Beethoven y sus más de cien canciones célticas
«Bryn Terfel & Carlos Núñez: Celtic Beethoven», como se titula la propuesta, supone una placentera inmersión en uno de los aspectos menos trillados del autor de «Fidelio»
El barítono británico Bryn Terfel y el gaitero español Carlos Núñez exploran en un reciente espectáculo una parte del enorme, rico, fascinante y poco divulgado catálogo de canciones galesas, escocesas e irlandesas que compuso el autor de la célebre Novena Sinfonía.
Frank Sinatra se pilló un resfriado y Gay Talese ya nunca pudo entrevistarle, aunque la anécdota le sirviese al escritor para concebir una obra maestra del periodismo moderno. Sir Bryn Terfel también estaba constipado el día de su gran compromiso gallego, pero el dominio de la técnica le permitió ofrecer el único Falstaff, su rol fetiche, curtido en los mejores escenarios, que hasta el momento ha cantado en España.
Fue en 2016, en La Coruña, y más allá de sus propias armas, el renombrado barítono-bajo galés se sirvió esa vez de otro remedio en ocasiones infalible cuando se trata de burlar a los traicioneros virus: pocas horas antes de la función, decidió zambullirse sin complejos en las frías aguas de la bahía, a escasos metros del enclave sobre el que aún se alza majestuoso el más antiguo faro romano en activo; ese mismo lugar donde «el viejo rey Breogán de la fábula céltica encendía hogueras de guía sobre el mar», como sugiere Cunqueiro.
Y quién sabe si durante aquellos días transcurridos en la calma engañosa de la ciudad atlántica ya le hubiera surgido la idea de algún tipo de conexión céltica, que vinculase a este sitio con sus orgullosos orígenes galeses y esa otra orilla del Vidal Bank donde, por siglos, han pescado las flotas gallegas como natural prolongación de sus rías. Él mismo me había trasladado que en estas tierras se sentía extrañamente como en su propia morada galesa, pero no como formalismo o mero cumplido por halagar a los anfitriones: más allá del paisaje era una sensación muy honda e intensa; un sentimiento personal y espontáneo.
Lamentablemente los afanes por poner en pie aquella producción, como tampoco la precipitada última cena, nos permitieron hablar entonces, largo y tendido, de aquellos navegantes celtas que, partiendo desde la orilla misma de la Torre milenaria, habían emprendido todo tipo de viajes hasta Irlanda. Pero él, hombre curioso, cultivado e inteligente, seguramente advirtiese ya otras posibles conexiones. Lo que no resultaba tan claro, al menos en ese momento, era el espacio que Beethoven ocuparía en todo ello.
Tras las huellas celtas del compositor alemán
En 2020 estaba previsto que se celebrase el 250 aniversario del nacimiento de Ludwig van Beethoven, con distintas conmemoraciones por todo el mundo. Y aunque la pandemia desluciera la efeméride, aun así llegaron a proponerse algunas cosas interesantes. El músico popular vigués Carlos Núñez, por ejemplo, compiló un programa en el que él, junto a algunos de sus más estrechos colaboradores, interpretarían nuevos arreglos concebidos sobre el ingente grupo de canciones que el compositor alemán creó durante un largo periodo de su vida, sobre temas populares fundamentalmente irlandeses, escoceses y galeses (más adelante también se inspiraría en un par de melodías españolas y otra portuguesa).
Algo corto de recursos, Beethoven aceptó durante diecisiete años, entre 1803 y 1820, los diferentes encargos que le propuso un editor británico, George Thomson, para arreglar todas las canciones que él mismo se había encargado de reunir a través de distintas fuentes: en general, se trataba de temas de origen popular, melodías que un artista avezado podía armonizar convenientemente y sirviéndole al empleador, más adelante, para surtir la creciente demanda de esa burguesía que mucho antes de que existiera TikTok se entretenía interpretando música en sus hogares, a veces en reuniones con amigos y relacionados.
Anton Felix Schindler, colaborador y amigo de Beethoven, comentó algo acerca de esta faceta menos conocida de la producción del autor, aunque supere ampliamente, por ejemplo, al conjunto de todas sus célebres sonatas para piano. «Hacia el año 1815, nuestro músico empezó a ocuparse de arreglar canciones escocesas. Sabemos por la correspondencia entre Beethoven y el recopilador de estas canciones, George Thomson de Edimburgo, que Beethoven arregló más de un centenar de estas. El grupo de veinticinco canciones para voz solista con acompañamiento de piano, violín y violonchelo, publicado por Schlesinger de Berlín como Op.108, es solo un extracto de la colección completa que se publicó en Inglaterra. En cualquier caso, parece que este trabajo ligero y relajante le llegó muy a punto al maestro, pues tuvo lugar durante un periodo de tensión emocional cuando no se sentía capaz de esfuerzos creativos agotadores». Al final, resultó más tiempo del que el propio Schindler apunta, y el origen del material también hundió sus raíces en Irlanda y Gales. Ni siquiera las guerras europeas de aquella época turbulenta hicieron cesar las encomiendas, que a veces se demoraban hasta dos años en llegar a su destinatario final por culpa de esos mismos conflictos.
