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César Wonenburger
Crítica musicalCésar Wonenburger

La Orquesta Nacional de España y David Afkham ofrecen un Mahler de disco

El titular de la Orquesta Nacional se sumergió con criterio en la hondura de una de las obras más complejas del compositor bohemio, que se graba estos días «en vivo», en Madrid, para su posterior publicación

Actualizada 04:30

Saludos finales en el concierto de la Orquesta Nacional con Aflham

Saludos finales en el concierto de la Orquesta Nacional con Aflham

Una sinfonía de disco. O así nos lo anunciaron mediante la megafonía, justo al inicio del pasado concierto de la Orquesta Nacional. Silencio, se graba. Reserven sus cataratas de toses para las pausas breves entre movimientos.

¿Tiene sentido que en una época en la que ya no se venden, la agrupación estatal se disponga a servir, ahora, un nuevo registro de La Sexta de Mahler, de la que ya se disponen de cuantiosos debidos a genios como Rafael Kubelik, Klaus Tennstedt o George Szell, entre otros?

Puede que lo tenga si lo que se pretende es preservar el testimonio de un percurso artístico que, en los últimos tiempos, ha alcanzado cotas de muy estimable interés.

La Orquesta Nacional de España (ONE) suena estupendamente, había alcanzado una cierta afinidad espiritual, colectiva, con el que ha sido su titular en estos últimos años, David Afkham, y eso quizá no solo debe ser motivo de celebración y regocijo particulares: hasta puede ofrecerse al mundo como testimonio de que, en España, hay en estos momentos brillantes y sólidos conjuntos capaces de brindar interpretaciones valiosas del repertorio sinfónico más acreditado.

En ese contexto, participando el público como protagonista de la propia grabación, aunque solo sea mediante su respiración, la ONE se ha volcado para obsequiar una muy buena lectura de una de las sinfonías de Gustav Mahler que más se acercan a la idea del compositor que nos ofrecía, por ejemplo, Stefan Zweig. «Todo en él era tensión… El furor era su elemento».

La intuición del futuro, de un presente convulso

En la Sexta, denominada Trágica, se aprecia casi mejor que en ninguna otra de las obras sinfónicas de este compositor la intuición del futuro, un porvenir confuso, con más sombras que luces, del que él nos ofrece un reflejo anticipado que, a pesar de su desesperado (lúcido, dirán algunos) nihilismo, ofrece a la vez un refugio pasajero, un remanso convulso pero bello, frente a la incertidumbre del abismo: «Nosotros no nos realizamos nunca/Somos un abismo que va hacia otro abismo», según expresión del gran Pessoa.

De ahí la absoluta modernidad, tanto de la sinfonía como de su pertinente autor. Lo que posee de prolijo, ese andarse por las ramas que tanto disgustaba a Celibidache (por eso evitaba dirigirlo), es casi el mejor reflejo de estos tiempos presentes tan conectados, pero a la vez confusos, con ese torrente de información que va y viene, imposible de procesar en su velocidad y frecuencia.

«Una compleja red de mensajes, no todos interesantes o pertinentes», dice Norman Lebrecht en su libro sobre Mahler, «anticipa la avalancha de información mediante intromisiones aleatorias (…) cada declaración tiene subtítulos, comentarios y contradicciones incorporadas». Esos mismos meandros expresivos a los que también hacía alusión Pierre Boulez al hablar de su colega.

Mahler sale de paseo, camina acelerado, a ritmo de marcha expedita, casi tenebrosa en el inicio de esta Sexta… Como otras veces, solo que ahora parece saber hacia dónde se dirige; aunque durante el trayecto se distrae a menudo: lo mismo se fija en las vacas que pacen tranquilamente en la montaña, ajenas al viandante, que se abstrae durante unos instantes para trazar en sus pensamientos el retrato de la amada ausente (por cierto, hay en el andante ciertas similitudes con el adagio de la Segunda Sinfonía de Rachmaninov: ambas obras se compusieron hacia el mismo periodo, la del ruso se estrenó poco después).

Pero, en cualquier caso, lo que prevalece aquí, como luego se aprecia en el Scherzo, pero sobre todo en ese Finale desesperanzado, es la incurable melancolía, la plasmación del profundo sufrimiento que, al contrario que en la Segunda, por ejemplo, ya no halla en la fe en el buen dios la ilusión de una pequeña luz.

El agotamiento tras a esa «lucha de todos contra todos» de la que hablaba Bruno Walter (anticipándose al desconcierto de nuestros tiempos presentes) se resuelve en la nada del último silencio, más que resignado, pesimista.

Unas aclamaciones algo precipitadas

No se entendieron, por tanto, esa salva de bravos, aplausos y aclamaciones que se precipitaron justo a un final que requiere, incluso más que otros, unos instantes de mínima reflexión, de descompresión como la de los buzos al volver a la superficie del mundo terrenal.

En fin, es lo que hay. Y tampoco vamos desde aquí a reñir a nadie, sobre todo si esa incontinencia obedecía al deseo inaplazable de agradecer el magno esfuerzo de una orquesta que se volcó en una más que digna interpretación de una obra áspera como pocas en el corpus malheriano.

Desde luego, sin alcanzar las cotas logradas por Currentzis y sus huestes en sus últimas comparecencias (eso pertenece a otra categoría, al terreno casi de lo sobrenatural en estos tiempos conformistas), la ONE, espoleada por la clarividencia de la batuta, un Afkham imbuido del espíritu del autor, ha logrado servir una de sus mejores interpretaciones de estos últimos tiempos.

Quizá pudiera reprochársele algunos detalles que obedecen, casi siempre, a la idea particular y subjetiva que cada quien pueda albergar en su interior de la obra en cuestión. Porque lo que parece incontestable es que la respuesta orquestal, de todas sus familias como las puntuales intervenciones de los solistas (justamente aclamados a instancias del director en los saludos, con sobresaliente para el fantástico trompetista, Manuel Blanco), ha resultado soberbia.

¿Dónde podrían situarse los matices? En algunas de las elecciones del director. Por ejemplo, en el movimiento inicial se pudo echar en falta algo más de «terror» en la poderosa marcha y, justamente por contraste, un lirismo de mayor calado (la única roca a la que cabe aferrarse ahí) en la exposición del tema asociado a la imagen de Alma, el amor del compositor.

Y casi lo mismo podría afirmarse del Finale, «el más desolador de toda la música sinfónica», decía Karajan, donde casi hay que precipitarse por la borda sin remedio: si existe un momento para jugársela es aquí. El director alemán no es que se mostrara más sobrio de la cuenta, pero jugó a la baza del equilibrio y la transparencia (nada desdeñable) antes que asumir el riesgo absoluto.

En general, Afkham pareció más concernido por dotar de coherencia interna un discurso que en tantas ocasiones tiende a deshilacharse, echando mano del freno, que por resaltar de un modo más vigoroso y descarnado (quizá aún estamos todos un poco bajo el influjo de Currentzis, un mago en la regulación del sonido) sus agrios, patéticos y desesperados contornos. El resultado no puede considerarse simplemente meritorio. Ha sido una versión sino trascendente, bien reveladora del sentido de una obra tan compleja como fascinante.

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