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César Wonenburger

El monumento que Beethoven erigió a la fidelidad y la libertad abre la temporada lírica

La Orquesta Nacional ofrece este fin de semana dos únicas funciones de Fidelio, la única ópera de Beethoven, su obra más querida, con todas las localidades agotadas

'Fidelio' es la única ópera de Beethoven y una de sus obras más queridasGTRES

A veces no es necesario apelar al magnético encanto de las estrellas. En el reparto del Fidelio que este fin de semana inaugura la nueva temporada de la Orquesta Nacional no se encuentra ninguna, pero ha parecido bastar con que se trate de la única ópera que compuso Beethoven para que el público agotara las entradas con antelación.

Serán dos únicas funciones, hoy y el domingo (Auditorio Nacional, 19.30), con una versión que se anuncia semiescenificada a cargo de la directora Helena Pimenta. De este modo, se inaugura el curso lírico madrileño, que en los próximos meses discurrirá primordialmente entre la oferta de los teatros Real, de la Zarzuela y del Canal, el Centro Nacional para la Difusión de la Música y fundaciones como la March.

Aquí el gancho lo sugiere el título. Fidelio no suele representarse en tantas ocasiones como otros menos logrados, lo que suma interés: se precisa de un conjunto sinfónico y un coro bien preparados, además de una batuta enérgica y esclarecedora, capaz de llevar a buen puerto una obra cuya fuerza dramática reside más en la tensión y plasticidad del discurso musical, y el poder expresivo de las voces, puestos al servicio de la clarividencia de un mensaje que sirve para todas las épocas, que en su limitada intensidad teatral.

La «corona de mártir» del compositor de la Novena sinfonía

Beethoven se refería a su único intento lírico como su «corona de mártir». No en vano su creación, durante al menos dos años, le procuró no pocos pesares: tras su fallido estreno en 1806 como Leonore, hubo de rehacerla al menos en otras dos ocasiones.

Debió lidiar con el incordio de la censura de su época e incluso con la incomprensión de una parte del público, la más numerosa (y la que a él menos le interesaba), que no acogió sus novedades con el mismo entusiasmo y fervor que le había dispensado a las de otros autores como Cherubini, al que el compositor alemán consideraba uno de los mayores, más geniales autores de dramas musicales.

Y a pesar de todo, y de que nunca más se le ocurriría volver a escribir otra ópera, algo en su Fidelio apelaba directamente a su fibra más íntima, ya que en sus últimos días, Beethoven, repasando sus logros artísticos, lo consideró entre los mayores, quizá su favorito junto a la Missa Solemnis.

Pensaba que en el futuro se podría entender mejor: un poco a la manera de Mahler con sus sinfonías, se le antojaba que su tiempo aún estaba por llegar, cuando su apasionada defensa de la libertad, que en buena medida ahondaba en los postulados de Roussseau («el hombre nació libre, y en todas partes se encuentra encadenado»), aún debía calar en sociedades más habituadas a las imposiciones del despotismo.

Una ópera actual en cualquier época, pasada o presente

Desde luego, se me ocurren pocos títulos tan propicios para intentar entender algunos de los asuntos que ocupan los noticieros, y las conversaciones de sobremesa, en estos tiempos turbulentos: desde el auge y constante reivindicación de todo lo que atañe al universo femenino (que con pulso inexorable va copando cualquier manifestación de tipo cultural, desde las canciones populares hasta los últimos textos teatrales), como la necesaria lucha contra los vicios del poder absolutista, ejercido no solo en tiranías sin tapujos como las que hoy predominan en gran parte del mundo: las satrapías del Golfo o los simulacros democráticos de Venezuela…, también en algunos lugares más próximos y conocidos.

«Amar la libertad por encima de todo. No ocultar jamás la verdad, ni siquiera ante el trono». Con esas premisas como ideario inserto en su faceta más pública, la de compositor, Beethoven quizá pretendió que una obra concebida para la escena, siguiendo el elevado modelo griego, debía poder encarnar si no todos, al menos, algunos de esos mismos valores: lo que no se lograra por medio de la política debía poder exponerse con toda claridad y precisión en el ágora del teatro, aunque fuese a través de personajes más simbólicos que reales, portadores de ideas regeneradoras.

Quizá dicho así parezca que el compositor sólo veía en la ópera una oportunidad para transmitir parte de su pensamiento, las ideas propias surgidas en los próximos tiempos de la Ilustración. Y si el contenido para él era, en este sentido, lo primordial, la forma no lo era menos.

Si debía medirse con las grandes creaciones de Monteverdi, Gluck o Mozart, el empeño tenía por fuerza que reflejar un novedoso modo de expresión que reflejara su propio sello inconfundible: una aportación particular a la difusa ópera alemana.

No había llegado al género para contentarse con seguir los patrones establecidos hasta entonces, aunque en la práctica debiera adecuarse a algunos de los modelos previamente establecidos.

