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Historias de la músicaCésar Wonenburger

La culpa (o el remedio) fue del whisky

Las representaciones operísticas, en ocasiones, esconden tremendos secretos… Todo puede ocurrir cuando lo fundamental es asegurar que el espectáculo continúe («the show must go on», que dicen los anglosajones)...

Imagen de Una noche en la ópera

En otra época del año nunca se me hubiera ocurrido escribir una de estas historias inspirada en algo que me ocurrió a mí mismo, en un vida anterior. Pero como ya estamos casi en plena canícula, y cuando recorro el paseo Andrés Segovia de una localidad sureña, mientras en los cascos suena una antigua grabación de Elena Suliotis, me ha venido a la cabeza esta anécdota, he decidido compartirla en estas líneas volanderas. Por supuesto, omito los nombres de los protagonistas. Aunque si alguien con afán detectivesco, y mucho tiempo libre, decide descubrir sus identidades posiblemente lo logrará. Y entonces ya no tendré la opción de escudarme en aquello de que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

Como en otras ocasiones, me ocupaba de poner en pie una ópera, quizá el espectáculo más fascinante entre todos pero por su propia naturaleza colaborativa, en el que intervienen entremezclados los egos de tantos artistas y profesionales, un empeño titánico, rara vez destinado al éxito absoluto. El otro día le oí a un flamenco callejero decir, solicitando innecesariamente el amparo de su improvisada audiencia, que allí ni él ni su compañero guitarrista «buscaban la perfección» (una típica genialidad granadina).

Y si a esos dos artistas la gran puñetera se les antojaba esquiva, imagínense lo que suele acontecer cuando se precisa lidiar con los caprichos, exigencias y problemas, reales o ficticios, de cantantes, directores musicales, de escena y hasta de coro, figuración (los más profesionales casi siempre), personal técnico… Máxime cuando cada uno de ellos suele buscar siempre, y bajo cualquier circunstancia, por encima de ese consenso que conduzca hasta buen puerto cualquier empeño colectivo, su propio, innegociable triunfo. Y no, lo siento por Calvino, pero aquí la procura del exclusivo beneficio personal rara vez redunda en una empresa exitosa: el resultado global depende de una eficaz labor de conjunto que suele requerir grandes dosis negociadoras, la constante observación de sutiles equilibrios y la asunción de precarios compromisos para poder asegurar, como en el célebre filme de Federico Fellini, que «la nave va».

El inesperado portador de un fatídico mensaje

Comenzaba la ópera en cuestión (cuyo título no desvelaré para no facilitar más pistas), hallándome situado en mi localidad habitual, la más próxima a la salida, tanto por si se requiriese mi presencia en la zona de camerinos como para huir raudo, en caso de surgir un problema irresoluble, o evitarme las iras del público ante un fiasco monumental. Al momento de iniciarse la función, apareció avanzando sigiloso por detrás de la butaca, con la respiración entrecortada, el único encargado de producción, portador del fatídico mensaje: «Tienes que bajar inmediatamente, la mezzo dice que no va a salir a cantar».

Noqueado por la advertencia, me apresuré escaleras abajo lo más rápido que pude intentando adivinar qué demonios podía estar pasando: allí no había «cover», esos sustitutos que los grandes teatros se permiten para zanjar con un reemplazo de último minuto cualquier contratiempo. Así que si la cantante, que en ningún momento, durante esa misma tarde, había mostrado síntomas de padecer dolencia alguna, no se encontraba en condiciones de salir a escena, solo quedaría suspender la función, algo que no había sucedido jamás en este escenario, únicamente con algún concierto. Y me iba a ocurrir precisamente a mí, en mi sexta producción.

Un viejo zorro italiano, salido de una comedia de los años 50

A punto de entrar en el camerino de la intérprete, me percaté de que en una esquina del pasillo, agazapado en el suelo, con los brazos cubriéndole el rostro, se encontraba el director de escena. En otra persona, esa actitud seguramente me hubiese parecido, como poco, extraña; pero en ningún caso tratándose de aquel hombre, estupendo profesional por otra parte, uno de esos viejos zorros italianos, conocedor de todos los íntimos secretos del oficio, que desde el mismo inicio de los ensayos había dado muestras de un comportamiento más excéntrico de lo que suele ser habitual entre algunos de sus compañeros.

