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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Es posible ser un gran campeón y un cretino

Este circo de Djokovic contrasta de manera clamorosa con el permanente buen estilo de su máximo rival

Actualizada 11:25

De chaval trabajé un tiempo en la sección de Deportes del periódico de La Coruña. No era lo mío, porque el fútbol me aburre bastante y porque como miope a veces ni me coscaba de quién había marcado el gol. Pero tuve la chiripa de que me pilló la época del Súper Dépor y lo pasé bien viajando por ahí con el equipo. El míster era el gran Arsenio, siempre socarrón y paternal. Velaba para que a los jugadores no les diese el sol en la cabeza cuando iban en el bus y los vigilaba en las comidas como un can de presa para que no soplasen mucho vino. A los periodistas nos tomaba directamente de chufla. Tras un apurado triunfo in extremis, con un tanto marcado sobre la bocina, un pugnaz periodista radiofónico le preguntó: «Míster, un gol psicológico, ¿no?». Arsenio lo miró de hito en hito con su mirada pilla y respondió: «Un gol psicológico y psicodélico».

Un día fuimos a jugar un partido de Champions a Trondheim, bonita ciudad noruega con un maravilloso fiordo a su puerta. En aquellos tiempos todavía no había tanta bobería y divismo en el fútbol y los gacetilleros viajábamos mezclados con las estrellas. Nuestro avión sufrió una avería en Oslo y tuvimos una larga espera. Para matar el rato, saque una novelucha, un bestseller que llevaba, y me puse a leerlo. Esa acción causó el asombro de una de las figuras del equipo, un joven y extraordinario futbolista, que me señaló con el dedo mientras decía riéndose a sus compañeros: «Mirad, mirad, ¡Ventoso está leyendo un libro!». Aquel chaval era un jugador fuera de serie, pero como persona todavía le faltaba un hervorcillo. En aquella época reparé en algo evidente, pero que muchas veces los aficionados no queremos ver cuando contemplamos a nuestros héroes: los deportistas de élite son seres humanos, como todos nosotros, y hay tíos estupendos y auténticos cretinos. Recuerdo que Bebeto y Mauro Silva, dos estrellas brasileñas que habían ganado el Mundial, siempre mantenían la buena educación y te atendían con una sonrisa, mientras que tuercebotas de los que hoy nadie se acuerda se comportaban como unos bordes.

Hay astros del deporte que albergan un puntillo revirado que los vuelve insufribles. Le ocurre al portentoso piloto Lewis Hamilton, un majadero al que una vez Isabel II tuvo que impartir una lección de modales en un banquete en Palacio. También le sucede a Novak Djokovic, tal vez el tenista más completo de la historia. Antes del circo de Australia, trufado de embustes por parte del campeón serbio y su corte, Djokovic ya había dejado muestras de un temperamento complicado, con un mal perder que lo lleva a encararse con la grada, romper raquetas… Se trata además de un pensador original. En su autobiografía asegura que las moléculas del agua reaccionan a nuestros sentimientos. Relata que en una ocasión se dirigió con tono cabreado a un vaso y el líquido se tornó verde de inmediato; pero a otro le dirigió palabras amistosas y el agua se mantuvo pura, cristalina. En la misma línea de grandes intuiciones científicas sostiene que la medicina es superflua, que el cuerpo humano se regenera solo, y se opone a las vacunas.

Los antivacunas ha optado por dar la espalda a los datos empíricos, pues ahí están los números, inobjetables, que prueban la caída en picado de las muertes por covid tras habernos pinchado. En mi círculo particular, dos abuelos achacosos de 89 y 88 han llegado al hospital con el virus, pero ambos han salido rápido y sin problemas, cuando de no estar vacunados es casi seguro que no lo habrían contado.

Sin embargo, y a pesar de lo dicho, siento un desagrado intuitivo ante esa intolerancia talibán que gasta cierto «progresismo» con los antivacunas. Hay que respetar el derecho de esas personas a preferir a no vacunarse, sin insultarlos a lo Macron y sin amenazarlos con dejarlos fuera de la atención sanitaria, como se ha sopesado en algunos países. En paralelo, quienes elijan no vacunarse deberán observar las normas que obligan al resto de los ciudadanos a la hora de acudir a determinados lugares, pues de lo contrario su libertad tropezaría con el derecho de los demás a no infectarse. Y ahí radica el fallo del planteamiento de Djokovic. Si no quería observar las reglas sanitarias que rigen en Australia debió optar simplemente por no viajar allí, en lugar de cometer un error clásico: considerar que un gran divo está por encima del resto de los mortales y debe gozar de un trato de excepción ajeno a las normas. Porque si no hay unas reglas comunes, si el sentimiento particular de cada cual ha de primar siempre por encima de todo, la civilización se torna imposible.

El circo de Djokovic, que ya es un señor de 34 años, contrasta de manera clamorosa con el buen estilo de su máximo rival, que tiene la rara cualidad de que siempre sabe estar en su sitio. Pero Nadal no ha alcanzado ese señorío de manera espontánea, sino con un esfuerzo volitivo constante por intentar ser agradable con los demás y por respetar el juego limpio. Y ahí, Djokovic, cero patatero.

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