El escaso futuro competitivo de Djokovic si no se vacuna
Con las puertas cerradas en Australia, el Reino Unido, Estados Unidos, Italia, Asia o Canadá el serbio apenas podría jugar en Roland Garros y otros torneos franceses, además de en España
Hace mucho, mucho tiempo, en un tenis muy lejano, irrumpió un joven con el pelo largo y teñido y ropas de colores. Jugaba desde el fondo de la pista como si fuera un tipo distante. Un divo ajeno a las normas desde sus mismísimos principios. Pero en realidad no era así, como el mismo André Agassi contó en sus memorias. Es cierto que había una rebeldía intrínseca en el joven jugador estadounidense desde que su padre le construyó una máquina que le obligaba a golpear miles de bolas cada día cuando la raqueta era más alta que él, pero en su ascenso al estrellato lo único que en verdad hubo era esa adolescencia airada, cada vez menor, que curiosamente contrastaba con la imagen que potenciaban las numerosas marcas a las que patrocinaba, encantadas con su imagen que casualmente coincidía con su estilo de juego.
Tan casualmente como que aquellos pantalones vaqueros con los que empezó a llamar la atención estaban diseñados para John McEnroe, que compartía marca deportiva con el de Las Vegas, pero aquel los rechazó. Le preguntaron a André si quería llevarlos y dijo que sí. Tan sencillo como eso. Tan sencillo como que una vez metido en esa vorágine rockanrolera sobrevenida, quizá como una ventana que le distraía del tenis que odiaba, metido en el papel de desobediente heavy moderno (aunque le encantaba conducir por el desierto escuchando a Whitney Houston), no quiso ir los primeros años a Wimbledon por no aceptar el estricto protocolo obligatorio de su blanca vestimenta.
Esto fue durante algunos años hasta que la vida (el tenis) le dio sus primeros golpes y Agassi empezó a ser el verdadero Andre y no la imagen que lo era todo. Como una enseñanza vital y tenística, después de tres grandes decepciones (tres finales perdidas de Grand Slam en las que era favorito, dos Roland Garros y un US Open), fue precisamente Wimbledon el primer Grande que logró en su carrera, el mismo que rechazó, el mismo que menos se adaptaba a sus condiciones y el que menos se esperaba, desde los espectadores hasta él mismo.
Más allá de esta quizá larga introducción, Agassi no quiso ir a Wimbledon aceptando las consecuencias de no ir. Quizá podía haber ganado antes allí desde que en 1986, con dieciséis años, se hizo profesional, pero fue en 1992. Novak Djokovic no es precisamente un adolescente de dieciséis años. Lo que llama la atención es que el adolescente asumió las consecuencias de sus decisiones y el adulto no. El adulto ha intentado hasta el último momento imponer su preponderancia por encima de todo y de todos, luchar hasta la extenuación, hasta el último resquicio posible, por imposible que parezca, como en aquella final frente a Roger Federer, precisamente en Wimbledon, en la que el suizo dispuso de dos bolas de servicio para hacerse con un título que finalmente terminó llevándose el serbio, que tras el hito besaba la yerba gastada del All England Club.
Ni América, ni Europa (salvo Francia y España)
Un All England Club que ya ha dicho que no permitirá jugar a nadie que no esté vacunado, del mismo modo que nunca ha dejado a nadie jugar sin vestir de riguroso blanco. Son las normas. Nada más y nada menos que eso. Nadie debe de estar por encima de ellas. Las normas no se imponen igual que nadie debe de imponerse a las normas. Las normas existen y el individuo tiene la libertad de aceptarlas o no, asumiendo, por supuesto, las consecuencias. Por activa y por pasiva se han manifestado colegas de Djokovic en este sentido, como Nadal, Federer o Carreño, y muchos más tenistas retirados y gente del mundillo. La sociedad australiana ha hablado claro al respecto: la mayoría no quería al serbio saltándose la ley sin justificación.
Hasta el desobediente civil por antonomasia, Henry David Thoreau, le hubiera reprendido como reprendió a su amigo Emerson por sacarle de la cárcel, en la que estaba encerrado por negarse a pagar impuestos, pagando la fianza. «Bajo un gobierno que encarcela injustamente, el verdadero lugar para el hombre justo es la cárcel». Esto es lo que nunca asumió Djokovic, más allá de que el número uno del mundo jamás estuvo en una cárcel. Thoreau no hubiera viajado nunca a Australia si hubiera sido tenista. Wimbledon y el US Open también cierran su puerta para los no vacunados. No así Roland Garros, el único gran torneo con una postura distinta. El futuro competitivo del ganador de 20 Grandes, junto a Nadal y Federer, se empequeñece. No podrá ir a Miami, ni a Indian Wells, los «otros Grand Slams» americanos, tampoco a Cincinnati, si persiste en su idea de no vacunarse. Un calendario minimizado, más bien miniaturizado, a la espera de las próximas decisiones particulares de cada país.
Con las normas actuales, tampoco podrá disputar el Masters de Canadá, ni el Masters de Roma, ni a las ATP Finals, que ahora se celebran en Italia. No podrá acudir a la gira asiática de fin de temporada. Un negro futuro profesional que pone en la gran disyuntiva a Novak Djokovic, «el Jesucristo del mundo libre», lo llamó su padre (quien ahora compara el rechazo australiano con un atentado fallido) en el ínterin del culebrón serbio-australiano, que debe decidir sin más si continuar jugando este partido lejos de las pistas o seguir con su carrera dentro de ellas vistiendo de blanco donde así se exija como hizo Agassi.