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Se vivió un minuto de silencio en homenaje a los tres aficionados fallecidos del SevillaEFE

El gesto de Koke que cambió el partido, el lío con los cambios del Sevilla y la alegría de la afición atlética

El ambiente previo era el de las grandes citas. Atlético y Sevilla se medían en un partido que escondía un premio mayor del aparente a simple vista, y es que las eliminaciones de Real Madrid y Barcelona han dejado la Copa del Rey totalmente abierta. El Atlético sabía que era su opción más factible de tocar metal este año; el Sevilla, que ganar ayudaría a salvar una temporada desastrosa.

El Atlético, como en el derbi ante el Real Madrid hace una semana, preparó un recibimiento a la altura de la ocasión, convirtiendo las inmediaciones del estadio en una marea de humo roja con un único grito atronador: «Atleti, Atleti, Atleti».

El estado de ánimo en el entorno sevillista era bien distinto. El trágico accidente de tráfico que se cobró la vida de tres aficionados por la mañana llevó al entrenador, Quique Sánchez Flores, a manifestar en los minutos previos al choque que: «El partido no se debería jugar. Se hace muy difícil hablar de fútbol. Lo importante es estar con las familias que se han dejado la vida detrás de un sentimiento. Lamentamos mucho su pérdida».

Un mix de sentimientos se pudo percibir en el momento que la megafonía nombró las alineaciones. Quique Sánchez Flores fue aplaudido en su regreso al feudo rojiblanco y, aunque Sergio Ramos se llevó su previsible ración de silbidos, la mayor pitada se la llevó el colegiado del encuentro, Jesús Gil Manzano.

Mientras, el Atlético al habitual ritmo de AC/DC y con una pancarta que rezaba el lema: «Juntos, camino a la eternidad» se preparó para el choque que daba el último boleto a las semifinales de la Copa del Rey.

Los ensordecedores pitos a Sergio Ramos cada vez que tocaba el balón, junto a la fiesta de la afición sevillista en su parte reservada en la grada, marcaron un inicio de partido en el que Simeone ya se mostró nervioso ante cada pérdida de su equipo y pidiendo la ayuda de la grada para que les diese el impulso necesario.

Simeone da instrucciones durante el partidoEFE

El Sevilla entró muy bien al encuentro y lo logró porque supo ponerle cloroformo al partido. Es decir, calmar los ánimos, buscar mucho pase fácil y bajar el ritmo desde la posesión, evitar el habitual inicio en tromba rojiblanco. Y lo lograron. Al Atlético se le vio incómodo y extrañamente precipitado, como demostraban los constantes envíos de los centrales hacia arriba, saltándose el mediocampo. Y entonces apareció el capitán.

Koke, entrenador en el césped

En un balón largo de Giménez, estando solo y sin presión alguna, que acabó en nada, Koke apareció pidiendo calma a los suyos, con ese habitual gesto con ambas manos que demanda tranquilidad. Y entonces el Atlético se puso a jugar.

Avanzaba como sabe hacer, con toques rápidos, juntándose alrededor del balón, poco a poco, sin saltarse pasos. Llegaron así grandes minutos que se pudieron ver recompensados en ese penalti en el que Griezmann se resbaló y mandó el balón al cielo, provocando el estallido de júbilo de la afición hispalense.

Pero eso no aminoró al equipo local: ni a la afición, que respondió con una ovación; ni al equipo, que siguió jugando como había pedido Koke.

El paso por los vestuarios trajo un nuevo Sevilla. Mientras la afición rojiblanca seguía empujando y animando a los suyos, Quique Sánchez Flores quiso volver a descender la temperatura del choque pero, si en el comienzo del partido lo hizo desde la posesión, ahora sería desde la defensa. Bajándole la altura al equipo, el Sevilla se encomendó a que los minutos pasaran rápido mientras sacaba agua como podía ante la avalancha atlética.

Un retumbante aplauso despidió a Griezmann del partido, el faro del Atlético, que dejó su sitio a Ángel Correa a poco menos de media hora para el final. El francés, que tuvo un gol anulado, volvió a ser el guía de cada ataque y el jugador que limpió todas las posesiones.

El lío con los cambios del Sevilla

Un susto es lo que se llevó el cuerpo técnico del Sevilla cuando vieron que, el jugador al que querían meter en el césped, Juanlu, no se había enterado que le tocaba entrar y seguía calentando mientras Erik Lamela, su compañero en la ventana de cambios, ya estaba a punto de entrar al partido. Un sprint a última hora y la velocidad de Juanlu poniéndose la camiseta de juego salvaron la papeleta y permitieron su ingreso.

El Sevilla, que apenas encontraba en esporádicas conducciones de Ocampos un respiro ante el vendaval rival, finalmente vio como su resistencia se caía cuando Memphis Depay, por segunda vez en pocos minutos, se coló por el sector derecho del área y metió un balón que, ahora sí, se desvió hacia la red. Con diez minutos por jugar, la grada respondió al éxtasis de su equipo y el himno atlético empezó a retumbar por los aledaños del estadio.

Una pequeña tangana al final, con el argentino Acuña como desencadenante, amenazó con empañar lo que había sido una gran noche de fútbol. Nervios propios de una plantilla sevillista que está viviendo una temporada de infierno, lejos de lo que se les presuponía. El partido guardó la tensión para el final y es que, sobre la bocina, el colegiado pitó en primera instancia un penalti a favor de los andaluces que, tras revisión del VAR, anuló. Los momentos de silencio, con la tensión cortándose con un cuchillo, fueron el peaje a pagar por los aficionados atléticos de cara a alzarse con la victoria.

El Atlético está a tres partidos de un título. A dos de una final. Y los aspavientos de Simeone a la grada, totalmente llevado por la euforia, simbolizan a la perfección la comunión actual entre plantilla, grada y entrenador. La alegría final de la afición, hondeando las banderas, les debería hacer recordar que esto nunca se puede tomar por garantizado. Y es que el éxito de Simeone ha sido precisamente ese, convertir en rutinario lo increíble.