La tentación imposible de Sánchez
El cuerpo le pediría montar una cortina de humo con una campañita contra la Corona, pero es mucho toro para un presidente tan extremadamente débil
El 4 de julio de 2020, Sánchez, que nos había encerrado inconstitucionalmente y okupado la televisión de sol a sol, giró de repente. En un mitin a las puertas de las elecciones gallegas decidió vender triunfalismo. Dio la epidemia por «controlada» y animó a «disfrutar de la nueva normalidad». Se estaba precipitando. Ese mismo día fue confinada Lérida y la covid todavía repuntaría con varias oleadas mortíferas. Aún hoy desconocemos la cifra real de muertos, una de las muchas ignominias que la pastueña sociedad española ha tolerado.
En el verano de 2020, Sánchez no estaba, por tanto, saliendo airoso del envite de la covid. Necesitaba una cortina de humo, que se hablase de otro tema. Eligió al Rey Juan Carlos. El Gobierno lo señaló y ordenó a sus televisiones ponerlo en la diana cada día. Resultó toda una exhibición de fuerza de Sánchez, porque el 4 de agosto de 2020 el viejo Rey abandonaba España, en lo que era una pena de destierro en todo menos el nombre.
Ahora Sánchez inicia el año sumido de nuevo en el agobio, con la pasarela de los tribunales y con los presupuestos en el alambre. Si dejan hacer su trabajo a la Guardia Civil y se abren de una vez los dispositivos de Aldama, Koldo y Ábalos, su situación puede volverse casi insostenible. Necesita de nuevo una cortina de humo para distraer al público. Dada su naturaleza, no sería descabellado que sopesase una campañita de distracción a costa de la Corona, institución que le desagrada de manera instintiva, por una sencilla razón psicológica: su híper ego no soporta que exista una figura superior a él jerárquicamente y con mucho mayor predicamento.
Almudena Martínez-Fornés confirmó ayer aquí en una excelente crónica lo que ya se susurraba. Tras los incidentes de Paiporta del 3 de noviembre, Sánchez se encaró con el Rey en una estancia del Centro de Emergencias de Valencia. Le reprochó haberse quedado cuando los vecinos se soliviantaron y el tono de la conversación se caldeó. En paralelo, en aquellos días la Moncloa se dedicó a trasladar a los medios que la Corona se había equivocado visitando Valencia. Desde entonces, el presidente no ha vuelto por allí —aunque ha estado en Bakú, Río, Rabat, Bruselas y esquiando en Cerler—, mientras que los Reyes han repetido sus visitas con normalidad y éxito.
Sánchez ha sido de largo el presidente que peor ha tratado al jefe del Estado. Le ha rebajado su agenda internacional. Le ha retirado en ocasiones al ministro de acompañamiento. Ha incurrido en gestos groseros, como llegar tarde o saltarse el protocolo. Utilizó al Rey en su paripé de los cinco días de meditación. Ni siquiera lo informó previamente de la cesión sobre el Sáhara, incumpliendo así su deber constitucional. Por último, ha impuesto al monarca dos duros trágalas, los indultos y la amnistía, antitéticos con el discurso del Rey de 2017, hasta ahora el más importante de su reinado.
A una persona de la psique de Sánchez le chiflaría una república con él acumulando el poder supremo. Si un día el PSOE virase y se situase contra la monarquía, el futuro de la misma se vería harto comprometido. Pero resulta casi imposible que Sánchez, a pesar de sus patentes gustos autocráticos, dé ese paso. Es un presidente peso pluma, que no se atreve ya ni a pisar un bar. Carece de fuerzas para una aventura así, y más frente a una institución que lo triplica en popularidad.
Así que en este 2025 continuará, sin pasar a mayores, el desagradable juego que venimos observando. Sánchez le hará algunas puñetitas al Rey, y Felipe VI, que es más largo de lo que pueda parecer, se hará el longuis, sabedor de que (todavía) estamos en una democracia y de que la anomalía que hoy pernocta en la Moncloa tiene fecha de caducidad.
Si no fuese así, habríamos aterrizado directamente en Venezuela.