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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Metamorfosis

La historia de Pedro S. que algunos consideran apócrifa y otros una biografía.

Actualizada 01:30

Una sobremesa cualquiera, tras una siesta liviana, Pedro S. se despertó convertido en un aparatoso jarrón chino. Estaba de pie sobre una pequeña mesita, con su vientre convexo de porcelana que no le dejaba mirar la peana pero alcanzaba para escudriñar el entorno.

Era una habitación amplia, impersonal, como la sala de espera de una buena clínica dental o la recepción de una funeraria americana, con ese aire de vestidor, cuarto de invitados de mansión o búnker de un complejo presidencial.

- ¿Qué me ha ocurrido?

No estaba soñando. Recordaba perfectamente la agenda de sus últimos días como director comercial de una conocida marca de productos dedicados a mejorar las experiencias vitales del consumidor, un simulador de emociones falsas pero muy vívidas para los clientes: con un tratamiento, podían sentirse lo que quisieran.

Partisano en Italia, pichichi en México 68 o, el gran éxito del momento, vulnerable. Con una pastilla del laboratorio PS, el efecto era inmediato y, en función de color, lograbas sentirte víctima de alguna fobia por tu peso, tu religión, tu sexo, tu acento o tu piel.

Y a las pocas horas de comenzar la terapia, desarrollabas también la firme convicción de que tu vecino era culpable y de que el Estado, la sociedad y la historia te debía algo que, para empezar a saldar, comportaba una compensación económica inmediata.

No era cara, lo que contribuyó a su exitosa comercialización y, en poco tiempo, el país se llenó de víctimas de distintas fobias, algunas tan extrañas como la acondrofobia, que sentían personas de talla normal cuando acudían a un partido de baloncesto y la media del quinteto titular era de 2.03 metros.

Llegó a pedirse una alineación más inclusiva, compuesta por jugadores de un máximo de 1.85, para no ofender a este tipo de espectadores. E incluso se barajó la reinserción laboral de la cuadrilla del bombero torero, pero su pasado movilizó en contra a los animalistas y su altura indignó a la activista Mónica Teta, creadora del concepto «altura sentida» y renuente a que se explotara su enanismo ficticio.

Siguieron en el paro, aunque con la expectativa de reciclarse como azafatas de Motos GP, una vez despedidas las existentes por cosificar a la mujer y perpetuar el canon estético de la señora estupenda, claramente ultraderechista.

Pedro S. recordaba todas esas proezas con una sonrisa que nadie más veía, porque los jarrones no tienen boca, e intentó zafarse de la incómoda parálisis, sin ningún éxito. Su capacidad de raciocinio seguía intacta, y de hecho ya pensaba en una nueva generación de pócimas para ampliar la experiencia sensorial y que todo el mundo pudiera sentirse antifranquista, bombero trans, presentador de Telediarios o mayoría de progreso y reformar el Código Penal, la Constitución o las leyes educativas a su antojo. Un pelotazo.

Pero aunque la cabeza no le fallaba, su motricidad era nula. Comenzó a agitarse, con pequeños movimientos al principio que, por la inercia, se convirtieron poco a poco en incontrolables bamboleos, hasta que pasó lo inevitable. Cayó al suelo, destrozándose en mil añicos, cada uno de los cuales le hacía sentirse más dolorido e igual de maniatado.

Desde fuera, el doctor le dijo a la familia de Pedro S., que pudo contemplar la escena desde un falso espejo sin visión para la celda interior, que no se preocuparan: las paredes estaban acolchadas y, cuando el paciente se calmara, le retirarían la camisa de fuerza y podría caminar un rato por el patio sin peligro para su propia vida.

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