'La Rosa del Azafrán', reivindicación de la España vaciada
El Teatro de la Zarzuela estrena una magnífica nueva producción de una de las obras más populares de Jacinto Guerrero, reconocido autor de zarzuelas que aún hoy gozan de gran acogida por su extraordinaria vena melódica y el fiel retrato de paisajes interiores españoles
A Jacinto Guerrero no le gustaba andarse por las ramas. De naturaleza franca, espontánea y abierta, su música está teñida siempre de una ligereza que no debe ser vinculada inmediatamente con la falta de sustancia o la superficialidad. Tenía claro, para el buen gobierno de su oficio, aquello que ya Racine había escrito en el prólogo de su Berenice, y que figura en letras de oro en el frontispicio del teatro clásico: «La regla principal es gustar y emocionar».
A ello se aplicó sin reservas el simpático autor del Himno a Toledo. Con ingenio, talento y disciplina intentó abrirse un hueco en la profesión hasta lograrlo con un buen número de obras, casi todas en el ámbito de la música para la escena. Su manifiesta intención consistió en devolverle al público de la época inmediatamente anterior a la guerra fratricida, cada vez más interesado por la novedad de espectáculos recientes como el cine o la revista, el declinante gusto por la zarzuela.
Alcanzó grandes éxitos en su empeño, principalmente con títulos como Los gavilanes, repuesta hace un par de años en el Teatro de la Zarzuela con un éxito clamoroso; El huésped del sevillano (que ya se echa en falta), y La Rosa del azafrán. En una nueva producción, esta última regresa estos días al coliseo madrileño después de un par de décadas de injusto olvido. Redunda mucho más en la vigencia del género español la reposición de algunas de sus obras mayores, bien planteadas, sin extravagancias ni «genialidades», que el estreno de esas chapuceras novedades como las que se han visto últimamente en este mismo escenario (seguramente las habrá muy interesantes, pero desde luego, por ahora, no se acierta en la elección).
Retrato de las Castillas
En esta Rosa, Guerrero se muestra como el fértil creador de bellas melodías al esbozar un retrato, todo lo despojado de complejidades que se quiera, pero muy efectivo a la hora de exaltar los valores de lo que ahora se denomina como «España vaciada». En su labor descriptiva se perciben ecos de la pintura de Antonio López Torres, sutil evocador de la mágica luz manchega, de sus paisajes y pobladores, cuya reconocible impronta se aprecia además en la estupenda escenografía que ahora ha servido Nicolás Boni, y que la colorista iluminación del formidable Albert Faura contribuye a realzar con exquisita plasticidad.
El compositor contó en su día con la inestimable colaboración de Guillermo Fernández-Shaw, escritor culto e informado, que acierta a introducir oportunas referencias quijotescas a partir de ese personaje, don Generoso, en cuyo apunte se aprecian indelebles las huellas que el hidalgo imprimió a su propio carácter contestatario. Ambos autores, echando mano además del asunto esencial de El perro del hortelano de Lope, construyen una obra en la que se muestran condensados algunos de los primordiales rasgos definitorios del carácter español, que bien podrían resumirse en el título de la conocida novela de Jane Austen, Orgullo y prejuicio, sazonado con celos, envidias, rencores y el amor que todo lo puede. Porque en el fondo de los personajes prevalece esa nobleza que en unos casos es manchega y en otros baturra, según la ocasión y el lugar.
Aquellas zarzuelas, como la de Guerrero, ofrecían ideales estampas del terruño, en las que los mismos espectadores que habían abandonado la siembra o la ganadería para empeñarse en nuevos oficios tanto o más gravosos, pero que a cambio ofrecían el aliciente de experimentar la aventura de la gran ciudad con sus vagas promesas de progreso y promoción social, podían dar rienda suelta a la melancolía.
No es extraño imaginar el torrente de emociones, quizá acompañados de lágrimas, que una página como la célebre Canción del sembrador, si se expresa con la riqueza de acentos, la sensibilidad y la gallardía, a partes iguales, que en ella pone ahora unos de los más grandes barítonos internacionales, el onubense Juan Jesús Rodríguez, podía llegar suscitar entre el público perteneciente a las clases más populares. Incluso hoy es posible que alguno, aun si no ha vivido la experiencia de la emigración interior, sienta ese apretado nudo en la garganta. Esa es la fuerza de la música cuando se dirige sin reparos, directa al corazón.
Artífice del magnífico montaje que se servirá hasta el 10 de febrero, con doble reparto, ha sido uno de los grandes hombres de teatro que tenemos ahora mismo en este país, Ignacio García, quizá relegado a un segundo plano por su modestia y desinterés en la provocación gratuita, fuente inmediata de promoción para los esnobs. La solidez de sus propuestas, para las que no necesita grandes recursos porque sabe trabajar a fondo la materia prima, es de sobra conocida por quienes aprecian sobre todo el trabajo bien hecho.
