La zarzuela como maravillosa representación de la España entrañable e irreal
El llamado «género chico» nunca ha imitado una realidad, sino que recrea ese acartonamiento mágico de la realidad, con sus personajes estereotipados, que nos enseñan esos manuales retóricos de caracteres nacionales
Desde hace ya más de cuarenta años el pueblo de La Solana (Ciudad Real), geografía literaria de La Rosa del azafrán, celebra con puntualidad otoñal y resultados artísticos sobresalientes una semana a la zarzuela, emblema de españolidad donde los haya, más por su artefacto retórico y su música maravillosa y étnica, que por su contenido, que desde el principio fue primitivo y ajeno por completo a la modernidad.
Este año me acerqué a La Solana, porque entre las obras que se representaba, una tocaba a mi tierra, Zamora, y era, naturalmente, El Cantar del Arriero, con libreto de Serafín Adame y música del maestro Díaz Giles. El que el argumento de esta obra se monte sobre toda una «burrada» racial de tomo y lomo –el arriero que hace dieciocho años forzó a una ventera, está a punto de seducir a la hija de aquella sin saberlo–, no es óbice ninguno para que pasemos con el desarrollo de la obra hora y media deliciosa.
Hasta el estigma ético en la zarzuela se hace positivo cuando nos identifica como raza y como pueblo. Y es que la zarzuela es, por encima de su argumento —tema secundario— folclore nacional, gestualidad nacional, dengues nacionales, danzas nacionales, jerigonza nacional, vestuario regional y de oficios pasados, música de entraña nacional, y una mentalidad tan nacional como un desfile del ejército español con banda.
Los personajes de la zarzuela, lo mismo que los de la «Commedia dell´Arte», o el teatro NO japonés, no están obligados a ser caracteres reales, construcciones psicológicas de personas verosímiles, sino que son puras figuras del subgénero, convenciones de españolidad que nos convencen a los españoles. Lo único importante en una zarzuela no es lo que se dice o se canta, sino la forma específica de decir y cantar en el saturado clima estilístico del género. «Pura caligrafía de gestos estereotipados», tal como la definió Deleito y Piñuela.
Los caracteres nacionales nacen de manuales para ayudar a los comediógrafos a crear personajes de verosimilitud nacional. Desde Aristóteles, Teofrasto, Horacio, San Isidoro de Sevilla, hasta otros muchos intelectuales y eruditos del Renacimiento y la Ilustración escribieron manuales para ayudar al teatro y a la literatura en general a construir los distintos caracteres nacionales con verosimilitud. Así, en 1500 el humanista flamenco Iodocus Badius Ascensius, para ayudar a los poetas a caracterizar bien a sus personajes conforme a su origen, explica que «Afri sunt versipelles et fraudulenti. Alemani feroces et temerarii. Galli sunt tardo ingenio».
Más extenso es Ianus Parrhasius, que en 1531 considera que el poeta dramático debe dar a sus personajes, según su procedencia, los siguientes atributos: «Lacedaemonii severi, Thebani cupidi, et suis multa condonantes, Beoti crassi, denique Scythe soli crudeles. Itali regali nobilitate praefulgidi, Galli superbi, stolidi, leves Greaci. Afri subdoles (falaces), avari Syri, acuti Siculi, luxuriosi Asiani et voluptatibus occupati, Hispani elato iactantie animositate praepostori (hombres que se lanzan con pasión a destiempo –seguimos siendo iguales–), Cretenses mendaces, Ventres pigri, Phryges timidi, semiviri, Iudei cordis pervicacia obdurantes (que aguantan con tesón de corazón).
