Y, entonces, ¿qué le decimos a Lalachus?
Tener el impulso de desenvainar la espada es humano; volverla a envainar, evangélico
Hay una anécdota que cuentan que ocurrió en el seminario de Comillas, en Cantabria, en plena II Guerra Mundial, y a la que se le podría aplicar aquella máxima de Se non è vero, è ben trovato. Un pequeño grupo de seminaristas discutía acaloradamente sobre las maldades de Iósif Stalin. Cerca de ellos paseaba un sacerdote sabio y anciano, al que inquirieron por su opinión sobre el sanguinario líder soviético. Después de discurrir unos segundos, les observó y, con gran afabilidad, les respondió: «Solo les diría que se nota que ni ustedes ni yo hemos muerto por Stalin». Y prosiguió su paseo.
He recordado esta sencilla anécdota cuando, en estos días, se ha levantado una justificada polvareda a cuenta de la retransmisión de las campanadas en TVE por Broncano y Lalachus. Soy de los que creen que se ha tratado de una burla ofensiva, de mal gusto, soez, chabacana, irrespetuosa, innecesaria, gratuita, inapropiada e impropia de una televisión pública (o privada). Los cristianos, claro, «tenemos todo el derecho a decir 'no me gusta' o a señalar el 'doble rasero'», como ha defendido el jesuita José María Rodríguez Olaizola, SJ, porque «los católicos no somos ciudadanos de segunda y menos en un país donde la inmensa mayoría de ciudadanos están bautizados o son hijos de católicos», como ha señalado el obispo de Vitoria, monseñor Juan Carlos Elizalde.
Pero, tras dar «nuestra respuesta firme y sin fisuras: respeten la fe en Cristo» –como ha subrayado el prelado vasco–, los cristianos tenemos el deber de la caridad. Y no, no se trata de caer en tibieza, en medias tintas, en paños calientes o en buenismos. La verdadera caridad —no la impostada, la artificial, la meapilas—, la que brota desde el don y la fe auténticas, nos impone —bendita imposición— el amor al prójimo. Sin ella, no hay Evangelio.
Tener el impulso de desenvainar la espada es humano; volverla a envainar, evangélico. Eso fue lo que le explicó Jesús a San Pedro cuando este le rebanó la oreja derecha a Malco: «Mete tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?» (Jn 18, 11). Lo ha escrito el obispo de Córdoba, monseñor Demetrio Fernández, en su carta de esta semana: «La reacción natural es la de devolver ataque con ataque, insulto con insulto, y de esta manera no arreglamos nada, o no llegamos al fondo de la cuestión».
El Evangelio no nos hace timoratos, ni blandos, ni frágiles, ni almibarados, ni unos tipos sin carácter, ni nos pide reprimir nuestros sentimientos, pero sí encauzarlos. Personalmente, me cuesta entender a esos cristianos de voz aflautada y gestos amanerados que les afloran cuando «se comportan» como cristianos.
Y, entonces, ¿qué le decimos a Lalachus? El arzobispo de Valladolid, monseñor Luis Argüello, ha dado la clave en estos días: «No es una buena defensa del símbolo del Amor misericordioso insultar a las personas a las que el Corazón de Jesús también ama y perdona sus ofensas». Alzar la voz y defender, sí —incluso acudiendo a los tribunales, en los casos en los que esté justificado—; insultar, contraatacar, denigrar, ridiculizar y humillar, no. Siempre que se quiera, claro está, vivir el mandato evangélico.
¿Qué más se le podría decir a Lalachus? Que es profundamente amada. Que es valiosa. Que su vida posee un valor infinito a los ojos de Dios. Que es bella. Que tiene un propósito. Que no se deje engañar por un mundo que no la ama, aunque en ocasiones la aplauda. Que el Señor tiene un extraordinario plan para ella que supera con mucho su mayor sueño. Que Dios no nos ama menos por nuestras infidelidades, sino que sale con más ahínco si cabe a buscarnos. Que Él no lleva cuenta de nuestros delitos. Y que Cristo ha muerto en la cruz por ella y por cada uno de nosotros. Incluso por Stalin.