'La Pasajera' consagra el elitismo del Teatro Real
Después del Lear y de Pierrot lunaire, el estreno español de la estremecedora ópera del polaco Mieczyslaw Weinberg resulta un éxito, mientras se olvida el repertorio que demanda una gran parte de la afición madrileña
Madrid tiene un serio problema con la ópera. No dispone de un solo teatro que cultive lo que se llama el repertorio, o sea, esas obras que cautivan al aficionado medio y que sirven para enganchar a nuevos adeptos, como ocurre naturalmente en París (donde funcionan hasta cinco teatros líricos, coordinándose en la creación de una oferta tan rica como variada), Viena (tres), Berlín (dos) o Londres (al menos un par hasta el traslado a otra ciudad de la English National Opera, aunque allí el modelo es también distinto, más inclusivo, porque el Covent Garden ofrece títulos prácticamente todos los días, y de ese modo se observa un escrupuloso equilibrio entre las obras más demandadas y las novedades, resuelto siempre en beneficio de las primeras, las que van desde Händel hasta Strauss, pasando por Mozart, el belcanto, Verdi, Wagner y el verismo).
Aquí, mientras, tenemos al solitario Teatro Real que ofrece estos días un cartel casi más propio de un festival, esos lugares sofisticados donde suelen concentrarse las obras destinadas en principio a un público quizá más entendido, con otros intereses conforme a su personal formación, que seguramente ha ido forjándose a lo largo de los años de un modo casi siempre idéntico: adentrándose primero en los títulos que el tiempo ha situado en el centro del gusto popular, para después ir escalando poco a poco hasta lograr alcanzar determinadas cumbres cuyo disfrute exige ese entrenamiento previo. Nada que no ocurra, también, con la literatura: a nadie se le ocurriría comenzar por el Doktor Faustus de Thomas Mann, porque si lo hiciese así seguramente no volvería a leer. Para poder llegar a calibrar sus virtudes es preciso haber comenzado antes los ejercicios básicos a través de las páginas de autores más accesibles: Salgari, Dickens, Galdós, …
Ahora mismo, si un chaval, inducido por la afición paterna (estas cosas suelen transmitirse así aún hoy, por la vía familiar, amistosa o sentimental) logró sacar algo en claro del Rigoletto de Verdi ofrecido a finales del año pasado en la temporada del Real, como para querer insistir con otra de esas obras de referencia, de las que seducen casi de inmediato, deberá aguardar pacientemente hasta junio, cuando está previsto que se ofrezca Madama Butterfly de Puccini (compositor de los más apreciados por la afición, del que este año se conmemora aniversario en todo el mundo).
Entretanto, mientras calienta en la banda, el aspirante habrá visto desfilar por el cartel capitalino elevadas creaciones como El rey Lear de Reimann; Pierrot Lunaire y La Espera de Schönberg, o La Pasajera de Weinberg. Y sí, es cierto que tendrá por el medio una Carmen, pero sin escena, solo en concierto y escaso atractivo sobre el papel, o una interesante producción de la monumental Los maestros cantores de Nüremberg… un Wagner maravilloso, desde luego, pero cuyas cinco horas de duración asustan en ocasiones incluso hasta a algunos acreditados wagnerianos.
«Eppur, si muove», como decía Galileo
Y a pesar de todo, como decía Galileo, «se mueve». Porque si alguna buena herencia dejó el legado de Gerard Mortier, el anterior, inefable director artístico del Real (al que estos días se le recuerda por el décimo aniversario de su fallecimiento, dedicándole las funciones de La Pasajera), es que las «óperas-acontecimiento», ese nuevo material del que necesariamente debe servirse un teatro para seguir vivo, conectado con su tiempo, son las que aquí suelen ofrecerse de un modo más cuidado y respetuoso en todos sus distintos aspectos. Recuérdese Die Soldaten, El ángel de fuego o el reciente Lear, todas magníficas producciones con equilibrados repartos y estupendas direcciones musicales (lo que en cambio casi nunca puede decirse de los títulos de repertorio).
Ahora acaba de estrenarse en España, con cierto retraso, La Pasajera, un título que ha puesto a algunos sobre la pista de Mieczyslaw Weinberg, también del citado Mortier, siempre bien informado, que ya lo tuvo en mente durante su mandato. Cuando el filón de novedades se agota, suele ser buena idea regresar al desván, por ver si entre los cachivaches desechados aparece alguna joya olvidada en los días de bonanza. Ha ocurrido con el compositor polaco, que lo tiene todo para convertirse en una posible nueva referencia para la segunda mitad del presente siglo, con la operación de rescate que ya se ha iniciado.
