El Real recibe con abucheos el 'Rigoletto' de Miguel del Arco
La nueva producción de la obra maestra de Verdi se salda con sonoras protestas y una señalada triunfadora entre el reparto, la soprano Adela Zaharia
Puede parecer una extraña perversión, el mundo al revés, pero funciona más o menos así. Los directores de escena de nuestro tiempo creen que un buen escándalo representa hoy el mayor éxito en la ópera, un pasaporte seguro para entrar en la rueda de los encargos, el trabajo que garantiza nuevas producciones, prestigio, fama, dinero… Los deseos del público, sus comprensibles ganas de disfrutar, no importan demasiado, A fin de cuentas, los elitistas espectadores que acuden al reclamo de la lírica, en su mayoría –así piensan ellos–, forman parte de la privilegiada casta de parásitos que retrataba aquella película coreana de tanto éxito, que incluso llegó a ganar el Oscar.
Estas personas, su clientela potencial, no son más que pérfidos burgueses, gente sin auténtica cultura, que van al teatro solo para pavonearse, saludar a las amistades y, si acaso, consumir unas dosis de ese opio adormecedor que por siglos les proporcionan, mayormente, los compositores del llamado gran repertorio. Esas mismas obras que se interpretan una y otra vez desde hace varios siglos, las viejas, eternas melodías sobre las que ejercerían una suerte de celo vigilante, como el de quien sostiene que algo le pertenece en exclusiva, negándole cualquier posibilidad de cambio o alteración que pueda conculcar su esencia.
Olvidan estos supuestos genios que el público de la ópera no lo conforma únicamente el más encopetado del estreno
De ahí que estos directores perciban los abucheos casi como un maná caído del cielo, no hay más que ver sus rostros satisfechos, y algo desafiantes en ocasiones, cuando en la sala se desencadena el pandemonio de la desaprobación. Han logrado su propósito: molestando a ese amplio sector de los espectadores, se vengan a su modo. Por un día han podido sacarlos de su «zona de confort», zarandearlos con sus inteligentes invectivas, ingeniosos dardos destinados a situarlos frente al espejo de sus propios prejuicios, ideas trasnochadas, lacras, vicios, …
Incluso aunque este maniqueo argumentario funcionase, olvidan estos supuestos genios que el público de la ópera no lo conforma únicamente el más encopetado del estreno, donde, es cierto, suelen primar los políticos, celebridades invitadas y prebostes del Ibex 35. Incluso hasta ese mismo día, en las localidades menos nobles, como en todas durante las sucesivas representaciones, anidan aficionados que llevan tiempo aguardando el instante de encontrarse, quizá por primera vez, a costa de haber realizado algún sacrificio personal (las localidades del Real no son precisamente baratas), para ver por fin una obra maestra. Estos solo reclaman gozar del que quizá sea su título favorito servido, sino al menos con amor o algo de rigor, sin que se les intente tomar el pelo.
El recurso de siempre, modernizar la ópera
Lo suelen llevar crudo estos días, porque bajo el criterio de que es preciso «modernizar» la ópera, esas piezas que normalmente son las más demandadas de las programaciones, las más populares y estimadas por la «necia» mayoría, suelen ser objeto de las peores vulneraciones o ensañamientos. Y lo son precisamente porque su poder de convicción es tal, su prestigio tan asentado y compartido, que los responsables de algunas de estas «masacres» reconocen que la gente seguirá acudiendo lo mismo a disfrutar de ellas.
Porque mientras no se altere la esencia misma de la música (cosa que a veces también se ha pretendido), la comunicación directa con el compositor y el poeta (el texto suele permanecer, aunque lo que proclame tenga en ocasiones poco que ver con su traslación a la dramaturgia), su vigencia se impone sobre cualquier atropello. La fuerza de Monteverdi, Mozart, Verdi, Wagner, Strauss (y Da Ponte, Boito, Hoffmansthal, …) arrasan con cualquier intento de reducirlos a un mero escaparate para los balbuceos, consignas panfletarias, ensayos psicoanalíticos y demás excesos perpetrados en su nombre.
Algo de esto ha ocurrido ahora con el regreso de Rigoletto, la obra más programada por el coliseo de la Plaza de Oriente. La cosa acabó mal, con sonoros abucheos que mostraron el desacuerdo de gran parte de los asistentes ante la nueva producción firmada por un Miguel del Arco que, antes del estreno, proclamó su escasa sintonía con el género. Visto lo visto, no tiene que jurarlo. Su aprecio, al menos, de la obra que Verdi prefería, parece más bien escaso pese a las conexiones que esta mantiene con Shakespeare, algo que debería despertar al menos la curiosidad de una persona que trabaja fundamentalmente en el teatro.
