigantes musicólogos. En Madrid, David Afkham se decantó por la versión que en 1890 publicó Robert Hass.
La más alta entre las cumbres sinfónicas
Asomarse a esta cumbre sinfónica, para Cebidache, la más alta entre todas, requiere de dos requisitos esenciales: una orquesta preparada para asumir el reto sin prejuicios y un director que no perezca ahogado, cautivo en algunos de sus peligrosos meandros plenos de bellezas. Como en Mahler, pero aquí con mayor esfuerzo, es preciso lograr que la tensión acumulada desde el inicio no decaiga nunca, sostener durante la larga travesía un discurso coherente, hilvanando cada una de sus frases y motivos, relacionándolos en un discurso unitario. Si además se posee una visión clara de los propósitos de su autor, y se acierta en su plasmación, será más fácil encontrarse no ya a las puertas del éxito (empeño de escogidos titanes) pero sí de una interpretación que pueda ayudar a revelar buena parte de su naturaleza sublime.
Afkham y la ONE mantienen una estrecha relación artística que está rindiendo magníficos resultados, como ha podido disfrutarse, sobre todo, en las jornadas consagradas a las óperas de Strauss y algunos de sus poemas sinfónicos o en obras como la monumental «Octava» de Mahler, con la que se despidió la anterior temporada. Ahora ha vuelto a reeditarse ese buen momento alcanzado entre ambos en esta suerte de reválida superada con buena nota. Hubo buen entendimiento entre las distintas familias, con magníficos desempeños de todas ellas, particularmente unos metales que aportaron ese sonido que Bruckner construye partiendo del órgano, instrumento que él cultivó como pocos en su tiempo, sin que las paredes del auditorio parecieran venirse abajo, todo expuesto con claridad y una cierta contención no desprovista de solemnidad.
Merece destacarse, en este espléndido empeño global, la ductilidad de la cuerda, que debe desplegarse desde el susurro, en ocasiones, sin desaparecer del todo, aportando toda su calidez y sedosa sensualidad al fundamental Adagio, mágico destino en el que cualquiera desearía quedarse a vivir por siempre, donde se perciben ecos de ese Parsifal en el que tiempo y espacio parecen, también, destinados a suprimirse idealmente propiciando el ingreso en una dimensión distinta, desconocida.
Como en el poema en el que se basa una de las Últimas cuatro canciones de Strauss, Im abendrot, podría decirse aquí también: «¿Es esto, acaso, la muerte?». Si así fuese, Bruckner no podría haberla dotado de unos colores más cálidos y seductores, al contrario del presagio de ese tremendo terror, las horribles dudas que parecen atenazar al hombre al inicio de este viaje, ecos de profundas penumbras interiores, eternas vacilaciones que Afkham subrayó en su justo dramatismo a través de la orquesta, plegada a su gesto comunicativo, flexible y elegante. No hay nada que temer, el final puede resultar tan solo una estación benévola, consoladora.
Las «coda» conclusiva, esas «colas» que en las sinfonías brucknerianas adquieren una presencia esencial, convertidas en ríos cuyo caudal crece y se multiplica sin llegar a desbordarse, hasta desembocar en el océano, adquiere en esta «Octava» unas proporciones colosales que la convierten casi en un órgano independiente del resto del movimiento. Debe ser ordenada con vigor, respetando los balances, aireando texturas, calibrando su fuerza para reforzar el efecto catártico que produce la llegada a buen puerto, tras una travesía que en manos de Afkham resultó más ágil y equilibrada que esa anhelada música de las esferas solo procurable en escasas ocasiones.
Habría sido preciso un silencio prolongado para mejor paladear el hito en toda su trascendencia, pero un bravo extemporáneo lanzado al aire, como un grito, desencadenó súbitamente, tras el último acorde, una cascada de aclamaciones. Sin duda merecidas, los profesores de la ONE seguro que las apreciaron como justa recompensa a su magnífica entrega. Lo mejor de estas tres sesiones, más allá de cualquier otra consideración, reside en la posibilidad de que, en España, ahora mismo, los conjuntos que aquí trabajan, sostenidos entre todos, sean capaces de desmenuzar todas las sutilezas de aportes fundamentales a la civilización, como esta obra, sin necesidad de tener que acudir necesariamente al concurso de orquestas visitantes.