La España chabacana del régimen
A la falta de respeto hacia las creencias ajenas (salvo si son musulmanas, que entonces no se atreven) se une un orgulloso aprecio por el mal gusto y la faltada
Acabo de estar de cumpleaños. Cometí un error táctico. Debí haber pedido en su día a alguna mano amiga que me regalase un reloj de cajón a la vieja usanza, de esos que antaño engalanaban las salas de estar y daban puntuales las campanadas.
Si hubiese dispuesto de un reloj así, me habría tomado las uvas a su compás de la manera más plácida y elegante. Me habría ahorrado la disyuntiva de tener que elegir entre lo peor y lo malo. Es decir, entre recibir el año con la chabacanería del régimen, que encarnaban el bufón oficial del Estado y su ayudante faltona; o la chabacanería del duopolio, representada por una esforzada señora que sigue pensando que a estas alturas del siglo XXI algo tan rancio —y tan antifeminista— como enseñar un poco de cacha y embutirse en un traje de vedette kitsch es súper guay y archi original.
Los programas de las campanadas desde Sol retrataron dos tendencias de la nueva España modelada por la ingeniería social del sanchismo:
La primera tendencia es un gusto militante por el feísmo y la chabacanería. Se huye de la belleza, la gracia creativa y la inteligencia y se ensalza con orgullo la vulgaridad, pues en ella es más fácil unificarnos a todos. La carencia de ingenio se sustituye por provocaciones cutres y simplonas, que además confunden lo hortera con lo moderno. Pensar cotiza a la baja. Resulta más asequible, más igualitario, provocar activando solo media neurona.
La segunda tendencia es que un poder que se hace llamar «progresista» está recuperando la cavernícola bandera del anticlericalismo. Constituyó ya una seña de identidad de la izquierda española en el siglo pasado, cuando llegaron al escalofriante extremo de desatar una de las persecuciones religiosas más mortíferas de Europa.
La desconocida cómica que acompañaba a Brocano, a la que han promocionado a marchas forzadas, no se mofa por casualidad de una de las imágenes más veneradas de Jesucristo. Lo hace dentro de un clima muy concreto, fomentado por un poder intervencionista en todo. La seudo humorista gordeta —y perdonen los de la corrección política la exactitud de la descripción— se lanzó a su faltada, falsamente humorística, porque sabía que con ella puntuaba alto ante el poder sanchista. Era consciente de que el régimen le iba a agradecer su audacia contra esos rancios que todavía se empecinan en creer en Dios y en el insuperable mensaje de Jesús. Se ha visto a las claras en el ardoroso y rápido respaldo que recibió de Bolaños tras la polémica.
Como es lógico, ha habido quejas católicas. Una televisión pública progubernamental, que todos estamos obligados a pagar, nos guste o no, aprovecha los minutos de más audiencia del año para un guiño blasfemo y tontolaba, destinado a molestar a los cristianos (mayoría absoluta entre la población española). Todos sabemos que jamás se habrían permitido tan intrépidas chanzas sobre Mahoma. Y si la chufla hubiese sido a costa del cambio climático, el feminismo-charo o el empalagoso movimiento arcoíris, a estas horas la izquierda estaría bramando iracunda contra tan inaceptable ofensa y el cómico sería proscrito, no serviría ahí el eximente del animus iocandi.
Pero a los cristianos, que les vayan dando... De hecho, la reacción de Bolaños ha consistido en tachar de «ultras» a los que se quejan y en anunciar la pronta retirada del delito de ofensas religiosas. La izquierda española vuelve a ser activamente anticristiana, porque considera peligrosa a una gente que se resiste a someter sus vidas al molde del pensamiento único «progresista». Se trata de unos disidentes que creen que existen una moral, una verdad y un poder eternos, ajenos y superiores al coyuntural catecismo obligatorio de la izquierda. Y eso no puede ser.
El Gobierno no gobierna. A Sánchez le basta con estar en el Gobierno. Y sin nada mejor que hacer, se dedican a avivar las divisiones guerracivilistas. Hay que reactivar los odios de los días del primer Frente Popular y fomentar la política de muros. Es vital convertir la vida pública en una liza de hinchas con orejeras, para que pueda calar bien hondo el lema que salva la poltrona del interfecto: «Pase lo que pase, robe lo que robe y mienta lo que mienta la izquierda, que jamás vuelva a gobernar la derecha».