De Aranjuez para la eternidad
Tres compositores han regresado estos días a la actualidad, George Benjamin, Wolfgang Rihm y Joaquín Rodrigo, este último autor de una de las obras más populares y reconocidas en todo el mundo del repertorio español, el Concierto de Aranjuez
Salvo que se apelliden Beethoven, los compositores, en general, suelen interesar más bien poco a quienes sienten por la música un aprecio superficial. La curiosidad es una virtud escasa, pero tampoco vamos a juzgar aquí a quien, un suponer, decidiera dedicar toda su atención durante el resto de sus días únicamente a la obra del genial creador de la Appassionata, una pieza tan hermosa para Lenin que debía evitarla en la medida de lo posible, según reconocía él mismo.
Ocupar su cabeza con sonidos que le revelasen la auténtica capacidad del ser humano para crear belleza, le apartaría sin remedio del objetivo primordial: matar a cuantos más enemigos de la Revolución fuese posible, una tarea ardua que exigía plena dedicación y entrega exclusiva, sin tiempo para otras vanas distracciones mundanas.
Maduro parece, en cambio, adicto al reguetón, y ahí seguramente se producirá el efecto contrario al que el presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo de la URSS perseguía evitar absteniéndose de frecuentar a Beethoven.
A Riccardo Muti, llegar a penetrar en ese enigma insondable que constituye la Missa solemnis beethoveniana le ha llevado más de medio siglo
Recuerdo que hace unos años leí unas declaraciones de un director extraordinario (también depende en qué repertorios se nos ocurra: su Verdi resulta mortífero), Nikolaus Harnoncourt, mediante las cuales afirmaba que, a fin de cuentas, las obras musicales auténticamente relevantes, y por tanto indispensables (algo que también podría aplicarse a la literatura o al arte), consistían solo en un puñado; y que él no veía ningún problema en regresar siempre, una y otra vez, sobre las mismas. Intentar escudriñar su esencia y misterio, abarcar todas sus delicias, podría suponer fácilmente el empeño de varias vidas.
A Riccardo Muti, llegar a penetrar en ese enigma insondable que constituye la Missa solemnis beethoveniana le ha llevado más de medio siglo, y solo al final del viaje se decidió a interpretarla, sin limitarse simplemente a leer lo que está impreso en la partitura, si no intentando eso mucho más difícil de descubrir más allá del significado oculto detrás, no ya de cada nota, pero de los silencios que a veces resultan incluso mucho más esclarecedores.
Toda esta monserga viene a cuento porque estos días se ha hablado de tres compositores con un espacio algo más abundante que el destinado casi siempre a los intérpretes, verdaderas estrellas del panorama musical que construyen sus reputaciones gracias a su inevitable poder mediador. En realidad, estos últimos actúan como carteros limitándose a transmitir las ideas de otros para llevárselas cordialmente a su destinatario.
Aunque en ese proceso, el propio acto de la entrega de la misiva, a través de un calculado ceremonial, el envoltorio, con sus voluptuosos lazos, encajes y atractivos dibujos suele convertirse en algo más importante a ojos y oídos del espectador. Una circunstancia que a veces no se daba ni con Mozart ni con Beethoven en su tiempo, puesto que ambos eran destacados pianistas y, por tanto, podían ocuparse ellos mismos de trasladar sus propias creaciones al público, sin tener que recurrir al concurso de intermediarios.
Un reciente premio español para el británico George Benjamin
Como digo, en las últimas semanas han ocupado cierto espacio en los medios (por supuesto, irrelevante frente a las últimas hazañas deportivas), tres autores de acuerdo con distintos motivos.
De George Benjamin se han publicado varias entrevistas extensas a raíz del premio que una entidad bancaria española le ha concedido a este autor británico de distintas óperas, como la interesante Lessons in love and violence, programadas con cierto éxito en algunos de los principales festivales y teatros del mundo. Este título incluso se ofreció en España, en el Liceo barcelonés, en 2021, bajo la batuta de Josep Pons. Eran tiempos pandémicos, y quizá por eso pasó algo más desapercibido.
Pero no nos engañemos. En ningún caso se ha asegurado, estos días, que de alguna de las muy ponderadas creaciones líricas de Benjamin se hubiese tenido noticia de que algún espectador abandonara el teatro silbando uno de sus temas.
Estos «grandes éxitos» en realidad suelen serlo para una parte muy relativa del público asistente y varios críticos, los más informados, siempre prestos a distinguir entre «la música para el entendimiento» y la que es solo para la oreja.
Con pocas semanas de diferencia, después nos hemos enterado del aún reciente fallecimiento del compositor alemán Wolfgang Rihm, a través de varias de las necrológicas que han venido publicándose estos últimos días. Autor de un catálogo muy diverso, con más de quinientas obras que abarcan casi todos los géneros imaginables, en el Teatro Real madrileño, se pudo ver, en 2013, durante la época de Gerard Mortier, su muy alabada por la crítica La conquista de México.
