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El estreno de 'Diva', un recorrido por el tramo final de la vida de Maria Callas, en Teatros del CanalCésar Wonenburger

Boadella enfrenta a la Callas con Onassis

El dramaturgo catalán estrena en los Teatros del Canal su nuevo espectáculo, Diva, un recorrido por el tramo final de la vida de la gran Maria Callas, que evoca los sinsabores de su idilio con el multimillonario griego

Una vez probado el veneno de la lírica, sus efectos ya rara vez te abandonan, siendo lo más natural que te condenen para siempre. Incluso pueden llegar hasta a romper matrimonios, como el de aquel profesor de historia que antepuso su deseo de hacer prevalecer el retrato de Beniamino Gigli en lugar prominente del salón de la casa, por delante de las imágenes mismas del día de su enlace, hasta que puesto ante el tremendo envite de elegir prefirió seguir siéndole fiel al tenor italiano. Mantúvose firme, aunque su decisión implicó tener que trasladarse a un nuevo hogar poniendo de ese modo fin al breve vínculo conyugal. Así llega a ocurrir con la ópera.

A Albert Boadella, que ya no es un recién llegado a este tipo de aventuras, el género seguramente terminó de seducirle durante aquella ocasión en que tuvo que dirigir, por primera vez, un Don Carlo de Verdi, nada menos, en el ámbito del Festival del Escorial. La experiencia le salió regular tirando a mal, pero lo cierto es que luego se ha mantenido fiel al influjo de las voces cultivadas como hemos seguido viendo, y escuchando, hasta hoy mismo.

Quizá aquel complejo encargo le echara un poco para atrás porque luego no ha vuelto a firmar una puesta en escena similar. Pero eso podría obedecer fácilmente a una de estas dos circunstancias: nadie ha vuelto a pensar en él para un empeño semejante (desde luego el Liceo barcelonés seguro que no, y el Real me malicio que tampoco), o bien se siente mejor, más seguro creando sus propios espectáculos, aunque luego las expectativas y el alcance puedan resultar más modestos que mostrándose como obediente servidor de Puccini y sus libretistas.

En esos Teatros del Canal donde se siente siempre tan bien acogido, por los responsables y por su público más leal, entre el que podía apreciarse a una entusiasmada María Dolores de Cospedal, sentada a su vera, Boadella acaba de estrenar Diva, un espectáculo de hora y media, como los filmes de antes, que oportunamente se presenta en el mismo año del centenario de Maria Callas. La cultura y su particular reflejo en nuestros días consiste sobre todo en un desfile perenne de efemérides y aniversarios de cadáveres exquisitos, como si las sombras de un pasado más propicio se proyectaran sobre este actual paisaje yermo en un ejercicio de melancolía que muchas veces conlleva bastante de pereza: suele resultar más cómodo recordar que descubrir, acudir al frigorífico en busca de ese fácil plato congelado en lugar de ponerse a cocinar.

La de Boadella coincide, por cierto, en la cartelera con otra propuesta, esta ya paseada por Europa, que llega también ahora al Liceo catalán por obra y gracia de Marina Abramovich, cuyo monumental ego ha decidido medirse esta vez al de la genial soprano neoyorquina con The seven deaths of Maria Callas, una obra de jaleada modernidad a través de la cual esta sobrevalorada artista se rinde homenaje básicamente a sí misma. Tanto en una como en otra ciudad, se echa mano de cantantes más que interesantes: la soprano María Rey-Joly, aquí mismo, y las también sopranos Gilda Fiume, Vanessa Goikoetxea y Leonor Bonilla en Barcelona.

El tantas veces manoseado término «diva», que estos días se le aplica a cualquier «velina» de Instagram sin oficio ni talento reconocibles, sí que podría utilizarse con toda propiedad, y quizá por última vez en la historia de la interpretación vocal, para la Callas. Y no por lo que algunos piensan: su disposición para hacer imponer este o aquel necio capricho, si no por esa majestuosidad, cuasi divina, que emanaba de una intérprete capaz de conmover hasta las piedras con la cualidad esencial de sus poderes expresivos, la inteligencia para dotar de auténtico relieve humano a unos seres, los personajes que interpretó, a menudo utilizados por cantantes menos respetuosos como mero vehículo para la exhibición de sus medios vocales. Donde otros apreciaban simples notas, delicados adornos, ella era capaz de ir más allá a través del contexto que, sugerido a través de la palabra esculpida mediante los matices oportunos, coloreada con su paleta infinita, podía llegar a comunicar eso que simplemente se encuentra más allá del lenguaje.

Su regreso a través de un holograma

Boadella, como tantos otros, desde el colaborador y amigo de la artista, Franco Zefirelli, hasta esos productores musicales que después de darle la vuelta cien veces a su catálogo de grabaciones se han inventado hasta su regreso al mundo de los conciertos a través de un holograma (como se ha podido apreciar, también, en Madrid), ha advertido con buen ojo en ese filón inagotable de la Callas la posibilidad de anotarse un éxito. Su propuesta no aporta grandes hallazgos, sería tarea casi imposible: qué no se conoce ya de esta mujer a la que un célebre, habitual compañero de escenarios, y lecho en sus últimos tiempos, tuvo el pésimo gusto de grabarle hasta sus orgasmos y guardarlos en una caja fuerte, según se ha contado.

Pero el director catalán posee oficio, buen gusto y más de una idea, lo cual siempre es de agradecer cuando uno va a enfrentarse con lo que ya conoce sobradamente.

