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El observadorFlorentino Portero

Sobre cables y gasoductos

La historia se repite. Viejos barcos de pequeñas compañías, en ocasiones con bandera de conveniencia, aparecen en la zona afectada y en las fechas exactas realizando cursos extravagantes, hasta que se produce la rotura

Actualizada 01:30

Como si de una epidemia vírica se tratara, cables de comunicaciones y gasoductos sufren roturas en las profundidades marinas por culpa del despiste de algunos capitanes, que parecen olvidar la conveniencia de recoger sus anclas cuando navegan. En estas últimas semanas hemos asistido a varios casos en el Báltico, un mar casi cerrado, pero en el que ocurren demasiadas cosas desde la invasión rusa de Ucrania y la consiguiente solicitud de ingreso en la Alianza Atlántica de Suecia y Finlandia. En estos últimos días la epidemia parece haberse trasladado al Pacífico, en concreto al norte de la isla de Formosa, donde un buque ha roto un cable de comunicación taiwanés.

La historia se repite. Viejos barcos de pequeñas compañías, en ocasiones con bandera de conveniencia, aparecen en la zona afectada y en las fechas exactas realizando cursos extravagantes, hasta que se produce la rotura. Cuando las autoridades tratan de averiguar lo ocurrido ya se encuentran en aguas internacionales o el país de origen no colabora suficientemente para poder aclarar lo ocurrido. En todos los casos la propiedad nos remite a Rusia o China.

En el argot de la defensa se denomina «zona gris» al espacio comprendido entre la paz y la guerra, donde estando la seguridad en cuestión no se llega a un conflicto armado. Entre potencias nucleares la victoria, entendida en términos clásicos, es imposible, por lo que las tensiones se derivan hacia el desgaste, tanto del rival como de sus alianzas. Rusia y China, aliados en la campaña para poner fin a la hegemonía de Estados Unidos y de Occidente, ponen a prueba con estas acciones sus capacidades para provocar el colapso de otros estados al tiempo que tratan de disuadirles de continuar manteniendo una posición contraria a sus intereses.

Estas acciones complementan otras que responden a la misma finalidad. El ejemplo más característico sería el de las cibernéticas. Cada día nuestras administraciones y empresas sufren la intrusión de hackers, que tratan de conocer la arquitectura de los sistemas, hacerse con sus contraseñas, recopilar información y, en ocasiones, secuestrar servidores que sólo podrán ser recuperados previo pago. Estos hackers son parte del sistema de seguridad de estados como China, Rusia, Corea del Norte o Irán.

Tiempo atrás enterramos al muy admirado general de división prusiano Carl von Clausewitz, a él y a sus doctrinas militares. Su tiempo pasó y la emergencia del arma nuclear impuso un campo de batalla distinto, en el que los ejércitos formales no son el actor predominante. Paradójicamente, es el pensamiento del general chino Sun Tzu, el maestro Sun, el que se erige como referencia a pesar de haber desarrollado su actividad militar y de pensamiento siglos antes de Cristo. Las más recientes estrategias asimétricas parten de su visión, caracterizada por una comprensión integral de las vulnerabilidades propias y ajenas.

¿Qué hacer ante acciones como éstas? Las autoridades de esos estados no están sometidas al control parlamentario y judicial de las nuestras, por lo que pueden actuar con el sólo consentimiento de los partidos en el poder. Las nuestras, por el contrario, no pueden responder de la misma manera, salvo consentimiento expreso. Nuestra capacidad de disuasión descansa en armamento clásico y en la Alianza Atlántica. Pero esta se constituyó en el comienzo de la Guerra Fría, en 1949, cuando las circunstancias eran otras. Si nos remitimos al Tratado de Washington, su documento fundacional, en su célebre artículo 5º podemos leer que «Las Partes acuerdan que un ataque armado contra una o más de ellas, que tenga lugar en Europa o en América del Norte, será considerado como un ataque dirigido contra todas ellas…» Si la «zona gris» se caracteriza por algo es precisamente porque no es «un ataque armado». Tenemos entonces que volver al art. 4º para leer que «Las Partes se consultarán cuando, a juicio de cualquiera de ellas, la integridad territorial, la independencia política o la seguridad de cualquiera de las Partes fuese amenazada». Las consultas pueden dar paso a compromisos, pero de entrada estas no suponen un principio creíble de disuasión, más aún cuando los compromisos requieren el acuerdo de sus treinta y dos miembros.

Se ha comentado mucho sobre las viejas amenazas de Trump de poner fin a la Alianza o de la más reciente exigencia de que los estados miembros inviertan en defensa no menos del 5% de su PIB. Es evidente que si la Alianza quiere sobrevivir tendrá que adaptarse a las nuevas circunstancias. Un nuevo acuerdo sobre el para qué y el cómo del «vínculo trasatlántico» tiene que establecerse entre ambas orillas. De lograrse, lo que está por ver, será necesario ir más allá. La OTAN, el instrumento de la Alianza, tiene que adaptarse a su vez a los nuevos campos de batalla, siendo capaz de disuadir en la «zona gris» y solo será creíble si ejecuta acciones suficientemente letales como para que la otra parte valore los riesgos que está corriendo.

En nuestra entrañable, decadente y moribunda Europa saltan con facilidad las alarmas sobre el posible impacto que podrían tener determinadas acciones. Si fuéramos capaces de liberarnos de toda la carga de tontería posmoderna que nos abruma entenderíamos algo muy sencillo: es nuestra debilidad la que atrae las acciones violentas en contra de nuestros intereses. Son nuestras concesiones, nuestra incapacidad para reaccionar, lo que los anima. No hace falta volver a citar una vez más la reflexión de Churchill sobre las «estrategias de pacificación» para comprender la deriva en la que nos encontramos. Ya el refranero español nos viene a recordar que «A perro flaco todo son pulgas».

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