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César Wonenburger
Historias de la músicaCésar Wonenburger

El adventista profeta de Bruckner

Cerca ya de los cien años, el decano de los directores de orquesta, Herbert Blomstedt, continúa sin parar (si acaso los sábados) su esencial apostolado para difundir la grandeza, con su hondo sentido espiritual, de la música de Anton Bruckner

Actualizada 04:30

Herbert Blomstedt en una imagen de archivo

Herbert Blomstedt, en una imagen de archivo

Algún beneficio terapéutico debe proporcionar la música cuando Jenófilo, el pitagórico, logró resistir hasta los 106 sin ningún rasguño.

A Herbert Blomstedt, el director estadounidense de origen sueco, algunos de los integrantes de la Filarmónica de Berlín, lo miraban el otro día, al término de su magistral interpretación de la Novena de Bruckner con la que esta orquesta dio por zanjadas las conmemoraciones del aniversario del compositor austríaco, como si percibiesen que la ocasión entrañaba un significado particular, más allá de la propia trascendencia del mero hecho musical.

«Quién sabe si volveremos a tenerle otra vez por aquí…», parecían cavilar emplazados entre la lástima, el agradecimiento y el desencanto.

A sus 97 espléndidos otoños, Blomstedt aguarda añadir los que aún puedan tocarle en el sorteo para perseverar en su magisterio. Tiene buena genética, heredada en parte de su padre, un pastor adventista que primero se estableció en Massachussets, y luego, cuando aquel niño destinado a convertirse en un corredor de fondo, uno de esos directores de orquesta a los que la celebridad les alcanza cuando en la cima de la última montaña apenas quedan ya escaladores de auténtica valía, regresó con la familia a la patria escandinava.

Por si acaso, durante todo el trayecto ha evitado permanentemente el alcohol y el tabaco, se alimenta como un pajarito, solo de vegetales, y los sábados procura no trabajar, según los preceptos de su iglesia. Si acaso tiene concierto, ese día nunca ensaya, como hacía el progenitor, que siempre dedicaba los viernes a pasear durante las tardes mientras meditaba el sermón de la siguiente jornada.

Música para el intelecto, pero que no desdeña las emociones

Aun así es consciente de que no hay cuidado capaz de entretener para siempre a la parca. Como él mismo sostiene, existen montones de viejos que fuman y beben con tesón, y se mantienen extrañamente lozanos. Otra cosa será.

En su caso, la criptonita se la proporciona la música. Y no de cualquier especie, sino la que proviene de los grandes compositores que conforman el núcleo de su repertorio: Beethoven, Schubert, Brahms y por su puesto Bruckner.

Todos ellos fueron capaces de concebir obras que se dirigen al mismo tiempo al intelecto, el espacio platónico de las ideas, pero sin abandonar jamás el territorio inefable de las emociones.

Porque la música que solo razona suena seca, y aquella otra reservada al mero entretenimiento, hueca. Ahí se asienta la honda raíz de su credo.

Lo bueno de prodigarse durante casi una centuria es que, si te consagras plenamente a aquello que verdaderamente proporciona sentido a tu vida, tienes tiempo para recorrer casi todos los caminos de la empresa escogida, explorar las distintas posibilidades que se te ofrecen, equivocarte y alguna vez incluso acertar. Blomstedt lo ha probado con bastante fortuna.

En Upsala conoció los principales secretos de la polifonía, que luego pudo ampliar al beber del contrapunto y la inalcanzable sencillez bachianas en las fuentes prístinas de Basilea, donde se le regresó a la música barroca algo de su originaria pureza.

Como todo adolescente de su tiempo, recelaba del fuerte aroma a melodismo sin filtros que desprendían los pentagramas de Rachmaninov, Grieg o Bruch, y prefirió centrarse en explorar la naturaleza salvaje y el rigor formal que le proporcionaban Stravinski o Schönberg. Tuvo su peculiar «momento Darmstadt», a donde acudió en busca del santo grial de una modernidad que pronto se le reveló demasiado aferrada al dogma.

No fue ese el sendero escogido finalmente para encauzar sus propósitos. Por el camino se le llegó a cruzar Wilhelm Furtwängler, que en una ocasión había acudido hasta Suecia para dirigir una sinfonía de Bruckner, toda una novedad.

Un frustrado pero decisivo encuentro con Furtwängler

Entre el público asistente a aquel concierto se encontraba un joven anonadado ante el hallazgo. Fue uno de los pocos. La feligresía del cantor de San Florián no se ensanchó ese día, pero a cambio ganó algo más valioso, un abnegado profeta para la causa. Blomstedt y tres o cuatro aficionados más aguardaron al legendario director en la puerta de artistas. Furtwängler se abrió raudo paso hecho un basilisco.

Luego se supo el motivo. Tanto esfuerzo para servirles un buen pedazo primerizo del mejor Bruckner a los suecos, y estos solo le habían correspondido con unos tibios aplausos. El hijo del pastor tomó buena nota. Aquel milagro merecía una conversión. Desde ese momento, se encargaría él mismo de predicarle a sus compatriotas la buena nueva del más grande creador de sinfonías después de Beethoven, según su elevado criterio.

No tuvo malos maestros Blomstedt. El primero Tor Mann, que había tratado a Sibelius. Pasó unos pocos días bajo el influjo de Nadie Boulanger, que en aquella época equivalía a una visita papal. Y más tarde peregrinó hasta Compostela en compañía del futuro creador de la Orquesta de la RTVE, el gran Igor Markevitch. Prestándole asistencia durante una actuación en la catedral donde el mestre Mateo obró su prodigio, aprendió de su rigor y se asomó a las entretelas sombrías de quien se obstina inútilmente en perseguir la perfección humana: cuando no la hallaba entre sus músicos, Markevitch se enrabiaba.

Nunca le gustó el Mahler que dirigía Bernstein

En cambio, Leonard Bernstein, otro de sus tutores, parecía un espíritu más benevolente con las debilidades ajenas. Desprendía jovialidad y energía a raudales, lo cual se transmitía a sus interpretaciones. A veces hasta llegar a perjudicarlas, según Blomstedt.

El Mahler de Lenny le gustaba más bien poco porque la propia naturaleza exuberante del director parecía desbordarse a través de las dinámicas extremas, de los golpes de efecto que encandilan a la vista, y a veces también al oído, si bien a fuerza de convertir al mensajero en el auténtico protagonista hasta opacar el genuino espíritu del creador.

Mahler se presta a veces gustosamente a ello, como bien conocen algunos jóvenes aspirantes a maestros, virtuosos acróbatas del podio.

No, el austero Blomstedt también se apartó de la vía mahleriana, que con Bernstein ya se encontraba eficazmente pavimentada, y consagró buena parte de sus ocupaciones en las muchas orquestas con las que ha mantenido un vínculo profesional (Estocolmo, Radio danesa, Oslo, Gewandhaus, Staatskapelle de Dresde, San Francisco, …) a enviar algo de luz a las profundidades del alma.

Al menos eso es lo que Bruckner ofrece si uno está dispuesto a embarcarse en un viaje para el que solo es necesario reunir algo de paz y tranquilidad, mucha atención y mostrarse abierto. Porque como asegura el anciano maestro de eterna sonrisa beatífica, al que le auguramos más años para continuar su vivificante apostolado: «No es necesario ser profesor universitario para comprender esta música».

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