El secreto supremo de Raphael
Nació con el regalo de una voz extraordinaria y un carisma peculiar, pero el resto de su éxito ha tenido tres bases: currar, currar... y seguir currando
Me dan un poco de pena los chavales de hoy, porque están desbordados por la opulencia. Hay tanta cacharrería y tantos estímulos que incluso ha desaparecido el aburrimiento. O si se me permiten jugar a la paradoja chestertoniana, quizá sucede exactamente lo contrario: hoy vivimos en el engaño de un aburrimiento perpetuo disfrazado de actividad incesante.
A mí me tocó ser niño en los sesenta y primeros setenta. ¿Tecnología? En casa había una tele en blanco y negro, discos, casetes, libros y tres o cuatro periódicos cada día. Esas eran nuestras ventanas al mundo, y ahora lo evoco con cariño, como una maravilla. La discografía de mis padres era variada, con un popurrí de divos de la época: Peret y Tom Jones, Cecilia, Karina y Jeanette, Los Diablos y Fórmula V, Andrés do Barro y Juan Pardo, Aznavour y Adriano Celentano, Luis Mariano y Nino Bravo… y por supuesto no faltaban los discos de Raphael, con PH, ¡cómo no! (según su explicación «porque quería llamarme solo Rafael, pero decían que quedaba corto en los carteles, así que añadieron el PH, que en extranjero sonaba muy bien»).
En los años ochenta, mis hermanos, mis amigos y yo escuchábamos a los grupos ingleses de los sesenta y setenta, y a los Clash, Police, Depeche Mode, los Ramones… Raphael nos parecía una especie de broma, un capricho antiguo de nuestros padres. Cuando salíamos de parranda en los días universitarios, existían algunos garitos que a modo de fin de fiesta, para echar una risas, pinchaban una de Raphael (Mi gran noche, Escándalo). Las crónicas contaban que era un grandísimo artista, que había vendido 50 millones de álbumes, que estaba en posesión del único «disco de uranio» del planeta, lo cual sonaba casi alienígena; que había triunfado en el Madison Square Garden en fecha tan temprana como 1967, que se había paseado por el show de Ed Sullivan, donde América descubrió a los Beatles; que hasta era venerado en la mismísima Unión Soviética... Pero a nosotros Raphael, en la soberbia faltona de la juventud, nos seguía pareciendo una coña. Su estilo engolado y su mímica afectadísima poco nos decían, aún reconociendo su chorro de voz.
En el cambio de siglo, dirigiendo un periódico en Madrid, un día me enviaron dos entradas para acudir al teatro a ver un concierto de Raphael. Allá nos fuimos el jefe de Cultura y yo, no sin un cierto soniquete irónico. Nos sentamos y nos llamó la atención el abigarrado cóctel de celebridades que teníamos sentadas alrededor. Allí estaban Alaska, el político Carlos Iturgaiz, Parada y su pianista, Lina Morgan… Lo cual acrecentaba el tono de cachondeo cínico con que habíamos acudido a la velada. Y entonces salió Raphael como un vendaval. Entró en trance, se comió el escenario espoleado por una orquesta soberbia, hizo su número de romper un espejo de una patada, se fue del escenario como en un desplante. Volvió. Cantó todo lo que quiso, con unas tonadas que al escucharlas sin prejuicios contenían unas melodías soberbias y alguna letra de más calado del aparente. Salí de aquella ceremonia convertido en un raphaelista más, sumándome así tardíamente al club en el que siempre había militado mi madre.
Ahora nos cuentan que la enfermedad de Raphael es muy mala, peor de lo previsto. Consuela pensar que ha hecho hasta los 81 años lo que le ha dado la gana, que era tan sencillo como difícil de lograr: recorrer el mundo sobre las tablas recibiendo la aclamación multitudinaria del respetable. «¿Retirarme? Nunca. ¿Qué quieres que haga en casa? ¿Ver la tele? ¿Ver a Nadal? Si ya se ha retirado», comentaba jocoso en una de sus últimas entrevistas.
Raphael ha formado parte de la vida de cinco generaciones de españoles, y eso es dificilísimo. Cantó en El Pardo, como tantos de sus coetáneos, y aun siendo de corazón de derechas tuvo la astucia de ganarse en el siglo XXI a los culturetas de izquierdas, que si te enfilan no te perdonan y te tachan.
Miguel Rafael Martos Sánchez, hijo de un albañil de Linares que emigró a Madrid cuando él tenía nueve meses, nació con una voz sensacional, que le hizo ganar un premio europeo en Salzburgo con solo nueve años. A esa garganta prodigiosa se unió un carisma hipnótico sobre el escenario, con una gesticulación particularísima.
Pero esas armas no bastan para mantener el éxito durante más de sesenta años, en especial en un país como España, que a diferencia de Francia y el Reino Unido se muestra a veces que es muy mezquino con el otoño de sus grandes artistas. En realidad, el componente definitivo de la fórmula magistral de Raphael contaba con tres ingredientes más: currar, currar… y seguir currando. Ése ha sido el gran secreto de este peculiarísimo artista, un español que siempre ha hablado bien de su país, que ha buscado la excelencia en su profesión, que ha cuidado y querido a su mujer y a sus tres hijos y que supo superar los problemas que le acarreó la intimidad con la botella en la soledad de los hoteles y su larguísima enfermedad hepática, que acabó con un feliz trasplante en 2003.
Si cada español se aplicase en lo suyo como este estajanovista de la canción, España iría como un cohete (pero de verdad). Gracias, Raphael. Ánimo en tu pelea, y disculpa que alguna vez te tomásemos de chufla.