Una 'Marina' con exceso de adolescencia para inaugurar La Zarzuela
El principal teatro lírico de repertorio español volvió a abrir sus puertas con la popular ópera de Emilio Arrieta, en una nueva producción y con un digno elenco
Comenzó la temporada en el Teatro de la Zarzuela, que además supone la puesta de largo del proyecto artístico de su nueva directora, Isamay Benavente. De momento no se observan grandes cambios con respecto a la administración anterior, salvo quizá por el detalle de la hora de inicio de las representaciones, que se ha adelantado a las 19.30. Pero ni siquiera eso se pudo apreciar del todo esta vez: el evidente retraso en el inicio de esta primera función resultó fastidioso, salvo para quienes aprovechan esos minutos en sus localidades con la intención de curiosear, estirando bien el cuello, sobre las escasas celebridades asistentes.
¿Saludaría Urtasun a Plácido Domingo?
También por ahí la vida sigue casi igual: compareció Carmen Lomana, que no es precisamente Rosa Chacel, y sí una novedad, la presencia del ministro Urtasun, que debió acudir porque quizá alguno de sus palmeros, enterado a última hora sobre el asunto de Marina, la obra elegida para esta inauguración, le sopló que en esta ópera sale Lloret de Mar, y además la nueva edición que se ofrece estos días incluye una sardana que no figuraba en las producciones anteriores. Porque de otra manera, seguro que el responsable de Cultura siente la misma aversión hacia el teatro lírico español que a los toros. Por cierto, ¿se acercaría a saludar al vetado Plácido Domingo, presente en uno de los palcos?
En el resto, de nuevo, pocas variaciones. Otra vez asistimos al despliegue de una de esas efectivas, pulquérrimas escenografías del omnipresente Daniel Bianco, que a estas alturas conoce las posibilidades del escenario mejor que el salón de su casa, y al protagonismo de la soprano de la casa, Sabina Puértolas, bien acostumbrada a lidiar con este tipo de envites en el teatro de la calle de Jovellanos.
Sabina Puértolas coronó el burbujeante final con destellos de su habitual profesionalismo, un par de buenos filados, agudos bien colocados y una estimable coloratura
El papel de bobalicona que la directora de escena, Bárbara Lluch, le atribuye durante toda la función lastró en buena medida su interpretación, demasiado afectada en lo que tiene que ver con el gesto, y cumplidora en lo vocal. Más asentada en los dos últimos actos, coronó el burbujeante final con destellos de su habitual profesionalismo, un par de buenos filados, agudos bien colocados y una estimable coloratura. Con la Puértolas siempre suele resultar igual, saca adelante sus personajes porque es una buena artista, pero en conjunto carece de esos detalles de gran clase que identifican a las estrellas, aquellas que son capaces de convertir en oro puro una función rutinaria a base de personalidad, carisma y genio.
Lluch convierte a Marina en una adolescente ñoña
Bárbara Lluch, casi debutante, quizá desconozca L’elisir d’amore, esa maravillosa comedia romántica de Donizetti en la que la protagonista, Adina, se propone darle en los mismos morros a su enamorado, Nemorino, por la tan socorrida vía de los celos: pero allí lo logra mediante una mezcla sutil de astucia, finura e inteligencia, no comportándose en todo momento como una descerebrada adolescente que se pasa la ópera entera haciendo pucheros. Quizá Lluch haya pensado ahora que si tantos enemigos de Arrieta (al que apodaban «Pascual el bobo»), consideraban a su Marina como una tontería, la protagonista del título debía resultar idiota a la fuerza. Del análisis de texto y partitura no se extrae esa conclusión, la huérfana puede resultar algo candorosa al principio, pero maneja perfectamente los hilos de sus intenciones, intuyendo perfectamente hasta dónde le conducirán.
En esta simplista concepción, que en poco mejora la anterior puesta en escena que de esta ópera se ofreció en el mismo teatro, debida al talento del estupendo Ignacio García, tampoco sale muy bien parado el capitán de navío, Jorge, que a veces deambula por el escenario atormentado como si se tratara del mismísimo holandés errante: parece más la víctima de un ignoto tormento interno, una profunda angustia de naturaleza existencial, que el tipo desconcertado, y también dolido, por supuesto, ante la cambiante actitud de la mujer a la quiere (en realidad ella se limita a provocarle para poner a prueba su interés).