El genial veroniense Julio César Escalígero hace en su Poética una extensísima clasificación de caracteres nacionales, entre los que podemos destacar los siguientes: «Asianorum luxus, Africanorum perfidia, Europaeorum acritas (agudeza, fuerza penetrante)… Assyri, Syri, Persae, Medi et Bactriani sunt superstisiosi. Indi mobiles, ingeniosi, magicae studiosi. Aegypti ignavi, molles, stolidi et pavidi (pobres egipcios!). Afri infidi ( en todas las poéticas salen igual). Germani fortes, simplices, animarum prodigi, veri amici, verique hostes. Suetii, Noruegii, Gruntlandi et Gotti sunt belluae («bestias feroces», jolín, con los nórdicos, definidos así también por Lutero ). Angli sunt perfidi, inflati, feri, cotemptores, stolidi, amentes, inertes, inhospitales, immanes ( vaya, con la flema británica ). Itali sunt cunctatores, irrisores, factiosi, alieni sibiipsis, bellicosi coacti, servi ut ne serviant (¡cómo los conocía!). Galli sunt mobiles, leves, humani, hospitales, prodigi, lauti, bellicosi, hostium contemptores (todavía lo eran en época de De Gaulle). Hispanis victus asper domi, alienis mensis largi, alacres vivaces, loquaces, iactabundi, fastus tartareus, superciliusm cerbereum, avaritia immanis, paupertate fortes, fidei firmitas ex precio, omnibus nationibus et invidentes et invisi (parece que nos describe hoy).
Caracterización de los personajes
Antonio Minturno en su Arte poetica hace otro largo repertorio de rasgos nacionales. En este nosotros somos «prontissimi» y los africanos siguen siendo «malitiosi». En Inglaterra, Thomas Wilson aconsejó en su Art of Rhetoric, de 1533, la caracterización de los personajes según edad, sexo, profesión y nación, y explicaba con relación a esta última categoría que los ingleses se conocen por comilones que cambian fácilmente de opinión («for feeding and changing of apparel»), los holandeses por bebedores, los franceses por su orgullo y volubilidad, los españoles por su agilidad y altanería («for nimbleness of body and much disdain» - ¡muy machadiano!-), los italianos por su ingenio y cortesía («great wit and policy»), los escoceses por su temeridad y los bohemios por su testarudez.
Del mismo modo, un siglo más tarde, Joshua Pole, en su English Parnassus: or a Help to English Poesie (1657), distribuye esquemáticamente las cualidades sobre las principales naciones europea, diciendo de los españoles que somos «altaneros y jactancisos» (éramos un Imperio!). La Poétique de La Mesnardière (1640) es implacable, pero muy certera, con los españoles: «Les Espagnols présompteux, incivils aux étrangers, sçavans dans la Politique, tyrants, avares, constans, capables de toutes fatigues, indifferents à tous climats, ambitieux, méprisans, graves jusqu´à l´extravagance, passionez aveuglément pour la gloire de leur Nation (¡!!!!!), ridicules dans leurs amours, furieux dans leur haine».
Ahora bien, La Mesnardière admite excepciones individuales que permiten al poeta introducir en sus obras figuras tan inverosímiles —a su juicio— como la de un español humilde. Francisco Cascales, en sus Tablas Poéticas (1585), además de definir los caracteres de una treintena de nacionalidades (para él los mejores son los flamencos, que caracteriza como «pacíficos y buenos»: había vivido como soldado en la Guerra de Flandes), añade unas líneas al final del catálogo, subdividiendo a la nación española en regiones, cada una con unos atributos propios: «Y en una misma nación suele haber diferentes costumbres. Si consideráis a los españoles, los castellanos son sencillos y graves; los andaluces lenguaraces y presuntuosos, los valencianos fogosos y grandes servidores de las damas; los catalanes, arriscados y montaraces, los vizcaínos, cortos y linajudos, los portugueses amantes, derretidos, altaneros».
La zarzuela, en fin, que nunca ha imitado una realidad, sino que recrea ese acartonamiento mágico de la realidad, mantiene a los mismos personajes estereotipados, que nos enseñan esos manuales retóricos de caracteres nacionales. Nuestra zarzuela es portadora de una cultura de abruptos perfiles vernáculos. Es un hallazgo estilístico que complace al pueblo español, aunque para nada refleje su realidad. Y, sin embargo, el pueblo lo convierte en emblema de su identidad. La zarzuela es pura forma, pura celebración de formas vacías, igual que un teatro ceremonial de oriente, tal como lo definía Francisco Nieva en su Discurso de Ingreso en la Real Academia Española. Auténtica música celestial para organillo. No es más de lo que quiere ser, y lo es de un modo maravilloso. La auténtica España entrañable vibrará siempre con la excelencia musical de Chapí, Giménez o Chueca.