Un grupo de canciones populares, pero realzadas por un mano maestra
Con el tiempo, este ingente grupo de canciones ha despertado la curiosidad de distintos cantantes, como la eximia soprano española Victoria de los Ángeles, que llegó a registrar varias de ellas, o más recientemente el tenor británico Ian Bostridge. Existe además, entre otras aproximaciones, un curioso disco que recoge hasta diez de estas, a cargo de un conjunto llamado Accademia Monteverdiana, bajo la dirección de Denis Stevens, un musicólogo formado en Oxford, que luego impartiría clases en las universidades de Columbia y California, además de publicar varios libros y formar esta agrupación, con la que grabó música de autores que abarcan desde el Renacimiento hasta el siglo XIX. En unas notas de su propia cosecha, el propio Stevens se refiere a estas canciones como plenas de «encanto y genio en una forma artística del todo infrecuente. La esencia de la canción popular permanece, pero su simplicidad está tocada y realzada por una mano maestra».
Precisamente, esa labor de «realce», que refleja la indiscutible personalidad de Beethoven en detalles como la escritura instrumental, ocasionó algunos quebraderos de cabeza al empresario Thomson, que buscaba mayormente canciones fáciles de interpretar por una clientela de aficionados sin los recursos técnicos de un notable especialista. Pero aun así siguió confiando en él quizá porque anteriormente, Haydn, su primera opción, se había cansado ya de aquella colaboración.
En algún momento reciente, los intereses de Carlos Núñez y Bryn Terfel confluyeron, y una parte de estas canciones han servido además para que ambos hayan unido ahora sus bien acreditados talentos, en sus campos respectivos, procurando una fusión de enorme interés. Encargando nuevos arreglos para algunas de estas piezas a Benoît Menut y Pierre Chépélov, han concebido un espectáculo que, de momento, ya se ha visto, por ejemplo, en esa maravilla gótica que es la catedral de Saint-Denis, muy cerca de París, donde están enterrados la mayor parte de los reyes franceses. El concierto, celebrado en junio, contó con la participación de la Orquesta Nacional de Bretaña, bajo la batuta de Grant Llewellyn, y tiene prevista su continuidad en una gira con ramificaciones que llegan lógicamente hasta Austria entre otros países (en España, curiosamente, tierra fértil para festivales de música veraniegos, casi todos iguales, parece que nadie se ha enterado de momento).
La inesperada relación con la jubilosa «Séptima sinfonía»
«Bryn Terfel & Carlos Núñez: Celtic Beethoven», como se titula la propuesta (Núñez ya había grabado un álbum titulado «Celtic sea» y Terfel otro, «Sea songs», inspirado en tonadas marineras de las costas de Bretaña, Irlanda, …) supone una placentera inmersión en uno de los aspectos menos trillados del autor de «Fidelio», que ilumina además inesperadas relaciones entre algunas de estas canciones, que van desde la revelación amorosa y el desengaño que a menudo le sigue hasta las jubilosas exaltaciones báquicas, con algunas de las obras consideradas mayores del genio. Así ocurre, por ejemplo, con «Save me from the grave and wise», en la que fácilmente se reconocerá su «Séptima sinfonía», esa «apoteosis de la danza» como la llamaba Wagner (que incluso se animó a bailar unos pasos mientras Listz la interpretaba en el piano).
La exultante recreación de esta pieza resulta uno de los instantes álgidos de una cita que mide perfectamente la intensidad de su alcance, promoviendo una suerte de «crescendo» emocional desde la sencillez de las canciones más recogidas e intimistas hasta ese desenfreno final que provoca la espontánea aparición de las palmas batidas a ritmo por el público durante su interpretación, a modo de festiva conclusión, como ocurrió en la citada basílica.
Como animal escénico que no conoce de limitaciones ni corsés, lo mismo le sirve una producción operística que el claustro de una abadía, a Terfel, sutil orfebre de la palabra, se le nota encantado siempre que actúa, porque destila música por todos los poros de su generosa anatomía, pero más si cabe cuando a veces puede cantar en gaélico, el idioma de su infancia en la granja familiar. En la colaboración con el gaitero (celta es la gaita) y flautista Carlos Núñez, que también incorpora por su parte al percusionista Xurxo Núñez, ambos muestran una compenetración que va más allá del mero acto musical, y que seguramente tiene que ver con esas hondas raíces comunes, compartidas, forjadas en eternas navegaciones de ida y vuelta entre las costas atlánticas.
Solo faltaba una musa. Pero hasta para eso Cunqueiro muestra el camino. Cuenta el escritor gallego, en una de sus «Fábulas y leyendas de la mar», que «en el año 999 de nuestra era una flota irlandesa hizo un viaje submarino. A mil pies de profundidad encontraron a unos peces dorados que guardaban, posada en una roca del fondo, el arpa de un gran músico de antaño, quien, yendo en barca a una romería, había naufragado. De vez en cuando, alguno de los peces, con su cola, hacía sonar el arpa. Cosas de aquellos días soñadores», remata el autor de «Un hombre que se parecía a Orestes». Aquí el arpa, incorporada a los nuevos arreglos musicales para las catorce canciones escogidas, se escucha a través del instrumento céltico de la experta Hannah Stone, la encantadora pareja de Terfel. De ese modo, además, se crea una atmósfera aún más íntima, si cabe, quedando todo en casa.