Alfredo Kraus o Jaime Aragall lograron auténticas recreaciones inigualadas de un rol al que Arrieta regaló los momentos de mayor inspiración musical
Jorge es aquí Ismael Jordi, que debe medirse ahora con los fantasmas de tenores históricos, como Alfredo Kraus o Jaime Aragall, que lograron auténticas recreaciones inigualadas de un rol al que Arrieta regaló los momentos de mayor inspiración musical, ya a partir de su célebre salida. El cantante jerezano parece inspirarse directamente en Kraus, del que recibió lecciones durante sus primeros tiempos, en su aproximación vocal al personaje, dotándolo de la imprescindible melancolía y abandono en la expresión, aunque sin los rutilantes medios de su maestro.
Jordi busca sobre todo en la pureza del fraseo suplir el fulgor de una voz de proyección suficiente, pero a la que siempre le ha faltado ese punto de mayor penetración, esa manera implacable de colarse entre el sonido de la orquesta como un cuchillo dirigiéndose hasta el oyente: la suya llega y hasta en algún momento, con esa medias voces susurrantes, que en ocasiones le precipitan hacia un cierto amaneramiento, puede embelesar, pero sin esa última punta de brío de la que suele brotar la emoción más directa y espontánea.
Juan Jesús Rodríguez cosechó los mayores aplausos, al final
El personaje de Roque es casi un tipo «fordiano», uno de esos secundarios capaces de llevarse la función si son capaces de extraer toda la vena humorística que destila un personaje creado para suscitar las risas con las ocurrencias que le inspira su inveterada misoginia, que como casi todas suele ser fruto de un precoz desengaño. Aquí Lluch parece querer indultarle, y al final se aprecia que vuelve a reconciliarse, bien con su querida Ruperta de toda la vida o quizá con una nueva que le restituya la fe en el amor. Buen detalle.
Juan Jesús Rodríguez, auténtico, merecido monarca de este teatro, cosechó los mayores aplausos, al final, para su impecable Roque
Juan Jesús Rodríguez, auténtico, merecido monarca de este teatro (no hay otro barítono ahora mismo que le pueda hacer sombra en este repertorio), cosechó los mayores aplausos, al final, para su impecable Roque. Que esa voz robusta, dúctil, cálida, absolutamente verdiana (de las que no hay), en sus mejores años, no encuentre su lugar en los principales teatros de ópera españoles, y mayormente en el Real, donde tantas veces toca sufrir a cantantes de mucha menor valía, es uno de esos extraños misterios por aclarar. Si a Rodríguez le programaran una merecida «Gala Verdi» en el Real, desde luego, no tendría menor éxito que el que cosechó el otro día el barítono Ludovic Tézier cantando unas «ariettas» francesas a la vez que se probaba con un Wagner aún por madurar.
El sólido reparto se redondeó con la adecuada aportación de Rubén Amoretti, un digno Pascual al que aportó su flexible instrumento, rotundo cuando se precisa, fácil en el agudo, y sus magníficas maneras actorales. Las intervenciones de los comprimarios resultaron todas correctas y rindió a un excelente nivel el coro, algunas de cuyas intervenciones fueron premiadas con entusiastas aplausos ya durante la función, incluso por encima de los solistas principales.
La orquesta de la Comunidad tuvo un desempeño óptimo
También comparecía en su primera inauguración ya como responsable de la dirección musical del teatro, el cada vez más consolidado en los fosos españoles Pérez Sierra, sinónimo siempre de entrega y buenas intenciones. El director madrileño conoce y ama este repertorio, que ha frecuentado desde niño, y se nota en la cuidadosa manera de concertar, pendiente siempre de las necesidades de los cantantes, como a la hora de reivindicar el valor de una partitura con todas las carencias que se quiera en su deseo de equipararse con la ópera italiana, pero que nada tiene que desmerecer en el despliegue de su abundante riqueza melódica, en la caracterización de personajes y situaciones, o en su conocimiento del rico patrimonio musical español, a otros títulos líricos que gozan de mayor fama internacional. Logró una óptima respuesta de la orquesta.
Relajado inicio de temporada (algunos dirán que aburrido) con una obra mayor del repertorio español bien apañada a partir de un digno elenco, una batuta competente y una producción que, si peca de cierta ingenuidad, y algunos excesos (la opulencia del vestuario prácticamente no permite distinguir entre pescadores y burgueses; el «rudo trabajador» Pascual casi luce como un dandi, sin una mácula), recrea el ambiente de la obra original ofreciendo la historia sin inútiles desviaciones hasta ahorrarnos las monsergas de tipo «pseudo-psicológico» con las que algunos directores pretenden hallar ocultos significados a lo que, como este caso, no tiene vuelta de hoja. Pretender otra cosa sería precipitarse, a buen seguro, por la vacua senda del ridículo.