Una ‘Theodora’ sin escándalo, pero que tampoco logra conmover
La supuestamente polémica nueva producción del oratorio de Händel, en el Teatro Real, trastoca el espíritu de la obra original, aunque se aleja de la provocación inmediata
La ópera de nuestros días se afana por imitar, en tantas ocasiones, a la mala televisión. O al menos a sus simples mecanismos persuasivos para ganar audiencia.
Y en cierta manera resulta incluso lógico que así ocurra: la competencia por captar la atención de espectadores en esta era marcada por la proliferación de todo tipo de espectáculos y propuestas de entretenimiento resulta cada día brutal, y por eso hasta venerables instituciones ya no dudan en emplear hasta los recursos más zafios para captar clientela.
El Teatro Real, que pese a algunos anuncios triunfalistas no es ni mucho menos ajeno a esta crisis (en esta última función de estreno se podían apreciar algunos huecos pese las numerosas invitaciones que suele distribuir entre políticos y celebridades), ha apelado para la promoción de la Theodora de Händel a alguna de estas escasamente sutiles prácticas.
La coordinadora de intimidad, una imposición de estos tiempos «correctos»
Durante estas últimas semanas, se ha promovido hasta la saciedad que para este montaje ha hecho falta el empleo, ¡por primera vez en España! (atentos al redoble de tambor), de una «coordinadora de intimidad», una de esas recientes, ridículas servidumbres en que nos ha hecho caer la insoportable corrección política.
El respeto, la educación y la complicidad de los artistas ya no cuenta, el criterio de los directores de escena aún menos: todo debe ser verificado por una vigilante (porque en estos casos casi siempre se trata de una mujer), especialista en el arte de procurar que las escenas que puedan contener besos o tocamientos se ejecuten dentro de unos parámetros que impidan hipotéticos abusos.
El programa de mano la anuncia pomposamente como «Directora de Intimidad». Así que pronto habrá hasta estrellas de la profesión en rivalidad con cantantes y directores musicales y de escena.
Al anunciar a bombo platillo la contratación de esta nueva policía de la moral, unida a la calculada distribución de algunas fotografías de los ensayos en las que aparecen un par de chicas en ropa interior contoneándose sobre una barra de «pole dance», pudiera dar la falsa impresión de que el título de Händel, que además se desarrolla en el ámbito de las primeras comunidades cristianas, provocaría cierta polémica.
Todo calculado, posiblemente, para atraer a más público. Quizá alguno de esos señores que circulan por los aledaños de la Gran Vía, algo extraviados por la iluminación nocturna, en lugar de precipitarse hacia un local con la debida animación decida finalmente ingresar al principal coliseo lírico madrileño, esta vez confundido por algún anuncio.
El aquelarre pornográfico jamás llegó a materializarse
Desde luego, si alguno acude al teatro esperando que la escenificación de un oratorio se convierta en una suerte de visita al Bagdad, aquel establecimiento barcelonés especializado en espectáculos eróticos donde comenzó a forjarse el mito del actor porno Nacho Vidal, ya puede ir pensando en pedir el libro de reclamaciones.
El aquelarre pornográfico o propuesta de Burlesque que, antes de comenzar la función, comentaban con algo de susto (y bastante curiosidad) algunos de los abonados en los corrillos no ha lugar. Búsquese en otros emplazamientos próximos.
La producción de Katie Mitchell, que ya pudo verse hace un par de años en Londres, donde se estrenó, puede tener otros defectos, pero desde luego no el de la provocación gratuita.
Las imágenes con las que esta aguerrida defensora del feminismo más radical ilustra una obra que no fue concebida para la escena (es un oratorio, y como tal su ejecución se produce habitualmente en las salas de concierto) resultan idóneas para el concepto que propone desarrollar la directora, alterando, eso sí, el espíritu de la obra original.
A ello contribuye una excelente dirección de actores (las dos protagonistas ya habían rodado sus respectivos roles en Covent Garden). La espléndida escenografía, la cuidada iluminación, el adecuado vestuario…, se suman también para ofrecer un espectáculo bien articulado que pretende dar sentido al drama contenido en la obra haendeliana.
De hecho, apenas se apreció alguna tibia protesta, ahogada por los mayoritarios aplausos de los asistentes, cuando el equipo escénico compareció sobre el escenario al final de la velada, durante los saludos. Pero eso no lo es todo.
Los compositores de siempre llamados a salvar los teatros
No, el problema esencial de esta adaptación de Theodora tiene más que ver con la propia naturaleza de la obra. Los programadores, que suelen huir de la ópera contemporánea como de la peste (que le pregunten si no a Albert Boadella, que fuma en pipa porque el Real le coloca en sus Teatros del Canal lo que aparentemente no tiene cabida en su magno escenario), se afanan por buscar novedades entre los catálogos de los compositores supuestamente más populares, a veces hasta convirtiendo en óperas lo que no lo son: siempre se acude al mismo argumento, la «teatralidad» que subyace en ciertas partituras, aún cuando no hubiesen sido concebidas para la escena. De ese modo, estos días se «representan» hasta algunas cantatas de J.S. Bach, y por supuesto sus pasiones, junto a sinfonías de Mahler.
Con Händel la operación parece tener menos sentido, por cuanto este compositor compuso más de sesenta obras para la escena. Pero incluso agotado su repertorio lírico, hay quien ha querido representar también sus oratorios.