Este Rigoletto pasa por encima de la premisa primordial que toda lectura de tal prodigio del teatro lírico debe, al menos, plantearse: ¿Quién es, en realidad, el jorobado? Del Arco no lo tiene claro. O sí, pero prefiere quedarse únicamente con la faceta que convierte al protagonista en un paria exento de todo atisbo de humanidad, víctima de su propia crueldad. Lo observa desde fuera, con distancia, y por eso su mirada es fría y parcial. Su desconocimiento de Verdi, o el desprecio de esas emociones que en este compositor lo son todo, por ver de no caer en un rancio sentimentalismo, le impiden escudriñar el interior del bufón, esa parcela íntima donde anida el padre que sufre por su hija, rechazando cualquier posibilidad de redención para él a través del poderoso vínculo que los une. La grandeza shakespereana del personaje radica precisamente en sus tonalidades grises. Como cualquier otra persona es capaz de lo peor, y a veces incluso, un poco, de lo mejor.
Su desconocimiento de Verdi, o el desprecio de esas emociones le impiden escudriñar el interior del bufón, rechazando cualquier posibilidad de redención
Pero no es Rigoletto el único rol portador de la ambigüedad en esta obra, también el Duque, aquí retratado únicamente como un depravado sin escrúpulos, llega a abrir su corazón en algún momento: lo hace en el dúo con Gilda, y sobre todo en su gran aria del acto segundo. Pero claro. Ahí a Del Arco le interesa solo suscitar el movimiento, mal de los vulgares directores de escena actuales (incluso de alguno interesante), devenidos en improvisados coreógrafos. No puede haber un momento de sosiego para la reflexión, cada monólogo musical debe ser «ilustrado» desde fuera con acciones paralelas que casi nunca suelen estar justificadas. Es simple mover por mover, agitar para que el espectador «no se aburra» con el excesivo, monótono canto (lástima, en este caso lo fue). De ese modo algunos personajes resultan desdibujados, como le ocurre al Duque, convirtiéndose en simples caricaturas.
Gilda y el impulso depredador
Al director de escena solo le interesa Gilda, porque obviamente es a través de la cual realiza su propia tesis: la de la mujer como víctima siempre del instinto depredador del hombre. A su modo, la chica también es un personaje más complejo de lo que parece, con su propio arco dramático, que va desde la joven enamorada, sobre protegida por un padre temeroso de que pueda descubrir la tremenda realidad de su mundo por sí misma, hasta la mujer que, aún consciente del engaño, decide ofrendar su vida procurando salvar la de su amado. No es un acto irreflexivo ni espontáneo, si no una renuncia consciente y generosa que se anticipa a la de Violetta en su siguiente ópera. El máximo sacrificio, algo que conecta a ambas mujeres con la figura del Redentor por excelencia (¿hay un ejemplo más elocuente de superioridad moral femenina? Verdi, por supuesto, era un adelantado).
El máximo sacrificio, algo que conecta a ambas mujeres con la figura del Redentor por excelencia
Esto es lo esencial de la fallida puesta en escena de Del Arco, su renuncia a profundizar en las relaciones entre los personajes, permaneciendo en esa superficie que él deriva hacia su obvio maniqueísmo: efectivamente, el asunto del maltrato está ahí, pero Rigoletto no va solo de eso. Y tampoco es obra propicia para abonar otras tesis, como la del ecologismo, traída por los pelos, como parece reflejar esa cabaña imposible (diminuta pero en la que, aún así, el Duque logra entrar y esconderse con Gilda en el interior, que debe ser ciega y sorda a la vez) situada en una suerte de Arcadia, verde y sencilla.
Toda la escenografía resulta un disparate, pese a que al principio, en la primera escena, la recreación de un «bunga-bunga» como los de Berlusconi en su mansión de Arcore abra una vía interesante sobre la utilización del escenario completo, inmediatamente defraudada con esas dunas hinchables, la absurda tienda de campaña o carpa del final, … En algunos momentos parecemos estar asistiendo a una representación de fin de curso en un colegio con escasos recursos, y no a una en un teatro que se desea de referencia. El vestuario, además de ser espantoso, solo añade confusión al errático conjunto : el Duque es un magnate, un militar, qué cosa…
Quizá el director de escena intuyese que los abucheos recibidos podrían provenir de la incomodidad que en una parte del público provoca la reiteración de actos sexuales que tienen su culminación en las frenéticas felaciones simuladas por la prescindible «troupe» de danzarinas (en el acto segundo parecen aquellas burbujas de Freixenet). Si aún no se han dado cuenta, la abundante (y muy poco imaginativa: a lo mejor porque ya han agotado el repertorio) exhibición de presuntos coitos, masturbaciones en cadena, lencería negra, cuerpos desnudos, … no incomoda a nadie porque resulte en sí misma escandalosa. Eso podía haber sido así, en su día, para algunas de nuestras tías-abuelas. Ya no. El hábito las ha transformado en el peaje que hay que soportar cuando se trata supuestamente de «poner al día» ciertas obras, pero que ya se ha vuelto del todo ridículo. La zafiedad para epatar al personal sí que se ha pasado de moda, y no la música de Verdi.