Más allá de las reflexiones sobre su profesión, algo que se encuentra bien reflejado en Masterclass, la curiosa obra teatral de Terrence Macnally, que en España han defendido con soltura desde Nuria Espert hasta Mabel Rivera, a Bodaella parece importarle sobre todo la naturaleza de la tormentosa relación con Aristóteles Onassis, que marcó para ella el ocaso de una carrera truncada en buena medida por la desdicha de ese gran amor correspondido solo en parte. Para su desgracia, la mujer atisbó en aquel idilio, fraguado en los mares de sus orígenes, la posibilidad de poner fin a su periplo por los teatros de medio mundo para abrazar finalmente su ambición secreta: la posibilidad de una vida familiar que ella nunca había llegado a experimentar del todo, ni siquiera durante su azarosa infancia.

Con los chismes de Fuego griego que condimentan buena parte de su obra, Boadella propone una idea original: en la elegida penumbra de aquellos últimos días recluida en su parisino apartamento, la Callas (María Rey-Joly) propone al fiel mayordomo, Ferruccio (Antonio Comas), que contribuya al juego de evocar los diversos episodios de su romance con el armador. El sirviente se transforma en un Onassis casi más vulgar que el original, para que ella pueda así vivir un último reencuentro, antes de su mutis final. De ese modo, más que aclararse, ambos llegarán a cargarse con mutuos reproches, que a la Callas (y al autor) le servirán convenientemente para colocar un par de esas frases que suscitan murmullos de satisfacción en la mayoría de la audiencia (las mujeres ganan por goleada en cualquier acto cultural), como aquella en la que se afirma que «todos los hombres tienen alma de chulos».

El mero retrato obsceno de un narcisista

Pero el celebrado autor de Ubú president, hombre al fin dispuesto a asumir retos improbables para otros, no se detiene ahí, en el mero retrato obsceno de un narcisista pagado de sí mismo, incapaz de sentir el menor aprecio por la mujer que lo ha sacrificado todo para intentar ser feliz a su lado. En el desenlace, cuando el leal Ferruccio llega a creerse la farsa y, despojado ya de su disfraz, encuentra en la vulnerabilidad de la amante humillada el momento propicio para confesarle su propio amor diciéndole que él mismo estaría dispuesto a consagrarle su vida, se renueva el maltrato, pero esta vez a la inversa.

El discreto enamorado que ocultó durante años su pasión se convierte ahora en objeto de escarnio para la dama, que pasa rápidamente del despecho a la invectiva, de humillada a ofensora, haciendo gala de asperezas y crueldades. Todos, en algún momento, hemos sentido en nuestras propias carnes la punzada amarga del rechazo. Hay sufridoras, pero también sufridores, solo la fama y la fortuna, a veces, tiñen de tintes novelescos y hasta heroicos lo que con otros mimbres puede resultar el simple, prosaico drama de un amor no correspondido. La diferencia, como es costumbre, se halla en los detalles.

Siempre que ambos concurren en una apuesta de este tipo, por encima del texto suele elevarse la música, que aquí juega un papel esencial, subrayando la acción, elevándola poéticamente o haciéndola avanzar. Solventar el reto de no recurrir a grabaciones de la Callas, a un mero playback, era fundamental para que el edificio entero de esta puesta en escena no se viniese abajo desde el inicio. Y menudo desafío para María Rey-Joly, que ya a principios de esta temporada había resultado la gran triunfadora del Orphée de Phlipp Glass metiéndose en la piel del inolvidable personaje que otra gran María, la Casares, había encarnado para el filme de Cocteau.

Ha estado fantástica, porque si bien la voz de la Callas es única e inimitable, ella ha logrado, a partir de sus buenas dotes de cantante-actriz, adueñarse del personaje: de su sobria pero intencionada gestualidad (en la evocación, por ejemplo, de sus apariciones en los conciertos europeos), de su magnética presencia a partir de un físico que no está tan lejos del que poseía la propia Callas, con esos ojos tan expresivos y su esbeltez portadora de elegancia y clase. Para el soporte musical de los fragmentos de las arias, y alguna canción, interpretados («Core n’grato» y selecciones de «Tosca», «Carmen», Norma”, …) se empleó música registrada previamente por la Real Filharmonía de Galicia, bajo la batuta de Manuel Coves.

Una triste despedida

Acertadamente, tanto María Rey-Joly, como el tenor Antonio Comas, que en su sobresaliente desdoblamiento también toca el piano, cantaron luciendo sus propias voces, ajada la de él, a ratos desafinada, como corresponde con el patetismo de sus personajes. De lo escuchado, todo cortado como es natural para no detener la acción más de lo imprescindible, resultaron particularmente conmovedores la interpretación del lamento de Dido y la Escena de la torre de Il Trovatore (cuyo recuerdo en la grabación realizada en La Scala por la propia Callas es imposible obviar por constituir un momento señero de toda la interpretación verdiana) y el final, muy bien escogido, el Ave Maria del Otello, también de Verdi, que se va desvaneciendo en pianissimo junto al sutil juego de luces para sugerir la propia, triste despedida de la artista.

Caído el telón, arreciaron los aplausos, con parte del público puesto en pie y aclamaciones para todos. Bajo la promesa de prodigar emociones genuinas, la Callas sigue vendiendo casi como el primer día y seguirá haciéndolo al menos por varios siglos más. Hasta es posible que esos extraterrestres que pululan por ahí seguramente disfruten ya de toda su inmensa discografía. Quizá si han decidido no aniquilarnos aún, sea precisamente por eso.