Su historia recuerda un poco a la del Pianista de Polanski. Weinberg, judío polaco, sufrió la pérdidas de casi toda su familia en los campos de exterminio durante la última gran guerra. Aún joven (nació en el 1919), huyó hasta Rusia, donde los judíos tampoco es que gozaran de la simpatía del otro gran genocida, Stalin. Pero allí se encontró con otro repudiado, aunque por épocas algo más afortunado, Dmtri Shostakovich, que lo acogió como a un hijo, su alumno más aventajado.
Weinberg nunca triunfó en la escena musical soviética, pero pudo ir tirando con pequeños trabajos en películas de nulo interés y otros empeños, a la vez que iba cultivando para sí mismo (pensando quizá en ese porvenir ideal que algunos compositores vislumbran en otros tiempos quizá más agradecidos y sensibles) una obra ingente, rica y variada. Para que se hagan una idea de lo que puede venir, la estupenda directora Marga Grazinytè Tyla se dispone a grabar las más de veinte sinfonías que concibió durante su azarosa existencia (las programaciones de las distintas orquestas sinfónicas parecen salvadas por una buena temporada). Y al mismo tiempo se recuperan su obra camerística (la Fundación March ha programado todos sus cuartetos de cuerda en las próximas semanas) y se programan sus otras óperas: este verano, el Festival de Salzburgo anuncia como un de sus principales propuestas líricas la representación de su título dostoyevskiano, El jugador.
Gustavo Dudamel no quiso perderse el estreno
Fallecido en 1996 sin que su óbito diera lugar a grandes homenajes, desde entonces el prestigio de Weinberg no ha hecho más que aumentar. Ayer, en el estreno madrileño de su Pasajera, estaba Gustavo Dudamel, el nuevo flamante director de la Filarmónica de Nueva York, sin perderse detalle de las tres horas de una obra que tiene indudable interés, sobre todo a partir de su segundo acto, cuando la atmósfera se torna más y más opresiva y el drama avanza hacia el clímax de la conclusión.
Hay en el argumento de La Pasajera, basada en la novela homónima de Zofia Posmysz, escrita en 1962, lejanos ecos de Portero de Noche, sobre todo en la maravillosa, inquietante película de Liliana Cavani, y de La muerte y la doncella, el drama de Ariel Dorfmann que luego Polanski rodó en parte en los fieros acantilados de Valdoviño con unos magníficos Ben Kingsley y Sigourney Weaver. La idea de partida es similar, el encuentro casual entre la víctima y su verdugo, años más tarde del trágico suceso que por primera vez los uniría fatalmente y para siempre. En todos los casos, el ámbito es el mismo, las fábricas de abusos y muerte donde la condición humana quedaba suspendida durante el régimen del terror del nazismo.
Aquí es Lisa, una antigua carcelera de Auschwitz, quien durante una travesía en barco, por su luna de miel, cree adivinar fugazmente en el rostro de otra de las pasajeras el de Marta, la chica judía a la que conoció, y vejó, durante sus años de torturadora. A partir de ahí, el sutil mecanismo de la memoria se pone en marcha con consecuencias devastadoras para la aún joven esposa, que incluso ponen en jaque su recién estrenado matrimonio: su marido, un distinguido funcionario diplomático alemán, ve peligrar la incipiente carrera si pudiera llegar a saberse que su pareja fue miembro de las SS. Lo de menos son los hechos, lo de más las reputaciones.
El primer acierto de la ya conocida producción de David Pountney, que saca extraordinario rendimiento de una prodigiosa iluminación, parte de la idea de situar en un mismo plano escenográfico dos acciones paralelas, lo que ocurre en el barco y debajo. En lo que deberían ser las entrañas de la nave, se expone la penosa existencia en el campo de concentración. El recuerdo de aquellos días aciagos se opone a la engañosa dulce felicidad del presente, esa nueva vida de lujos y bailes que entraña un tremendo secreto; lo que ya de por sí es la mayor de las condenas. Y por otro lado, sitúa en primer plano la necesidad de mantener siempre viva la memoria de lo que se vivió en aquel tiempo infame para Europa y la humanidad, con el objetivo de que jamás vuelva a repetirse.