Su imaginativo doble programa con Black, el payaso y Pagliacci, de los tiempos de Pinamonti, representa una de las producciones más inteligentes, sutiles e interesantes que se han podido disfrutar en el teatro de la calle Jovellanos durante estos últimos años. Ahora García renueva la apuesta, basada en una eficaz dirección de actores, con un solvente desdoblamiento entre las escenas de conjunto, estampas que aportan información, ilustran y entretienen sin caer en la «carnavalada», y la justa reivindicación del humor, con sus dosis de incorrección propias de épocas más tolerantes y maduras, en los momentos destinados a los comprimarios, aquí auténticos puntales sosteniendo buena parte de la acción.
Revisionismo también en la zarzuela
Solo en este punto discrepo de las declaraciones que el director de escena ha hecho estos días, a propósito de su producción. De su justificación para reducir las partes dialogadas, compro sin problema el primer argumento. Vivimos tiempos inquietos, y el público ya no siempre tiene la paciencia para aguardar largos parlamentos entre número y número musical. Si se aplican con criterio, en este caso, los recortes pueden respetar la esencia de la obra.
Ahora bien, lo que ya no me parece de recibo es que esas intervenciones se justifiquen bajo el precario argumento de que el texto contiene expresiones de otro tiempo, que podrían ofender fácilmente al público actual. Ignacio García es más inteligente que todo eso, y quizá haya decidido ponerse la venda antes de que pudieran apedrearle.
La época exige coraje, pero no todo el mundo está dispuesto asumir ciertas heroicidades que puedan conllevar absurdas cancelaciones. No hay más que observar la reacción del público ante alguna de esas escenas «comprometidas» que, felizmente, no resultaron expurgadas. Solo extraídas de su real contexto podrían zaherir a los indignados de oficio, plañideras de las redes. Al menos en el estreno, la gente, que tiene su propio criterio y personalidad, no dejaba de reír con ellas: si se pierde definitivamente la ironía, el sentido del humor que nos definen como especie, será la victoria de la aséptica inteligencia artificial. Y no estamos tan lejos.
Funciona muy bien el apartado musical, en buena medida porque en el foso hay un director preocupado siempre de las voces, como José Manuel Moreno. Las mimó a todas, manteniendo un equilibrio óptimo entre orquesta, transparente, dúctil, bien empastada entre todas sus familias, y las mismas. Notable, como suele ser habitual en esta casa, el desempeño del coro. Entre los protagonistas, destacó por encima del resto, como ocurre a menudo estos días, la ejemplar voz baritonal de Juan Jesús Rodríguez, pero también su caracterización del personaje, para aquellos que le niegan expresividad. No se puede cantar con más arrojo e implicación, y además su instrumento buscó esos matices que otorgan la requerida variedad. Su salida provocó una cascada de bravos como pocas veces se escuchan ya. La acción tuvo que detenerse al finalizar su célebre romanza.
El artista andaluz se ha convertido en el favorito de la afición de este teatro, lo cual representa a la vez una afrenta para el otro gran coliseo capitalino. Pero no por él, si no por su falta de reconocimiento en un Real que en pocas ocasiones puede presumir de contar con las mejores voces. Y para uno de los escasos barítonos de verdad que se pueden encontrar estos días en el circuito… Una pena para los espectadores que se lo pierden y deben cargar, en su lugar, con otros de mucha menor entidad y valía, como ha ocurrido recientemente.
Muy presente se encuentra, cada vez más, en este teatro una Yolanda Auyanet a la que aún se le recuerda en aquellos fragmentos de Francisquita con Kraus. Su voz ya no es la misma, ha evolucionado, ensanchándose, pero quizá no lo suficiente para cumplir con todos los requerimientos de una Sagrario que precisa de una soprano más dominadora en el extremo inferior, de graves asentados y poderosos. La canaria es artista siempre comprometida, generosa en la expresión. Dijo su romanza con mucha clase, lo que le valió aplausos.
Resultó un acierto contar con una soprano de verdad, como Carolina Moncada, para un rol a menudo menospreciado, pese a su importancia, el de la rival de la protagonista, Catalina. Con su voz bien colocada, sana y bella, otorgó relevancia a la parte. Fantásticos comprimarios, sobre todo el Carracuca de Juan Carlos Talavera y el Moniquito de Ángel Ruiz, divertidísimos en sus logradas intervenciones, un soplo de aire.
Pero sobre todo, en la faceta actoral, constituyó todo un lujo poder contar con el veterano Mario Gas, que ilumina cada palabra, otorgándole el sentido preciso con su acrisolada experiencia. E interesante, aunque discutible en su cometido, la incorporación de la cantante Elena Aranoa (¿se elimina texto y se incorpora música?). Discreto el cuerpo de baile. Grandes aplausos para todos, con el mayor reconocimiento para Juan Jesús Rodríguez, el gran ídolo de esta casa, ahora premiado felizmente por los teatros españoles como mejor cantante del año pasado. Ya iba siendo hora.