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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Feliz 2025 (y hay motivos)

Permitan el lujo de un poco de optimismo en este inicio de año, porque el mundo ha mejorado mucho, aunque a veces no lo parezca en absoluto

Actualizada 16:57

En realidad no debería estar escribiendo esto. Porque si aplicamos las probabilidades estadísticas yo no debería haber existido. Tres años antes de mi nacimiento, mi padre naufragó en un temporal en el Gran Sol y se salvaron de chiripa, al borde ya de la hipotermia.

Él había salido de la Escuela de Náutica de Vigo como uno de los patrones más jóvenes de España y enseguida se hubo de poner al frente de hombres muy curtidos, marineros de mil fatigas e incontables espirituosos, a los que les parecía solo un mocoso… hasta que se ponían a trabajar. El barco en el que faenaban se llamaba el Monte Jaján, como la sierra que domina la majestuosa Ría de Vigo desde la Península del Morrazo. El pesquero era de madera, un cascajo, una broma ante el invierno del Atlántico en Irlanda. Un golpe de mar lo reventó. Antes de irse a pique, mi padre fue atando a sus tripulantes a unos maderos con unos cabos, porque allí no había botes de salvamento. No hizo un Lord Jim, no. Cumplió las leyes de la mar y saltó del barco el último. Tras la evacuación solo les esperaba un paréntesis breve hasta una muerte por frío y ahogamiento. Pero sucedió un milagro. Pasó por la zona otro pesquero gallego, El Espenuca, que los vio y los rescató. Su regreso vivos a Galicia asomó a las portadas de los periódicos. Ojalá algún literato o cineasta de fuste detallase algún día aquella historia.

Tal vez por este tipo de memorias, y porque conocí el mundo de ayer, me fatiga un poco el frustrante pesimismo militante en que estamos sumidos. España tiene un problema político serio, porque un partido medular ha extraviado su brújula y se ha aliado con los enemigos de la nación. La propia democracia está deteriorándose por la obcecación de un ególatra amoral. Además volvemos a sufrir una larga guerra en Europa, Oriente Próximo es un polvorín —como siempre— y las satrapías están crecidas y van a más. La Inteligencia Artificial puede convertirnos en seres obsoletos y superfluos. Las tentaciones nacionalistas y proteccionistas, que nunca han funcionado, vuelven a estar de moda, al igual que las siempre fallidas recetas socialistas. Por último, y tal vez sea lo más grave, se está perdiendo en Occidente el sentido de lo trascendente. Se está cometiendo el error suicida de encerrar a Dios en un baúl de amnesia, con el consiguiente seísmo moral.

Pero con todo y eso, el mundo es infinitamente mejor que el del convulso y espantoso siglo XX, que vio dos Guerras Mundiales con millones de muertos; las bombas atómicas en acción; una Guerra Civil y una mortífera persecución religiosa en España; los terrores genocidas de Hitler, Mao, Stalin y Pol Pot. Las hambrunas más estremecedoras en África. Un volumen de violencia terrorista que supera de largo al de ahora (ETA, el IRA, las Brigadas Rojas… eran bandas europeas que perpetraban auténticas carnicerías de manera constante).

Por edad, me dio tiempo a ojear la última marea del pasado. Pude observar de pasada los estertores de la aldea gallega inmemorial, donde todavía vivían como si estuviesen en el neolítico, con las reses dando calor con su aliento a los cuartos del piso superior. Conocimos aquellas casas siempre húmedas de las ciudades, donde la calefacción era una rareza «de ricos», como salir a restaurantes, irse de vacaciones o volar en avión. Era un mundo donde llegar a la universidad no se daba casi por descontado, como ahora. Donde había estercoleros de basuras en zonas urbanas que hoy acogen parques y jardines. Donde los hijos heredaban la ropa, los juguetes y los manuales escolares de sus hermanos mayores. Donde en muchos hogares el único libro era la guía de teléfonos. Donde los españoles todavía emigraban en gran volumen a Inglaterra, Alemania y Suiza con una maleta de cartón para buscarse un futuro.

Cuando era niño, a finales de los sesenta y primeros setenta, a veces fabulaba con cómo sería el mundo y cómo sería yo en el año 2025. No me siento decepcionado. Existen problemas, y muchos. Pero también hay avances maravillosos, que se unen a la bendición de que en España seguimos conservando algo que no tiene precio: la red de amor y mutua ayuda familiar y la alegría de vivir.

Así que feliz 2025. Habrá tiempo —y necesidad— de seguir hablando del innombrable, pero hoy solo toca desear a todo el mundo todo lo mejor.

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