María Rosa de la Cierva, la monja que resolvía entuertos sin remilgos ni pamplinas
A su toma de hábito en el convento llegó en su Vespa. Conducía coches, motos, jugaba al tenis, patinaba, le encantaba la playa y se pasaba horas en el agua
Las necrológicas publicadas estos días trazan el perfil, difícilmente encasillable, de una religiosa del Sagrado Corazón, la hermana María Rosa de la Cierva. Una mujer fuerte, una inteligencia privilegiada, una capacidad de trabajo legendaria, inasequible al desaliento y siempre fiel a la Iglesia y a la tarea que en cada momento le fuera encomendada por ardua que fuera.
Más allá de los cargos que desempeñó, que no se permiten atisbar la influencia real que tuvo, estaba la hija póstuma que nació un 3 de diciembre de 1936, al mes de ser fusilado su padre en Paracuellos del Jarama; la hija abnegada que se ocupó de su madre hasta su muerte; la nieta de uno de los Ministros más importantes y leales de Alfonso XIII; la sobrina del inventor del autogiro; la pequeña de seis hermanos entre los que había un Ministro de Cultura e historiador, un ingeniero inventor con más de cincuenta patentes, una Directora General de Familia de la CAM…, pero ella no sería menos. Hizo honor a los suyos en la misión que le correspondería en la educación y en la Iglesia española.
Le pidieron muchos servicios en su comunidad, en el ámbito de la enseñanza, en la Conferencia Episcopal Española, en el arzobispado de Madrid; unos públicos y otros no tanto. Los llevaba a cabo con vocación de servicio y total entrega, con una natural y resolutiva autoridad y eficacia, sin remilgos ni pamplinas, ajenos por completo a su carácter. Siempre discreta, sin buscar el aplauso sino el trabajo bien hecho, llegando al fondo del asunto y a la resolución del enmarañado tema que correspondiera. Era respetada y se valoraba mucho su opinión y análisis, pero también era querida, incluso por los que no pensaban como ella, desde el Ministro, la Presidenta de Comunidad, el Consejero de Educación, el Inspector y el Director de colegio, hasta profesores y padres de alumnos a los que había ayudado en algún momento. En la Iglesia de Madrid se conocen las cosas que han salido adelante gracias a ella, a sus gestiones y su buen hacer.
En el ámbito familiar era «Chino», «la tía Chino» para los sobrinos. La primera mujer en hacer su tesis doctoral con un ordenador, contaba mi padre. Sonriente, familiar, cariñosa, leal, culta y viajera. Con su hermana Blanca al lado en todo momento, acompañando, cobijando, porque a las monjas por muy fuertes, abnegadas y cargadas de responsabilidades que sean, también –o precisamente por ello– les hace bien el afecto humano de su familia natural, además del de la religiosa; recibirlo y darlo: era la primera en recordar una efeméride, la primera en felicitar, en ayudar a todo y a todos, en solucionarte el problema que fuera. La que regalaba biblias en las Primeras Comuniones, Bendiciones Apostólicas a las bodas y agua del Jordán en los bautizos, y todos los años en Navidad, a los veintiún sobrinos, una pequeña linterna perfectamente envuelta y etiquetada con el nombre de cada uno.
A su toma de hábito en el convento llegó en su Vespa. Conducía coches, motos, jugaba al tenis, patinaba, le encantaba la playa y se pasaba horas en el agua. Que la llamaran Chino ya indicaba que se trataba de una persona única y diferente a todas.
Sierva buena y fiel, entra en el gozo de tu Señor.