Ese es el sentido último de una ópera como La Pasajera, oponerse al olvido mostrando (como por otro lado hacían los compositores veristas) «un pedazo de vida», en este caso, de vidas rotas, las de aquellos seres condenados al fuego en vida (sin aguardar ningún juicio póstumo) por la sádica voluntad de exterminio de un sistema siniestro cuya finalidad extrema se consagra, más allá del exterminio, a explorar sin aparentes trabas todos los límites de la maldad humana.
La sutil y rica paleta musical del compositor
Weinberg se sirve de una riquísima paleta para contar una historia, magníficamente servida por el diáfano libreto de Alexander Medvedev, con las dosis precisas de simbolismo, que le toca muy de cerca. El proceso de creación debió resultar muy doloroso, pero a la vez se nutre de esa verdad que ilumina precisamente tanto lo que ocurre en el interior como el exterior de los personajes. Las referencias a su maestro Shostakovich son obvias cuando e explaya en lo grotesco, deformando los contornos del vals hasta convertirlo en una danza macabra; recurriendo a explosiones inesperadas de la orquesta, con un empleo reiterado, protagónico de la percusión, para señalar el terror/horror de los momentos más desapacibles.
El lenguaje empleado es ecléctico, a partir de la atonalidad incluye referencias a Bach y al jazz. El autor se sirve de todos los recursos a su alcance (y en pleno siglo XX son muchos y variados) que le permitan expresar sin reservas todos los contornos de una historia en la que palpita la ambigüedad: ¿Resulta del todo condenable la colaboradora Lisa, cuya conciencia apenas le permite vivir ya, que empatiza y en cierto modo resulta transformada por el ejemplo moral de su víctima? En el sutil, complejo retrato de los personajes, Weinberg tampoco renuncia a un lirismo descarnado que hunde sus raíces en el barroco y se expande también hasta la aparición de lo yiddish, precisamente en esos momentos en los que el canto parece cobrar vida propia, elevándose con la misma doliente sinceridad que podría atribuírsele a las más nobles creaciones de un Monteverdi.
Magnífica, además, resulta la progresión dramática hasta el clímax final que el compositor va tejiendo en los últimos minutos como los grandes de su oficio, consciente de la importancia de ir dosificando la tensión hasta atrapar definitivamente al espectador y conmoverle cuando llega el discurso conclusivo, la definitiva apelación a la memoria como antídoto ante nuevas desviaciones. También hay que decir que el conjunto de la obra se beneficiaría de una mayor concisión, con media hora menos se conseguiría un resultado aún más redondo, apretado, directo.
Magnífica labor coral de todos los cantantes
Como ocurre en estos trabajos, tan bien articulados, que logran funcionar como un engranaje perfecto, resulta complicado señalar individualidades, distinguir a unos frente a otros. La formidable labor de los cantantes, del primero al último, redunda en él éxito indiscutible de la función. Pero sería injusto no citar el soberbio desempeño de la soprano Amanda Majeski, una Marta adornada de mil y un matices, estremecedora en sus momentos de mayor intimidad y exposición. O el acierto a la hora extraer toda la complejidad del personaje de Lisa que aporta la mezzo Daveda Karanas.
El tenor Nicolai Sukoff, al que aún recordamos por aquel memorable Parsifal compostelano con la Urmana, mantiene una voz sana, en punta, además de ofrecer siempre personajes creíbles con sus exquisitas dotes dramáticas. Sobresaliente además el Tadeusz que compone el barítono húngaro Gyula Orendt y los tres encargados de aportar sus dosis de insolencia y brutalidad a los miembros de las SS.
Artífice fundamental del éxito es la pequeña (solo en estatura) directora Mirga Grazintye-Tyla, gran valedora actual del autor, cuya partitura exhibió durante los saludos finales. Realizó una soberbia tarea de concertación desde el foso, atenta a cada matiz, sosteniendo la tensión sin desmayo, al frente de unas inspirada Sinfónica de Madrid, que siempre suele dar lo mejor en este tipo de extraordinarios desafíos. Magnífica en todas su secciones, lo mismo que el coro.
Lo dicho, gran noche de ópera que vuelve a demostrar dos cosas: los mayores triunfos le llegan al Real mayormente por la vía de las «obras-acontecimiento», mientras descuida el repertorio. Refuerza así su condición «elitista» que puede verificarse, si persiste la tendencia, en una progresiva pérdida de abonados (como le está ocurriendo al Met de Nueva York). Los hay ya que prefieren renunciar a la limitada oferta de su ciudad para buscar el amor desatendido en los brazos de amantes parisinos, milaneses, británicos o berlineses. Ocurre cada fin de semana.