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Crítica musicalCésar Wonenburger

La fiesta de Dudamel en París, con Mahler y sin Maduro

El carismático director venezolano celebró este sábado los cincuenta años de El Sistema y los diez del auditorio parisino con el primer concierto de una gira europea que concluirá en Madrid, el próximo día 25

El director de orquesta Gustavo Dudamel en una imagen de archivoGTRES

París fue una fiesta el pasado sábado. Su nuevo auditorio cumplía diez años y lo celebró con el inicio de la gira de la Sinfónica Juvenil Simón Bolívar de Venezuela, dirigida por Gustavo Dudamel. El conjunto caribeño aportaba además su propia ceremonia, al conmemorarse el cincuenta aniversario de El Sistema, la organización que José Antonio Abreu creó en su día para ofrecer educación musical gratuita a los chicos de los barrios marginales.

También el auditorio parisino surgió en la periferia. En su caso, los políticos franceses buscaban nuevos públicos para la música, y votos. Jean Nouvel, el autor del edificio, que goza de una espléndida acústica y concilia un cierto atractivo visual con la comodidad en sus 2.400 localidades, no asistió a la inauguración ni tampoco al cumpleaños. El ayuntamiento litiga con él por un ligero sobrecoste en las obras que supera los 300 millones de euros. Salió por el doble de lo presupuestado.

Para su concierto (el mismo que ofrecerá en Madrid), Dudamel, el más conocido pupilo de José Antonio Abreu, escogió como plato fuerte la monumental Tercera sinfonía de Gustav Mahler. Abreu, fallecido en 2018, ha pasado de ser considerado casi unánimemente un santo varón a figura objeto de reciente controversia. Algunos de quienes han hurgado en su labor de formación de orquestas juveniles le consideran ahora una suerte de personaje maquiavélico, obsesionado con un único objetivo: lograr el Nobel de la Paz.

La 'Tercera' de Mahler, la más larga de su autor

A sus innegables dotes musicales, y su magnetismo en el podido, Dudamel sumó una circunstancia que propició su temprano lanzamiento internacional. Dos nostálgicos de las hazañas de Fidel Castro, los directores Claudio Abbado y sir Simón Rattle, acudieron a Venezuela para conocer de primera mano lo que ellos mismos no dudaron en proclamar como «un milagro que transformaría para siempre el mundo de la música». Chávez estaba encantado de agasajar a tan ilustres huéspedes. El Sistema se convertía así en un paradigma mundial de lo inclusivo mientras su principal activo consiguió un contrato de la principal discográfica, Universal, junto a invitaciones para dirigir a las mejores orquestas.

Dudamel durante su concierto en ParísCésar Wonenburger

Dudamel logró aparcar sus numerosos compromisos para asistir a las exequias de Chávez, encargándose él mismo de servirle el postrero homenaje musical. Con Maduro la relación también parece cordial. Aunque le afease en público el detalle del asesinato de un joven de El Sistema durante una manifestación, ahora se ha prestado a encabezar esta gira europea, que ha coincidido con la proclamación de un siglo más de dictadura, si se tercia.

La Tercera de Mahler, obra tremendamente ambiciosa, la más larga de su autor, guarda ciertas similitudes en su esencia con La Creación de Haydn. Pero allí donde el empleado de los Esterházy logró plasmar con una mezcla de concisión, eficacia y poderío asombrosos el tránsito de las tinieblas a la luz, su colega precisó de un primer movimiento que dura tanto como toda la sinfonía Linz de Mozart para expresar la misma idea.

Dudamel, más maduro, pero lejos de Bernstein

Se necesita de un férreo pulso narrativo para desgranar todos los asuntos que se plantean, y que tienen que ver con el deseo de Mahler de situar en estos pentagramas el universo entero junto a esa tendencia (subrayada por Celibidache) por desviarse del camino anunciado para entretenerse en meandros a veces excesivos. Estos deben ser hábilmente vadeados sin olvidarse del contexto, la forma. Dudamel que, como escribió Alex Ross a propósito de una reciente interpretación mahleriana con la Filarmónica de Nueva York, «puede ser el director más famosos del mundo, pero no la reencarnación de Leonard Bernstein», a veces presta demasiada atención a los detalles.

El arranque de la sinfonía estuvo desprovisto de gran parte de ese misterio inicial que pone en marcha el mecanismo de las contradicciones de este autor, capaz como pocos de mostrarse a la vez sublime y vulgar. A ratos el discurso perdía fluidez, empeñado en subrayar este u otro motivo con la complicidad de sus instrumentistas. Todas las intervenciones individuales, como ocurrió en el resto de la sinfonía (para la trompa de postillón se recurrió al estupendo Pacho Flores), resultaron magníficas, como se corresponde con este muestrario de jóvenes sobradamente preparados.

Tanto el concurso de la estupenda mezzo Marianne Crébassa (quizá algo ligera para la parte, pero en todo momento expresiva), como el de los coros reunidos (pertenecientes a la Orquesta de París) resultaron idóneos en sus intervenciones. Ya desde el propio inicio del concierto, en un par de canciones de sabor naïve, cosecha de Abreu, su afinación resultó impecable.

En los últimos tiempos, Dudamel ha moderado el gesto. Aquella primitiva exuberancia ha menguado como el tamaño de los rizos de su melena. Las vigorosas danzas de sus primeros años, que tan buenos efectos procuran a veces a la vista, más que al oído, han dado paso a un director maduro, consciente de su genuino papel transmisor. Pero aún le quedan algunos tics, como se pudo apreciar en el movimiento conclusivo.

Un final efectista, más estruendoso de la cuenta

No es este director, todavía, un gran predicador bruckneriano, y se notó en esta página final que tanto le debe al genio de Ansfelden (y un breve resplandor, también, al Verdi de Otello que muy pocos han sabido apreciar). Sus amplias líneas no fluyeron con la calidez y densidad requeridas. Pero sobre todo su falta de afinidad espiritual se apreció en una coda escorada hacia el efecto más estruendoso y chabacano que procura la reacción fácil, ese torrente de bravos inflamados con decibelios que pervierten la conexión íntima y espiritual, la experiencia inefable del más allá.

Tampoco tenía Dudamel necesidad de provocar el entusiasmo desbordado. Extrañamente, hubo aplausos al concluir cada movimiento, como si buena parte de la asistencia desconociera los usos y costumbres propios de este tipo de manifestaciones. Quizá finalmente se haya cumplido lo que se pretendía al ubicar el auditorio en el extrarradio, que acuda un público nuevo, menos formal, más espontáneo.

Ni una palabra para sus compatriotas

Durante estos días, Dudamel ha hablado de la necesidad de proponer ahora la Tercera de Mahler para resaltar su mensaje de amor, que debería servir «para favorecer la empatía entre las personas». Como discurso está muy bien. Pero a veces es preciso descender a la tierra.

¿Ni una triste palabra para sus compatriotas que sufren las barbaridades del tirano? ¿No debería aprovechar él su celebridad internacional para intentar abrirle los ojos a quienes aún creen en las bondades de un régimen que encarcela, tortura y mata a los disidentes? ¿Es mejor callar, mirar hacia otro lado, invocar al dios Mahler y al consuelo que proporciona la música y prestarse para seguir colaborando con un dictador? ¿París bien valía esta fiesta?