Para mí este título, más allá de su valor musical, muestra un atributo esencial que convendría resaltar, y no poco, estos días de histéricos pronunciamientos contra las visiones supuestamente «colonialistas» propiciadas por varios museos, siempre al albur de necias consignas que suelen alimentarse en ambientes académicos (esos sí, ampliamente «colonizados» por la influyente tribu del progresismo) de otras latitudes para luego replicarse entre nosotros sin que previamente se observe ningún análisis crítico, como parte de una marea inevitable que amenaza con arrasar cualquier vestigio de cordura.
Wolfgang Rihm, un alemán más allá de la «Leyenda negra»
La obra de Rihm, en parte basada en textos del genial Octavio Paz, huye de negras leyendas para ofrecer una visión sosegada, racional, desprejuiciada acerca de las extraordinarias contradicciones surgidas a raíz del encuentro entre dos civilizaciones bien distintas, en momentos muy diferentes de su historia: un imperio en decadencia, representado por la figura trágica, dubitativa de Montezuma, y otro en franca expansión, con el heroico Cortés, también esclavo de sus propias dudas, obligaciones y complejos, como su figura más representativa (algo que quizá podría trasladarse hoy a las relaciones entre la declinante EE.UU. y el enérgico, vigoroso poder expansivo de China).
Aquí el autor, hombre de vasta cultura, huye de visiones maniqueas, de ese modo de ver e interpretar situaciones complejas tan del estilo, en ocasiones, del mundo occidental (como afirmaba el propio poeta Paz), el del «esto o aquello», optando mejor por el modo de proceder oriental, el del «esto y aquello», incluso el de «esto es aquello», en un intento de comprensión, de captar y poder incluso llegar a identificarse con otras realidades.
En cualquier caso, tampoco hemos tenido aviso de que el público, siempre atento (pese a quienes les gusta tildarlo de conservador y rancio porque sí, solo por darse el capricho) que asistió a aquellas representaciones en el Real saliese del coliseo madrileño replicando la ardorosa «cabaletta» de Cortés o el penetrante arioso, de tintes patéticos, de Montezuma presintiendo su adverso destino. Para eso habría hecho falta seguramente un Verdi. Y ya se sabe, estamos en otros tiempos con sus exigencias de lenguajes más novedosos, capaces de reflejar los problemas e incertidumbres actuales del hombre contemporáneo (o sea, los de siempre).
Rodrigo, creador de una obra que sepultó a las demás
El tercer músico evocado estos días ha sido Joaquín Rodrigo, por cuanto acaban de cumplirse los primeros veinticinco años desde su desaparición. Me temo que el recordatorio de esta fecha ha sido menos celebrado, en general, que las referencias mencionadas a sus colegas Benjamin y Rihm en los medios españoles. Quizá sea ese el precio a pagar por la popularidad que la obra del autor nacido en Sagunto, en 1901, alcanzó durante su propia vida e incluso más tarde, algo poco frecuente cuando se trata de un compositor que llevó a cabo su creación durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX. ¿Volver a hablar ahora, otra vez más, de su archifamoso Concierto de Aranjuez…?
Posiblemente también le habrá pasado cierta factura el hecho de que Rodrigo regresara de París, donde precisamente concibió su obra más famosa, justo al concluir la Guerra Civil, en 1939. Para algunos, ese retorno sirvió para declararle una suerte de «colaborador», requerido y premiado por Franco con buenos empleos y numerosas distinciones. Lo de siempre. Si hubiera permanecido en Francia, donde su trabajo era muy apreciado por colegas de renombre como Paul Dukas, hoy sería aclamado como un héroe y su legado, seguramente, merecería una consideración más profunda; además de que el Concierto de Aranjuez se asimilaría a un Guernica, adornado con todo tipo de asociaciones interesadas, más o menos fantasiosas, pero plenamente ajustadas al oportuno «relato».
«En la melodía reside el encanto de la música, y es lo más difícil de producir». No, no lo dijeron Burt Bacharach ni Henry Mancini, tampoco Manuel Alejandro, que podrían haber sido los autores de tal afirmación. En realidad, pertenece a Haydn… Pero ¿qué otra cosa se supone que podría asegurar un compositor del siglo XVIII? De hecho, su contemporáneo Mozart escribió algo parecido: «La melodía es la esencia misma de la música. Cuando pienso en un buen compositor de melodías lo comparo con un buen caballo de carreras. Un contrapuntista tan sólo es un caballo de posta».