Aquella ópera ya había comenzado algo torcida: los decorados y el vestuario tenían que haber llegado desde un teatro sudamericano, pero un día antes de zarpar el barco, los responsables reconocieron que no eran capaces de superar ciertos problemas burocráticos, y que por tanto, sintiéndolo mucho, el traslado no iba a poder realizarse. Arréglenselas ustedes como mejor puedan, fue su única solución.

Eso sucedió a finales de julio, cuando las representaciones previstas de la obra debían celebrarse a principios de septiembre. A toda prisa hubo que localizar otra producción donde fuese, en plenas vacaciones. Llegó «in extremis» desde Italia, con aquel director que parecía salido de una comedia de los años 50. Nunca pude escrutar en la mirada sus auténticas intenciones porque durante aquellas dos semanas jamás se quitó las gafas oscuras, cultivando el enigma. Pero al menos se mostraba plenamente comprometido con su trabajo: incluso parecía dormir en el teatro, a cualquier hora estaba siempre disponible, a pie de obra. A veces surgía de entre las butacas, como un espectro, con el mismo atuendo, del que solo solía cambiar el foulard anudado a su cuello.

Durante la rueda de prensa de presentación del título lírico, cuando le tocó el turno, aquel hombre se puso en pie cual resorte, y en lugar de explicar sus ideas sobre la obra en cuestión, improvisó un discurso acerca de «la auténtica elegancia», que para él representaba Valentino en oposición a la deplorable «vulgaridad» de Versace. A medida que desplegaba una inflamada retórica, sus expresiones se tornaban más y más virulentas contra los diseñadores de su país representantes de un cierto, discutible vanguardismo, hasta que preso de una impostada ira absoluta se dejó caer sobre el asiento, y la cita con los medios pudo proseguir ya sin mayores contratiempos. Los patrocinadores, presentes allí mismo, en la mesa, no acertaban a explicarse muy bien lo que acaba de ocurrir, pero como tampoco tenían ni idea de que iba esta o cualquier otra ópera, lo dieron por bueno con una sonrisa compasiva: «Ay, estos artistas…»

Un incidente sin demasiada importancia

Mientras me encaminaba con paso firme hacia el camerino, pensé si habría ocurrido algo entre el director de escena y la mezzo, como luego pude comprobar. Desde luego, durante los ensayos nada había hecho pensar en enfrentamientos entre ellos. Solo un día, en que la soprano, un estrella del momento, decidió no asistir a una de las pruebas programadas con la orquesta, surgió una leve discrepancia, saldada sin heridas. Ante la imposibilidad de contar con la protagonista, el director se decidió a ocupar él mismo su lugar en la escena, algo que a veces sucede, claro que no como en este caso, en el que prácticamente la sustitución en los movimientos previstos se convirtió casi en una auténtica suplantación, con pretendidas reminiscencias de un pasado lírico glorioso.

Maria CallasGTRES

Para empezar, aquel tipo decidió ensayar la gran escena de salida de la soprano: se hizo con un gran ramo de flores y se encaramó a lo más alto de la escalinata dispuesta sobre el escenario para luego comenzar a descender, paso a paso, con gráciles movimientos, según él, calcados a los de la gran Maria Callas, con la cual aseguraba haber trabajado (quizá como figurante) en otros tiempos más felices. La forzosa majestuosidad de sus evoluciones, la hilarante figura y su gestualidad exacerbada, le aproximaban más a una suerte de Groucho Marx. Más tarde ya vendría el dúo con la mezzo, y ahí fue cuando esta detuvo la prueba por un instante. De buenas maneras, le dijo al director que por favor ¡no cantara la parte de la otra intérprete!, porque de ese modo, escuchando aquella extraña, apasionada pero desafinada salmodia, cada vez más intensa, ella se perdía. Fuera de eso, no habría ningún incidente reseñable, hasta el propio día del estreno.

Al entrar en la estancia de la mujer, la encontré en ropa interior (en otras circunstancias, la visión de aquella hermosa hembra hubiese constituido un regalo para la vista), encaramada sobre una silla, recogida sobre sí misma, en posición fetal. No dejaba de llorar y, cuando me vio, casi se arrojó en mis brazos buscando algo de comprensión y balbuciendo que, en ese estado, no se veía con fuerzas ni ánimo de salir a cantar. Rápidamente le pregunté el motivo del disgusto. La belleza eslava poseía una larga melena lacia hasta el final de su espalda. Con aquel esplendor capilar, se había decidido que en lugar de peluca se usase su pelo natural. Solo precisaba que se lo ondularan convenientemente, dándole al peinado la forma requerida. Y así lo hicieron.

