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César Wonenburger
Crítica musicalCésar Wonenburger

La ópera española triunfa con Corselli y el gran empeño de Alberto Miguélez

El Centro Nacional de Difusión Musical (CDNM) se anota un gran éxito al proponer el rescate moderno de El robo de las Sabinas, una de las óperas con las que Felipe V quiso desarrollar el género lírico español

Actualizada 16:28

'La cautela en la amistad y robo de las sabinas', dirigida por Alberto Miguélez Rouco

'La cautela en la amistad y robo de las sabinas', dirigida por Alberto Miguélez RoucoCDNM

El ciclo Universo Barroco, la joya de la programación del Centro Nacional de Difusión Musical, no podía haber comenzado mejor.

La institución se ha propuesto distinguir esta vez a uno de los talentos jóvenes con mayor proyección entre los de este país, el director y contratenor gallego Alberto Miguélez Rouco, al que dedicará varias sesiones en su condición de «artista residente» para la temporada que ahora arranca.

Y como carta de presentación, este intérprete (forjado bajo la guía de Pablo Carballido, su primer mentor, y más adelante, junto a René Jacobs y William Christie, nada menos) decidió recuperar una ópera de Francesco Corselli, compositor italiano de origen francés pero afincado durante cuarenta años en Madrid, por lo que se considera que gran parte de su producción pertenece a nuestro rico patrimonio musical: aquí la creó mayormente y sus principales destinatarios fueron no solo sus patrocinadores y empleadores regios, sino también la gente que pudo disfrutarla, como en las funciones programadas en los Caños del Peral.

La extraña maldición o gafe del compositor

Sobre la difusión en nuestros días de la obra de Corselli, al que Felipe V nombró maestro de la Capilla Real, pesa una cierta maldición o gafe, que incluso podría haberse trasladado hasta esta nueva interpretación.

Hace algunos años, se propuso representar una obra suya, su ópera Farnace, en el Teatro de la Zarzuela. Pero, al parecer, cuando todo estaba ya dispuesto para que así fuese, y poder descubrirla en época moderna, el director contratado, Jordi Savall (al que quizá, sólo quizá, Andrés Amorós se refiera en uno de los singulares Retratos de su imprescindible último libro), decidió que no, que allí se haría la pieza del mismo título, desde luego, pero aquella otra que había compuesto Antonio Vivaldi.

Siguiendo con los infortunios, el Teatro Real se proponía estrenar otro de los títulos líricos de Corselli, Achille in Sciros, cuando el estallido letal del coronavirus se lo llevó por delante a principios de 2020 (aunque finalmente pudo ser rescatada el año pasado).

Y estos días, Alberto Miguélez ha tenido que sortear todo tipo de contratiempos durante el periodo de ensayos que finalmente condujeron al estreno actual de La cautela en la amistad y robo de las Sabinas.

Por el camino, se le cruzaron las lamentables cancelaciones de un par de cantantes (las excelentes Alicia Amo y Carol García), uno de los músicos de su conjunto, Los Elementos, se rompió una pierna y a otro se le partió su preciado violín…

Pero como me decía el propio Miguélez poco antes del inicio del concierto (pues de una versión en forma concertante se trató), «hoy estamos aquí para exorcizar todos esos demonios hasta conseguir que Corelli salga victorioso». Y eso mismo fue lo que ocurrió.

El público pudo descubrir una obra que, sobre todo en su segundo acto, encierra no pocas bellezas, algo que Händel ya sabía, y por eso en un par de ocasiones tomó prestadas algunas de las arias de los títulos líricos de su colega, que por cierto falleció durante un accidente de su carruaje y fue enterrado en la iglesia que antes ocupaba el espacio en el que ahora se encuentra la Plaza de las Descalzas: de sus restos nunca más se supo, se perdieron durante las obras.

Felipe V se propuso auspiciar la creación de óperas españolas

Felipe V auspició un cierto, efímero y caprichoso auge de la ópera española cuando dispuso que varios compositores, entre ellos Corselli, escribieran títulos líricos sobre textos de libretistas del país. Estas obras debían ser representadas por las populares actrices-cantantes que triunfaban en las dos principales compañías teatrales madrileñas, casi siempre en piezas que unían el teatro y la música, destinando un lugar preferente a las situaciones cómicas.

En esta interesante La cautela en la amistad y robo de las sabinas, se nota que su compositor, que ya había estrenado con anterioridad un par de títulos en los teatros venecianos, aún no estaba familiarizado del todo con el estilo, ritmos y procedimientos de la música española; pero la influencia de esta se deja sentir precisamente en las páginas destinadas a los personajes cómicos, como en el propio desarrollo de sus escenas.

Si algo pudo haber tenido de interés este intento por conciliar la ópera seria italiana, con sus asuntos elevados y desfile inagotable de recitativos y arias, con las peculiaridades particulares de la música teatral vernácula, y su tendencia a privilegiar el apunte irónico y la risa, se halla precisamente ahí: la convivencia entre los dos aspectos esenciales, indisolubles, de la existencia humana, el drama y la comedia, combinados de una manera como solo Mozart elevó musicalmente a su condición suprema en su célebre trilogía con Lorenzo Da Ponte.

¿Pudo Corelli haber sido un digno antecesor de Mozart?