La controversia con Mozart, ¿germen de su obra?

En lo que respecta a su venerado autor de La flauta mágica («siempre me he contado entre los mayores admiradores de Mozart y seguiré siéndolo mientras me quede un hálito de vida»), el reciente libro del poeta andaluz, Jacobo Cortines, mantiene una tesis no por ya esbozada entre otras voces y otros ámbitos menos interesante, y sobre todo bien documentada.

Afirma el también académico, en Los acordes de Orfeo (Ed. Fórcola, 2024), que Beethoven compuso su Fidelio a modo de réplica al Don Juan mozartiano, del que detestaba la inmoralidad asociada a la conducta de su protagonista, encarnación de la irrefrenable búsqueda del placer como único sostén y guía de la existencia.

Por contra, la Leonora beethoveniana, personaje esencial de la ópera, opondría a un espíritu diabólico un ser angelical, digno representante del deber del «fiel amor conyugal».

Huyendo de las convenciones de la ópera italiana, pero sobre todo de sus argumentos pretendidamente banales a su parecer, el cosmopolita Beethoven pareció hallar en la moderna Francia algunos de los aparentemente elevados ejemplos que él adoptaría como punto de partida para su ópera.

Encontró inspiración en su admirado Cherubini, cuya Les deux journées ofrecía una «llamada a la Humanidad» envuelta en armonías refinadas. Pero sobre todo posó sus ojos sobre Leonora o el amor conyugal, otra ópera de Pierre Gaveaux concebida sobre un libreto de J. N. Boully, que le aportaría el argumento para su singular concepción dramático-musical.

Una acción que se desarrolla en la Sevilla del XVII

En buena parte los afanes censores terminarían transformando la inicial Leonore en Fidelio, que trasladó su acción desde la Francia revolucionaria hasta el siglo XVII español: la Inquisición, o el contexto en el que esta operaba, parecía un enemigo más del gusto de cualquier buen europeo familiarizado con la «leyenda negra».

Si Florestán, el protagonista masculino, permanecía prisionero en una oscura mazmorra sevillana por las intrigas de unos oponentes ocultos, encarnados en la figura maléfica de don Pizarro, que le quería muerto, resultaba algo menos controvertido que un ajuste de cuentas entre dignos representantes de la Revolución, incapaces de cometer infames delitos entre ellos, solo interesados en fomentar el ideal de «igualdad, libertad y fraternidad».

A través del magno ejemplo de una mujer, Leonora (travestida como Fidelio para poder cumplir así el objetivo de salvar a su marido de una ejecución inminente), muestra el arrojo y la determinación tradicionalmente asociados a los héroes masculinos.

Pero Beethoven no solo aspiraba a ofrecer una ideal visión del amor, la exaltación más pura y trascendental del compromiso como réplica a las frivolidades que atribuía más que a Mozart, a su leal libretista, el licencioso Lorenzo da Ponte, buen amigo de Casanova.

Sobre la apariencia del imponente fresco, directo y enérgico, erigido a la fidelidad como máxima virtud en la pareja llevada hasta sus últimas consecuencias, el impulso primordial capaz de vencer a cualquier obstáculo, la «ópera sevillana» del autor, que en su estreno madrileño, en el Teatro Real, pasó desapercibida ante la indiferencia del público, y en Londres se presentó por primera vez con una protagonista española (la excelsa María Malibrán), Beethoven puso en pie una obra de una modernidad absoluta.

En cierto sentido, abrió una nueva senda para el drama musical germano, a partir de su segundo acto, incidiendo como mensaje en la raíz más noble y sencilla de sus creencias: «Considéreme como un afectuoso amigo de los hombres que sólo quiere el bien allí donde sea posible».

Por una vez, el bien se impone frente al mal

Como pocas veces más adelante, al final de la ópera, tras el providencial anuncio de esa trompeta que casi inmediatamente desencadenará la euforia entre quienes ya pensaban que su futuro quedaría sepultado entre las sombras de la barbarie, el bien se impone por una vez frente al mal, los efectos perversos de la tiranía ceden ante el impulso insuperable de quienes no dudan en defender la libertad hasta con su propia vida, si resulta preciso.

Si ahora, durante este fin de semana, David Afkham, al frente de los conjuntos nacionales como titular de la ONE, y los solistas invitados diesen con la tecla adecuada, por unos instantes, Beethoven lograría seguramente con su Fidelio que los presentes llegaran a creerse un poco mejores.

Y aunque el efecto se diluyese más pronto que tarde al abandonar el auditorio para sumergirse en la inevitable noche, quizá algo de su casi utópica defensa de esa fuerza incontenible, «la moral de los hombres», que se abre paso ante las iniquidades del poder, en todo tiempo y lugar, permita albergar aún alguna esperanza.