El cumpleaños del Rey desterrado
No se trata del hombre, sino del símbolo que se quiere exiliar: la España de 1978
Hace 25 años, España celebró la proclamación de Juan Carlos como Rey con una solemnidad institucional a la altura de aquel hito: no se conmemoraba tanto el hecho, con una fecha redonda, como las consecuencias, que fueron la reinstauración de la democracia, la aprobación posterior de su Constitución, la celebración de Elecciones Generales libres y universales y la culminación de ese modélico esfuerzo de reconciliación y convivencia que fue la Transición.
Veníamos de siglo y medio con tres guerras carlistas y una civil, de dos repúblicas, de la pérdida de los últimos restos del viejo imperio caduco, de una dictadura y de una convulsión constante que, por ser justos con la historia, tuvo su mayor periodo de 'estabilidad' con el franquismo, al precio inasumible eso sí de avasallar la democracia liberal.
Todos hicieron un esfuerzo de apuesta y renuncia para perfilar un espacio de convivencia entre desiguales, de perdón generoso y de pacto por el futuro, saldado con el ingreso en la Comunidad Económica Europea y simbolizado por la celebración, a la vez, de unos Juegos Olímpicos y una Exposición Universal cuando el nuevo sistema constitucional ya se había instalado definitivamente en el genoma nacional.
Nada de eso se explica ni se entiende sin Juan Carlos I, cuyas luces son inmensamente superiores a sus aparatosas sombras, indigeribles por la altura de su posición y la bajeza de sus errores personales, pero en todo caso inferiores al lado de la formidable recua de amnistiados, indultados, liberados y rehabilitados por Pedro Sánchez, en quienes no hay huella de mérito alguno y tampoco acto de disculpa, penitencia y redención: la moraleja es que es más rentable, con este PSOE, ser de ETA o haber dado un golpe de Estado que pertenecer a la dinastía Borbón.
Ver ahora, un cuarto de siglo después, cómo el monarca desterrado cumple 87 años como un apestado, con una fiesta prescindible por ostentosa que no le beneficia, pero es humanamente comprensible; y cómo lo que ha decidido celebrar el Gobierno es el 50 aniversario de una muerte, resulta desolador.
Nada de malo tendría intentar cerrar las últimas heridas y los penúltimos flecos de la Transición, con el respeto al espíritu que la impulsó y la discreción necesaria si se asume esa premisa: un país decente no escatima esfuerzos con sus víctimas, sean de quienes sean, mientras existan herederos de ellas con su dolor antiguo intacto.
Pero esto no va de eso, sino de olvidar el fenomenal esfuerzo de todo el país por metabolizar sus tragedias y transformarlas en combustible de su progreso para, con la infinita negligencia de un político necesitado de humo, ruido y crispación para fabricarse coartadas y desviar la atención de sus escandaleras y fracasos, desandar el camino recorrido y adaptar poco a poco el espacio constitucional al modelo furioso donde él puede sobrevivir.
La metáfora de un Rey en el exilio es contundente, y no atiende a una boba lealtad a quien ha hecho demasiado por perderla, sino a la perversa utilización de sus lagunas para poner en entredicho todo un sistema: don Juan Carlos es el eslabón débil, la kerkoporta de la Constantinopla democrática que derriban a patadas las tropas fundamentalistas de Sánchez para imponer su peculiar califato.
No se trata de defender a un hombre, pues, sino de entender que el destierro forzado que se pretende no es el suyo: es el de eso que, con desprecio sectario, llaman «Régimen del 78» y celebra ya su cumpleaños a miles de kilómetros, casi en la clandestinidad.