En cuanto este compositor, al que le encantaban el dinero y la fama, vio con claridad que el gusto del público londinense había mudado, y que ya no aguantaban más las acrobacias de aquellos divos italianos que se exhibían en sus teatros de ópera en idioma desconocido para ellos, decidió adaptarse a los tiempos.
Aparcó la creación puramente lírica y se dedicó a componer oratorios para las salas de conciertos, obras que también empleaban coro y cantantes, pero sin escenografías ni dramaturgias, interpretadas en inglés, sin tanto despliegue virtuosístico y llenos de coros de gran impacto, en los que pudieran reflejarse toda la magnificencia de la corona británica, el supremo poderío militar del imperio.
El amor al prójimo envuelto en una música reposada, íntima y reflexiva
Algunos de estos oratorios están inspirados en asuntos bíblicos, y en el caso de Theodora, que se basó en un par de textos contemporáneos, refleja un profundo cristianismo basado en los principios conocidos de amor hacia el prójimo y su eterno mensaje de paz: «El alma arrebatada desafía a la espada», canta uno de los personajes principales.
La protagonista, una fervorosa cristiana en el entorno hostil de una localidad ocupada por los romanos, se convierte en una de las primeras mártires: condenada a muerte por persistir en proclamar su amor hacia el dios único y verdadero, acude al sacrificio final, del que también participará Didymus (un oficial romano convertido por su ejemplo), con la calma de quien sabe que le aguarda otra vida mejor. La dulce aceptación de su destino incluso doblega a los recios romanos, que por un momento parecen conmovidos. Todo irradia, en el desenlace, una íntima, conmovedora serenidad.
Apreciar el mensaje que contiene cada uno de sus números (arias, dúos, coros ..) requiere de la máxima concentración si uno aspira a dejarse seducir por lo que Jane Glover, una de las estudiosas de la obra de Händel, señala en esta obra particular como «pensamientos prolongados de un inmenso poder intelectual».
Claro que eso estaba concebido para paladearse durante el transcurso de un concierto, donde la atención suele fijarse más en lo que se dice. Si, como ahora, el discurso se ilustra con imágenes que, además, vulneran y transforman la acción original convirtiendo la conclusión en otro asunto bien distinto, el deseado efecto conmovedor se pierde.
Un planteamiento que se da de bruces contra la esencia de la obra
Por eso, más allá de que algunas escenas como la del bautismo de Didymus resulten de indudable efecto y hasta trasladen parte del espíritu contenido en el texto, la propuesta de Katie Mitchell, finalmente empeñada en llevar la historia al terreno de sus propias obsesiones (la venganza perpetrada por las mujeres contra esos crueles hombres romanos, nada más lejos de las verdaderas intenciones de un texto que proclama otra cosa), conculca el espíritu de la obra original, deformándolo de manera censurable salvo que la idea predominante sea siempre, simplemente, al final ofrecer un buen espectáculo, inocuo entretenimiento.
A partir de ahí, Mitchell cuenta con buenos mimbres para sacar adelante su discutible planteamiento, porque a lo ya comentado se suma primordialmente un reparto aseado, un coro magnífico como siempre en todas sus intervenciones, dúctil, flexible, sonoro… Y luego está la orquesta, la Sinfónica de Madrid, que no es conjunto especialista en este repertorio, pero al poder contar con un director que sí lo es, Ivor Bolton, ofrece una prestación adecuada de una partitura plena de una belleza profunda y reposada.
Hay aquí algunos de los contrastes que tanto apreciaba el compositor, aunque matizados por esa serenidad que parece recorrer toda la obra, con la preeminencia de tiempos lentos, aún cuando contenga episodios de un vivo dramatismo.
Los mejores años de la estrella DiDonato van quedando atrás
Esa misma calma alcanza hasta el canto a través de sus principales interpretaciones. No hay aquí grandes despliegues pirotécnicos, por lo que una cantante como Joyce DiDonato, cuyo periodo de máximo esplendor vocal parece haber quedado ya atrás, con la evidencia de un vibrato creciente y una coloratura algo trabajosa, puede lucir su faceta de artista de la palabra, para la que no existe acento desdeñable.
A su lado no lució demasiado su compañera, la protagonista Theodora, encarnada por una Julia Bullock que, si bien al principio exhibió las armas de una de las pocas voces poderosas del reparto, ya en el segundo acto se desfondó de manera incomprensible, librando a lo largo del resto de la obra una implacable lucha contra la afinación, de la que en las situaciones más comprometidas salió casi siempre mal parada (quizá padeció alguna afección nunca anunciada, de lo contrario resultaría inexplicable).
El resto del reparto transitó entre la corrección (el Valens de Callum Thorpe, menos autoritario de lo esperado) y las buenas prestaciones de Iestyn Davies como Didymus, quizá lo mejor del cartel, y de Ed Lyon como Septimius. En todos los casos hay que señalar su soberbio compromiso actoral, con algunos momentos brillantes, como aquellos coreografiados como si se desarrollaran a cámara lenta.
Lo dicho, no hubo escándalo, pero tampoco nada que lograra conmover al público, la verdadera intención de este oratorio reflexivo y hondamente humano como pocos, aquí puesto al servicio del propio ideario de la directora de escena, estrellas actuales de la ópera en lugar de cantantes y directores musicales (eso mientras no logren despuntar las coordinadoras de intimidad).