La zafiedad para epatar al personal sí que se ha pasado de moda, y no la música de Verdi
Tampoco en la parte musical las cosas funcionaron al máximo nivel deseado. No comparto el entusiasmo que el público pareció mostrar por la verdadera triunfadora de la noche, la soprano rumana Adela Zaharia. Cierto que la voz corre bien y que además, al no tratarse del típico «jilguero» que a veces se contrata indebidamente para este rol, se crece en los actos decisivos, cuando debe echar el resto. Pero no está sobrada de personalidad y estilo propio, es otra de tantas (por cierto, su dicción en italiano deja que desear). Fue muy aplaudido su aseado Caro nome, lo que puede comprenderse en una noche en la que el canto verdiano no brilló precisamente.
Camarena no tuvo su mejor día
De no muy buena pasta el Duque de Javier Camarena, un tenor muy estimable en su época rossiniana que no parece haber logrado dar el salto hacia roles más líricos: el timbre ha perdido brillo, los agudos empuje y facilidad (eludió el correspondiente de la cabaletta, que impuso el gran Alfredo Kraus, algo impensable en su primera época) y su fraseo, a veces entrecortado, fatigoso, refleja un cierto deterioro. Su Donna è mobile pasó con más pena que gloria, con notables problemas a la hora de preparar el último ascenso. Se le notaba algo chafado en los saludos, acostumbrado a triunfar aquí. Es lo que tiene esta complicada profesión, todo va demasiado rápido. Ojalá se recupere porque la ópera necesita de estrellas. Esperamos ya a Xabier Anduaga, quizá la joya de estos incompletos repartos.
También se esperaba más de Ludovic Tézier, artista honesto y muy hecho a los grandes roles verdianos. La voz es interesante, no tan caudalosa como la de otros conocidos intérpretes de este rol, y se preocupa por decir con intención. Pero su canto ligado, en ocasiones (sobre todo en el primer acto), no siempre parece rematado con la deseable pulcritud, hay oscilaciones. Y en conjunto, quizá por la propia puesta en escena, no se aprecia toda la dimensión humana de su complejo personaje. Por ejemplo, falta empatía con su hija y mayor calidez y dramatismo. Resultó merecidamente aclamado en el Cortiggiani, sin hacer olvidar mi mucho menos lo que Leo Nucci lograba en esta página hasta no hace mucho.
Del resto se puede decir que resultaron todos cumplidores, aunque el Sparafucile de Simon Lim no asuste ni a una pobre anciana y la Maddalena de Marina Viotti parezca forzada en la franja grave. El resto de la compañía de canto se mantuvo dentro de los límites de la adecuada corrección. Bien el coro en sus intervenciones, aunque en el último acto, decisivo para los efectos de la tormenta, podía pedirse algo más de presencia.
Una lectura musical sin brío ni tensión
Nicola Luisotti sigue sin despertar el entusiasmo que suscitaba en sus primeros años, como si se hubiera ido desinflando poco a poco. Contagiado quizá de la puesta en escena distante, escasamente comprometida con la acción descrita, sus cartas se apreciaron ya en el preludio del acto primero, desprovisto de la precisa hondura dramática. Todo ese acto inicial transcurrió sin tensión, letárgico, algo particularmente acusado en el último: cuando el Duque se va a dormir cualquiera quisiera emularlo en ese momento. La tempestad se quedó en ligero chubasco.
Ha sido uno de los Verdis menos interesantes de cuantos se hayan ofrecido desde la reinauguración de esta sala como teatro de ópera
Solo en el acto intermedio, impelido por el empuje de la propia música, pareció ofrecer algo más de auténtico pulso verdiano, particularmente en la gran escena del bufón. La Sinfónica de Madrid, a sus órdenes, se mostró en ese mismo plano de atonía, sin contribuir a diferenciar, como se precisa en esta obra, en la que Verdi echó el resto con una paleta tan rica como variada para construir un drama de una inusitada plasticidad hasta entonces, los distintos ambientes y estados de ánimo sugeridos.
Como canta Marullo, «Povero Rigoletto…» Sí, esta vez no hemos tenido suerte. Ha sido uno de los Verdis menos interesantes de cuantos se hayan ofrecido desde la reinauguración de esta sala como teatro de ópera. Quedan aún muchas funciones por delante, no hay que desesperar.