Pero por el camino surgió alguna complicación. Un tocado, o unos rulos traicioneros, que se le enredaron en aquella delicada maraña… las prisas, su inminente primera salida al escenario... Total que, alertado por el jaleo en peluquería, el director se presentó por allí y decidió hacer como mi amigo, el difunto conde Luciano Canzoni-Sforza, que siempre acudía a los mejores restaurantes provisto de una buena tijera: a lo largo del almuerzo o la cena, se fijaba en algún cliente; más tarde se levantaba de su asiento, se encaminaba hacia el elegido y, sin previo aviso ni mayores explicaciones, le aplicaba un tajo en la corbata.

Este aristócrata italiano murió no hace mucho, de alguna complicación con su castigado hígado, creo recordar, en lugar de sucumbir a una buena paliza: entre gente distinguida nunca se tercia la violencia, otra cosa le hubiese ocurrido seguramente de practicar su habitual «performance» en cualquier tugurio de la periferia romana, aunque en estos lugares no suelen apreciarse muchas corbatas.

Como si lo imitara, el regista también hizo lo propio, pero cortando una parte de la abundante melena de la intérprete, hasta provocar su desconcierto, el llanto y la lógica ira. La desconsolada artista me explicó que aquel cabello era el fruto de largos años de esfuerzos y notables cuidados, y que aquel patán había decidido despojarle de una parte del mismo sin la menor consideración ni respeto. Así que con aquel disgusto era imposible para ella pensar si quiera en cumplir su compromiso. Las lágrimas nublaban su intensa mirada verdosa, mientras yo intentaba buscar un rápido remedio que atajase el problema centrado en un único objetivo: salvar aquella función del caos imprevisto de la cancelación.

Las soluciones más inesperadas surgen durante las crisis

A veces las soluciones más inesperadas son las primeras en acudir a la mente. Sin saber muy bien porqué, recordé que durante aquellas semanas de ensayos no me había pasado desapercibido un detalle: en sus ratos de asueto, la mujer no le hacía ascos al alcohol, ni mucho menos. O eso proclamaba ella, con alguna invitación nunca atendida por falta de tiempo más que de ganas. Así que una bombilla se encendió súbitamente para mí. Solicitando su paciencia, me ausenté un momento. Frente a la puerta de artistas había un pequeño bar, más próximo que la propia cafetería del teatro desde aquella ubicación.

Fui hasta allí y pedí que me sirvieran rápidamente un whisky doble en un vaso de plástico. Regresé con la bebida todo lo deprisa que pude, intentando que no se derramara, y le dije a la mujer que se la tomara sin rechistar. Al principio puso cara de sorpresa, pero de inmediato se la aplicó de un solo trago. Al momento, por el sonido de retorno del camerino, se apreció el inicio de la primera gran escena de la protagonista de la ópera. «Sube o te lo perderás», casi me ordenó. «Yo no me voy de aquí hasta que estés bien y me digas si vas a cantar o no». No hicieron falta más palabras. Me abrazó indicándome con la mirada que todo se iba a arreglar.

La velada transcurrió sin más contratiempos constituyendo un éxito, también para aquella mezzosoprano, que recibió las calurosas ovaciones del público en los saludos finales, e incluso alguna crítica favorable. Cuando apareció sobre el escenario, completamente concentrada, nada podía hacer pensar en el otro drama que a punto había estado de fraguarse en la «sala de máquinas», donde a menudo pasa todo lo que realmente posee interés.

Transcurrido el trámite de la cena posterior para celebrar el triunfo de la «première», entre risas, promesas de futuras actuaciones nunca atendidas y homenajes varios, llegó el momento de la despedida, hasta la siguiente función. Al salir del restaurante, camino ya de su hotel, aquella mujer me agarró del brazo, dándome las gracias «por haberla atendido tan bien y de paso salvar la representación». «No», le dije, «no me las des a mí; en todo caso, habría que dárselas a Johnny Walker».