Belcantismo de intensidad media en una más que digna ‘Maria Stuarda’
El esclarecedor montaje de sir David McVicar, para el Teatro Real, refleja sin titubeos ni dudosas aportaciones personales la confrontación entre dos reinas históricas, Maria Stuarda e Isabel I de Inglaterra, que Gaetano Donizetti mostró en una ópera
Cada vez que el Real programa alguna de las obras de los cuatro evangelistas (Rossini, Bellini, Donizetti, Verdi), el público acude a las representaciones con renovado fervor. Y con los dedos siempre cruzados.
Lo último por ver si esta vez, sí, las esencias del drama, o de la comedia, no serán vulneradas, sacrificadas en el altar de esa supuesta modernidad que, bajo la vacua premisa de tornarlas «actuales», las somete en tantas ocasiones a todo tipo de desguaces alterando tramas, añadiendo otras imposibles, modificando personajes, sirviéndose de escenografías que suelen hallar inspiración en vertederos, hospitales y carnicerías hasta lograr su primordial objetivo: enmascarar cualquier atisbo de belleza por considerarla un inveterado defecto, más bien un vicio intolerable, de esa burguesía que solo acudiría al teatro en procura de su particular opio, una dulce anestesia contra las miserias y desventuras que proporciona la vida.
Bien, por esta vez, y sin que sirva de precedente, el sublime humo narcotizante extraído, no de las cápsulas de la adormidera sino más bien de la partitura que Gaetano Donizetti concibió en 1834 para el drama que debía estrenarse en Nápoles, inspirado en un drama de Schiller, surtió sus efectos.
Así resultó a juzgar por el interés con el que los espectadores siguieron toda la representación, salpicada de aplausos al final de cada número cerrado, y bastantes aclamaciones (en varios casos sospechosamente excesivas), a los que se sumaron esa fuente de información espontánea que constituyen los comentarios cazados al vuelo durante los entreactos («¡qué música tan bonita», ayer mismo).
Un enfrentamiento que va más allá de la realidad histórica
Todo funcionó adecuadamente para garantizar el éxito algo desmedido de una representación muy digna, que seguramente resultó magnificado por la sorpresa agradable que para muchos debió suponer encontrarse con una representación de Maria Stuarda en la que las protagonistas, dos reinas rivales que llegan a injuriarse públicamente como auténticas verduleras, no se hubiesen transmutado en sendas deportistas de la clase proletaria, adscritas a la federación de lucha libre femenina.
Inspirándose además en los jalones del pelo y las patadas, que las protagonistas designadas para el malogrado estreno napolitano se intercambiaron durante los ensayos, podría parecer hasta lógico que algún avezado director de escena de estos días decidiese convertir el bosque de Fotheringhay en un improvisado ring repleto de barro (ahí queda esa idea).
Pero por suerte, en Madrid han contado esta vez con uno de los más inteligentes, sutiles y conocedores de su oficio directores entre los que se dedican estos días a la ópera, sir David McVicar, que además, por la cuenta que le trae, debe conocer muy bien todos los entresijos de la historia británica, más allá del episodio novelado que cuenta Schiller para añadirle unas buenas pizcas de calor teatral a su obra.
El animado intercambio de invectivas entre las damas nunca se dio. Pero precisamente en ese instante, aprovechado por el superior talento dramático de Donizetti, que supo ver ahí el momento de enganchar definitivamente a la audiencia (el pintor Delacroix quedó fascinado con lo que le vio a hacer a María Mailbrán cuando la hija de García representó la ópera, por primera vez, en La Scala), se encuentra buena parte del interés que lograría hacer del mismo vehículo idóneo para intérpretes dotadas de gran temperamento como Leyla Gencer, sí, a la hora de rescatarla del olvido, y últimamente una favorita del Real, Sondra Radvanovsky, una intérprete más próxima del ideal en este rol particular.