Vayamos al siglo XX. Stravinski (por cierto, en su tiempo considerado en su propia patria rusa como «un lacayo del imperialismo internacional», en su caso por no «colaborar») sostenía que la «melodía es lo que sobrevive a cualquier cambio de sistema». O sea, que no es cosa de este o aquel tiempo: mantiene su vigencia sobre épocas y estilos. Mientras, por aquellos mismos días, el renombrado director de orquesta sir Thomas Beecham (el de las estupendas Bohème y Carmen que registró con él, en disco, la soprano Victoria de los Ángeles) animaba a los compositores a «escribir melodías que los chóferes y los chicos de los recados puedan silbar (…) es la única cosa de la música que el gran público realmente entiende».
Conviene distinguir: el declarado lirismo que se encuentra en mucha de la música de Rodrigo no tiene nada que ver con lo plebeyo, con una complaciente búsqueda del éxito efímero, acomodaticio o fácil. Su raíz, a veces popular, deudora de las esencias de los grandes autores del Siglo de Oro, se exhibe dentro de unos cauces expresivos que tienden al reflejo aristocrático, pero siguiendo su propio, reconocible estilo, sin concesiones a los dictados de la supuesta vanguardia musical.
Miles Davis y su versión del célebre adagio para el jazz
Nada tiene que ver el hallazgo del adagio del Concierto de Aranjuez con algunos de los arreglos espurios que luego se realizaron del mismo. Por ejemplo, el autor se opuso al que Gil Evans y Miles David propiciaron para su espléndido álbum, Spain Sketches, sirviéndose del reconocible tema esbozado por el corno inglés para enriquecer el conjunto con sugerentes aportaciones de nuevos instrumentos, tímbricas diversas. Ahí se equivocaba Rodrigo, esa contribución al universo del jazz, filtrado a través de lo que ambos artistas consideraban como flamenco, resultó una curiosa genialidad unánimemente reconocida, sin menoscabo de la partitura inspiradora. Lejos de vulnerarla, la ensalza con inesperados matices.
Y de la canción a que esta misma pieza dio lugar, Aranjuez, mon amour, se conocen versiones muy logradas (que seguramente le proporcionaron buenos dividendos a Rodrigo, uno de los pilares de la SGAE): desde la que grabó Richard Anthony hasta las realizadas por la estupenda cantante finlandesa Seija Simola; la reina del fado, Amalia Rodrigues, o Andrea Boccelli con Lorin Maazel.
Aquella melodía que situó a Rodrigo entre los raros compositores populares, de los llamados «clásicos», refleja al pie de la letra lo que Arthur Honegger sostenía sobre las más altas formas melódicas, «algo semejante al arco iris, que se eleva y desciende sin que uno pueda decir en ningún momento: “Como ves, ahí vuelve el fragmento B, y más allá al fragmento B».
Su inmediato, inapelable poder evocador trasciende la forma. Su único pecado, que habría servido para opacar al resto de la ingente producción del creador valenciano, que «solo» compuso un tercio de lo que nos legó Wolfgang Rihm, unas 170 piezas en las que también se puede encontrar de todo, desde la ópera, El hijo fingido, hasta otras composiciones concertantes (para piano, violonchelo, violín), numerosas contribuciones individuales para la guitarra y el piano y sus a veces demasiado olvidadas canciones (Victoria de los Ángeles y Teresa Berganza solían interpretarlas en sus recitales), varias sobre poemas de Antonio Machado, Rosalía de Castro y Juan Ramón Jiménez. Lo cual no deja de ser cierto que, gracias al tremendo impulso de su Aranjuez, algunos se interesarán por llegar a conocer, al menos, una parte de todas las diferentes, valiosas contribuciones que Rodrigo hizo a la música.
Caerán los siglos y nuevas partituras y las más apreciadas de sus otros dos compañeros, en el caso de algunas de las reconocidas óperas de Rihm y Benjamin, probablemente serán rescatadas por las programaciones de los grandes teatros, haciéndole momentánea compañía a las distinguidas contribuciones al género de Monteverdi, Mozart, Rossini, Verdi, Puccini y Strauss.
Pero al mismo tiempo, incluso los tik-tokers del futuro volverán a poner de moda, en algún momento, el adagio del Concierto de Aranjuez mediante su difusión en versiones techno de ritmos machacones, inútilmente despojadas de melancolía. Mientras, en las salas de concierto los futuros guitarristas seguirán interpretándolo una y otra vez, tal como fue concebido, como parte de las programaciones sinfónicas repartidas por los auditorios todo el mundo.
Nadie silbará fragmento alguno de La conquista de México. En cambio, es muy probable que la melodía asociada a la localidad madrileña para toda la eternidad continúe encontrando su camino sencillo, directo y seguro hacia ese lugar indeterminado donde anidan las emociones.