¿Corelli como antecesor de Mozart? Pudo haberlo sido, quizá, si hubiese seguido explorando esta posibilidad que se abría al combinar, en una misma obra, la seriedad y el humor, la ópera supuestamente más refinada, que pretendía instruir procurando la formación de los espíritus nobles, y esa comicidad a ras de tierra, el aprecio por los aspectos más toscos, directos y frívolos de la vida, que en el fondo revelan a ese otro Sancho que todos, incluso los seres más puros, también llevan dentro.

Lamentablemente, aquel empeño impulsado por Felipe V duró poco, y la ópera italiana más en boga entre los cortesanos, importada tal cual, con la magnífica opulencia de las escenografías, los prodigios vocales encarnados por los divos de la época y sus a menudo engolados creadores se impusieron sobre cualquier intento de propiciar el surgimiento de un género híbrido.

Lo popular se encarnaría en la zarzuela, que por cierto gustaba mucho más al público mayoritario, más proclive a identificarse y reír con las chanzas de criadas, campesinos y militares (como aún hoy se observa entre los asistentes) que a dejarse seducir por los plañideros cantos de sirena de héroes y heroínas mitológicos, a veces sublimes, cuando el genio y la inspiración hacen acto de presencia, pero casi siempre sentimentales en su peor sentido.

Una ópera que merece un gran montaje en España

Por eso lo mejor de este Corselli ahora redescubierto (y que pide, o más bien exige, que los principales teatros españoles se fijen en él para recuperar esta obra pionera de la ópera española como procede: con un gran montaje, un buen reparto y el director Miguélez Rouco de oficiante), más allá de alguna melodía inspirada, de su capacidad para dar color a escenas como la de la fiesta, se aprecia en la fiel recreación de ese mundo aparentemente escindido en el que conviven las delicadas declaraciones de amor con las más directas aproximaciones («Casarse, ¡ay qué gusto!»: habría que ver lo que la cantante-actriz histórica, Rosa Rodríguez, primera dueña de este papel lograba hacer con el personaje de Pastelón).

Por supuesto que los textos de Juan Agramont y Toledo describen con la mayor naturalidad, inmediatez y frescura (logrando una mayor identificación con ellos) los intercambios entre los personajes cómicos, poco dados a sutilezas. Pero también la música de Corselli brilla aquí de una manera especial en su descripción, pareciendo liberarse por unos instantes del rígido corsé que imponían los códigos de la ópera seria. España parecía sentarle bien.

Todo funcionó como un perfecto mecanismo de relojería, pero dotado de alma, en la aclamada interpretación que de esta obra acaba de servirse en el Auditorio Nacional. El reparto resultó muy compacto, especialmente logrado si lo que se pretendía era buscar una cierta homogeneidad en las voces: a veces resultaba casi imposible distinguir entre algunas. No hubo grandes protagonismos (tampoco la música de Corelli exige, en este punto, un virtuosismo que establezca grandes o sutiles diferencias).

Excelente reparto con jóvenes cantantes españolas

Las intérpretes convocadas brillaron a un parejo nivel, aunque sería preciso destacar la magnífica labor de Natalie Pérez, con su porte aristocrático ideal para encarnar al fundador Rómulo; las extraordinarias dotes cómicas tanto de Judit Subirana como de Aurora Peña; o la honda expresividad que las estupendas Jone Martínez y Carlota Colombo alcanzaron en sus arias. Buen desempeño del coro.

Incluso a quienes hemos tenido la dicha de conocerlos casi desde sus inicios, nos sigue admirando el impulso juvenil del magnífico conjunto instrumental, Los Elementos, que ha logrado ensamblar Alberto Miguélez.

Si apareciesen programadores con la suficiente audacia, podrían asegurarnos muchas noches de gloria en este repertorio, incluso con obras de mayor exigencia y enjundia.

Son todos magníficos instrumentistas, pero tienen esa maravillosa habilidad de tocar juntos como si estuvieran descubriendo la belleza de su empeño en ese justo instante: de ahí las sonrisas de complicidad, el buen rollo que logran contagiar con su juventud, entusiasmo y profesionalidad.

Miguélez Rouoco, una ideal combinación de pasión y rigor

El gran triunfador y artífice de esta primera sesión de uno de los mejores ciclos que existen en España ha sido Miguélez Rouco, que tiene la virtud de convertir en música cada uno de sus gestos, insuflándole a la orquesta, y hasta a los cantantes, casi cada matiz de una interpretación paladeada con esa combinación de rigor y pasión que distingue a los verdaderamente grandes.

Este chico ha aprendido de los mejores, y se le nota, como en ciertas ocasiones cuando, al igual que Christie, se permite ciertas chanzas con sus músicos, tal que el despliegue casi jazzístico del segundo acto que siguió sentado, como si la cosa no fuese con él.

Este tipo de detalles, lo mismo que la oportuna introducción de algunos mínimos apuntes de una dramaturgia simple pero efectiva, contribuyeron a hacer de una versión concertante algo más vivo que muchas de esas aburridas, cargadas de citas innecesarias y «boutades» a mayor capricho de los directores de escena de tantas representaciones como hoy se ven por ahí.

Las reiteradas aclamaciones del público, al final, certificaron el gran éxito obtenido por todos los participantes, y de modo particular, el director. ¿Pueden seguir ignorándole los principales teatros de ópera de este país?

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