Pogorelich sigue escarbando en las tinieblas de la melancolía
El pianista de Belgrado, uno de los mitos musicales de los 70 y un poco más allá, volvió a presentarse en Madrid en su faceta más intimista e introspectiva
El otro día, al penetrar en la gran sala del Auditorio Nacional, los más tempraneros pudimos ver en el escenario a una suerte de personaje como el reflejo de la imagen característica de los sin techo, un tipo algo desaliñado, con un enorme gorro de lana calado hasta los ojos, en cuya figura algo desgarbada, vencida sobre las teclas del piano con un gesto como de abatimiento, logramos identificar a Ivo Pogorelich.
Al momento, aquel gigante con andares descompasados se retiró a la zona de camerinos, y a la hora del inicio del recital volvió a comparecer en el escenario de nuevo algo titubeante. Para la ocasión, ya había cambiado el informal atuendo de zapatillas por unos pantalones negros de franela y una chacabana blanca. Sujeta por encima del cuello, sin gran esmero, se había colocado una pequeña pajarita oscura, como si asistiera a un bautizo en el Caribe.
Un encuentro español, el del naufragio a bordo de Rachmaninov
Me acordé de la última vez que le había visto. Entonces decían que aún seguía muy afectado por el fallecimiento de su profesora de piano, mentora en las cosas de la vida y pareja sentimental, Aliza Kezeradze. Por eso apenas abandonaba el camerino donde permanecía en la más absoluta penumbra, como un vampiro temeroso de las luces del escenario, hasta la última llamada. En aquella ocasión, su lectura del «Concierto número dos» de Rachmaninov había resultado caótica, en un episodio parecido a aquel que vivió Glenn Gould en su legendaria versión del «Primero» de Brahms, junto a Leonard Bernstein.
Tampoco esta vez ni Pogorelich ni el maestro, un escasamente flexible director español, parecían haber alcanzado un consenso, durante los ensayos, sobre los tiempos escogidos, y la orquesta avanzaba con paso firme, aunque algo desconcertada, mientras el desdeñoso Pogorelich iba a lo suyo, únicamente interesado en paladear cada frase, estirándolas hasta el límite y totalmente despreocupado de hacer música juntos.
Fue un desastre. Pero bajo las ruinas de su pretérito esplendor, cuando las ninfas travestidas de estudiantes de piano aún intentaban burlar el cerco de bedeles para colarse en el camerino de aquel adonis que había convertido las portadas de sus discos para la Deustche Grammophon en recipientes de besos, en ocasiones, aún se asomaba el genio.
Aquel Rachmaninov demorado tenía su encanto y suscitaba debates que aún le persiguen estos días: ¿su capricho era el fruto de la maduración, de la personalidad singular, de una búsqueda atenta y pormenorizada a través de la cual había logrado darle la vuelta al añejo calcetín de toda la vida, o simplemente se trataba del testimonio de otra decadencia más, expuesta en público porque los genios, a veces, también pagan facturas?
Tanta subjetividad resulta a veces desconcertante, sobre todo cuando, aunque todas las notas estén ahí, se echa en falta la pura esencia
Durante la inauguración del «Ciclo de Grandes Intérpretes» que organiza Scherzo, la misma pregunta me acechó varias veces, asistiendo a la nueva comparecencia del pianista de Belgrado. ¿Se puede tocar de un modo más despojado a Chopin, eliminando ya no todo rastro de azúcar, si no hasta a convertirlo en otra cosa, ajena al espíritu asociado al compositor polaco, quintaesencia del romanticismo, como hizo en el irreconocible «Preludio en do sostenido menor, op. 45»? Se puede, claro que sí, otra cosa es que entonces el Preludio se convierta casi más en una obra del propio Pogorelich. Pero, ¿acaso no consiste en eso la «interpretación», en apropiarse y aportar algo distinto? Tanta subjetividad resulta a veces desconcertante, sobre todo cuando, aunque todas las notas estén ahí, se echa en falta la pura esencia.
La melancolía tiñó de una vaga tristeza los «Estudios sinfónicos»
Otro tanto podría afirmarse de los «Estudios Sinfónicos» de Schumann, a ratos difícilmente identificables ante tal despliegue de libertades: frases entrecortadas, tiempos dilatados, dinámicas alteradas…Aquí el final se vio coronado por un despliegue de notable poderío (el sonido brota con generosidad y presencia cuando lo requiere), quizá para suscitar el inmediato reconocimiento, que se ofrece siempre, y casi bajo cualquier circunstancia, al que fue ídolo en otra época. Las sombras de aquel Rachmaninov teñido de una íntima melancolía, un pesar interno indescifrable pero que casi podía palparse, también volvió a hacerse presente en este Schumann moroso e introspectivo, preñado como de intuidos pesares.
En esta última etapa de su carrera, a Pogorelich se le notan las ganas de apurar el trámite, aunque luego al sumergirse en las mismas partituras con las que estudiaba durante sus primeros años (y que parecen mantenerse lozanas pese al maltrato que les administra: las que no las utiliza casi las arroja al suelo) no consulte el reloj. Al iniciarse la segunda parte, volvió a desdeñar los aplausos para ir directamente a lo suyo y comenzar con una versión del conocido «Vals Triste» de Jean Sibelius, quizá aún más triste si cabe, para luego ofrecer, casi sin pausa (no abandona el escenario ni para beber), esas delicadas joyas que representan los «Seis momentos musicales, D. 780» de Franz Schubert.
Este final constituyó sin duda lo mejor de la cita. Pogorelich podía haberse desviado, en su línea, de esa apreciable vena lírica, los apuntes de alegría que aparecen aquí y allá latiendo entre sus compases a partir de la más pura expresión cantable, a ratos saltarina, otras más contenida, siempre noble. Sin menoscabo de esa denodada persecución de la melancolía que le marca en esta época, el pianista no pudo sustraerse aquí a estos y otros de los detalles que nos reconcilian a veces con la vida, a la gracia contenida entre sus páginas. El éxito en este punto fue rotundo, con las mayores aclamaciones siempre en procura de algún exigido regalo.
El Chopin de sus mejores tiempos volvió en la propina
El intérprete se puso en pie, después de haber buceado entre sus legajos, y rápidamente lanzó un imperceptible mensaje al auditorio para volver sobre sus pasos, sentarse en la baqueta e interpretar la única propina escogida, pero que para algunos valió por todo lo anterior. Aquí sí, de nuevo con el Chopin que en sus años mozos lo lanzó a la fama, pero mucho más inspirado que el del inicio, el del «Nocturno op. 62 número 2», con el que esta vez logró remover a los asistentes en sus asientos desplegando la emoción. Su versión, delicada, poética se mantuvo estrechamente ligada a la pureza de raíz belliniana: sutil, aérea, diríjase que hasta cálida y apasionada.
Las nuevas peticiones de más bises se verían zanjadas con un claro gesto que apenas admitía dudas: Pogorelich movió él mismo la banqueta situándola casi debajo del piano, y hasta aquí hemos llegado. Sin mayores despedidas, quizá volvió a sumergirse otra vez en esa gruesa penumbra donde le aguardaban su gorro rojo de lana y los inevitables recuerdos de otros tiempos más felices.