La soprano carece aún de la garra dramática para su personaje
Ahí radica quizá el punto menos convincente de esta función. No es que a la voluntariosa Lisette Oropesa le falten recursos dramáticos para otorgar mayor verosimilitud a la escena mencionada.
El impedimento primordial resulta de un instrumento que, se pongan como se pongan, es esencialmente ligero: carece de la anchura, el espesor, la vehemencia de acentos que ha permitido a las históricas representantes del rol de Maria Stuarda convertir, justo en ese punto, el exabrupto en toda una reivindicación, tan fieramente humana, de los ultrajes percibidos, de la injusticia a la que se cree sometida al verse despojada de la que ella entiende, por su linaje y lugar en la historia, legítima aspiración al trono de Inglaterra.
De aquí a que asuma el rol, este próximo, verano en Salzburgo, la soprano estadounidense, en pleno inicio del rodaje de su Stuarda, tiene margen para seguir profundizando en su caracterización, pero lo que no va a cambiar, de la noche a la mañana, es su voz, la fragilidad del registro más grave.
Esta da para lo que da, magnífica en otro repertorio (su reciente Sonámbula romana, por ejemplo, mucho más adecuada a sus medios), no logra lucir aquí en todo su esplendor.
Sí, aquellos momentos que apuntan hacia la introspección, como el aria inicial o la primera parte de la célebre plegaria del último acto, resultan en una artista sensible como la Oropesa de innegable belleza, porque el timbre es grato y posee una excelente línea de canto, buena dicción y manejo de sus recursos expresivos (apiana con gusto, aunque el agudo comienza a resentirse tornándose agrio en ocasiones, y la proyección es limitada).
Por contra, en los instantes que exigen un mayor dramatismo, resulta algo pálida, pese a los evidentes esfuerzos del buen concertador que es Pérez Sierra por matizar el sonido que surge del foso (un belcantista de buena ley como el director madrileño se revela en estos detalles, cuidando convenientemente de los cantantes, aunque en ocasiones resulte casi imposible, como le ocurre también a ratos con Ismael Jordi).
El tenor Jordi, un artista esforzado y un galán de manual
El siempre esforzado tenor jerezano sufre de parejas complicaciones. En el caso de Jordi, el timbre es más pobre, la proyección incluso algo inferior que la de su colega. Tampoco es un lírico, sino un ligero, y por eso busca resarcirse de sus debilidades vocales a través de un fraseo matizado, no siempre canónico: sus medias voces parecen en ocasiones el resultado de un denodado esfuerzo por enmascarar la falta de un sonido más pleno que un recurso expresivo.
Pero es artista noble y honesto, gran profesional, que además suple sus limitaciones con una presencia escénica difícilmente mejorable para encarar a los tipos románticos: el sagaz McVicar se sirve de esta cualidad y apunta un detalle interesante. Aquí, el a menudo melifluo Leicester (sin una triste aria que llevarse al gaznate, solo un arioso), se convierte casi en un hábil seductor. Aunque al final sus mañas de galán de poco le sirvan para salvar a su auténtica amada, intenta manipular a la soberana, Isabel I, a través del contacto físico.
La reina inglesa se beneficia en esta función inaugural de una cantante, la mezzo Aigul Akhmetshina, con los medios más rotundos entre los protagonistas para otorgarle a su personaje esas dosis de vulgaridad que precisamente hacen intolerable para su rival el hecho de que sea quien encarne las virtudes de una monarca, en lugar de ella misma.
Su instrumento, algo corto en el agudo, posee, por caudal y proyección, las armas para dejarse escuchar por toda la sala, imponiéndose sin dificultad sobre la orquesta en las escenas de conjunto, y dotando al personaje de sus perfiles más siniestros: a la hora de la verdad, no le habrá de temblar el pulso al reconocer que un opositor muerto resulta mucho mejor que uno encarcelado; a los mártires se les olvida pronto. Liberada de su grano pudo disfrutar de un reinado próspero y duradero.
El resto del reparto se maneja sin problemas en los cauces de la corrección. No descuida sus cometidos, pero tampoco añade grandes aportaciones personales: tampoco la partitura les ofrece momentos de especial relevancia.
En el caso de Talbot, más allá de los dúos poco más tiene donde lucirse de manera individual. Roberto Tagliavini resuelve su tarea con la solemnidad del oficinista, como se ha visto en las recientes funciones del Don Carlo vienés, donde se mostró sobrepasado por las exigencias de Felipe II.
Este bajo italiano resulta siempre cumplidor en tareas donde no sea necesario descollar a través de grandes aportaciones expresivas. Su insípida contención, el belcantismo noble, pero de bajas revoluciones, resultaron adecuados para la naturaleza del confidente de la monarca caída en desgracia, prudente y leal hasta la hora decisiva.
Menos sibilino que en otras caracterizaciones que inciden en la antipatía y visceralidad del personaje, el barítono Andrezej Filoncyk (hay varios como él e incluso mejores sin salir de casa) resultó adecuado, sin más.
Tampoco resulta lógico que haya que recurrir a Elissa Pfaender, una correcta mezzo estadounidense, para el escasamente significativo rol de Anna Kennedy, que bien podrían cubrir las muchas intérpretes españolas de su cuerda que se encuentran estos días sin trabajo. Pero esta última es una reivindicación que deben asumir los propios interesados, como parece que ya está ocurriendo en algunos casos bien conocidos.
Pérez Sierra, un hábil concertador que mima a sus cantantes
Pérez Sierra, que en los caladeros belcantistas se maneja como pez en el agua, mantuvo el pulso narrativo concertando con flexibilidad, siempre atento a las necesidades de los cantantes.
Quizá por esta última parte, al tener que vigilar especialmente que la orquesta no cubriera a algunos de los protagonistas, su lectura pudo presentar algunos leves síntomas de decaimiento.
También es cierto que, salvo la escena comentada del enfrentamiento, y los cierres de acto, todo en este Donizetti se resuelve dentro de los cauces de esa habilidad, en ocasiones algo rutinaria, que favorece el equilibrio frente a las explosiones dramáticas (más obvias en Lucia di Lammermmor, un drama de colores más vivos y exaltados) y se resuelve a través de melodías gratas y un virtuosismo matizado.
La Sinfónica de Madrid respondió muy bien a las demandas de una batuta que privilegió el control sobre los detalles para garantizar, en una bien trabada labor de engranaje, que todo estuviese en su sitio. Y el coro se mostró en la excelente forma que suele exhibir estos días, dúctil y flexible, con momentos muy inspirados como durante toda la escena final.
Ahí, por momentos, se fundió idealmente con la voz de la soprano para encauzar todo ese torrente de emoción contenida que surge de la serena aceptación de la protagonista de su propio destino. De nuevo nos encontramos como en la reciente Theodora (en su versión original, no la que acabamos de presenciar en el Real), con una mujer capaz de sobreponerse a las mayores adversidades gracias a la inspiración que halla en la fe.
La esmerada dirección incide en confrontación entre los personajes
Del montaje de McVicar se debe apuntar, sobre lo ya anotado, la principal virtud de huir de la fácil provocación banal para lograr algo mucho más complejo. A partir de la música, con una escenografía simple pero efectiva, una luz que subraya el tortuoso camino hacia el desenlace tornándose más sombría a medida que este se aproxima, un vestuario elegante adecuado al momento y lugar históricos y una precisa dirección de actores, despliega ante los sentidos del espectador las peculiares corrientes subterráneas de una historia que carece de grandes acciones.
El director escocés acierta al iluminar, sin cargar las tintas, la confrontación psicológica de unos personajes que, en el caso de las dos mujeres (Donizetti, antes aún que Puccini, supo hallar en la complejidad femenina una fértil vía de explotación para su talento, como reflejan la mayoría de sus más de setenta óperas), concitan el esencial interés de este entretenido drama musical sin mayores pretensiones.