La piel de «El Oso de Belgrado»
No vendamos aún la piel del oso, que Carlos todavía sólo ha cazado un guarro (por el barro parisino), un conejo (por lo rápido de las duras de Nueva York) y dos zorros (por las praderas londinenses)
Por fortuna, el baño de Alcaraz en tres sets corridos a Djokovic en la gran final de La Catedral londinense, no ha sido tanto sorpresa como confirmación. Ha sido el paso del testigo del más grande de todos los tiempos (sin duda), a quien aspira a serlo. Y es que el testigo es una raqueta.
Es evidente que el chiquillo de El Palmar ha sufrido una catarsis en esta primera mitad de año (los griegos dirían que «ha hecho crisis», que lo usamos mal casi siempre) y ha dejado de ser una promesa, rutilante sí, pero promesa al fin y al cabo, para convertirse en un serio aspirante a los pesos pesados con todas las opciones abiertas.
Nole ha pasado este año por la hierba sagrada de Wimbledon con gran despliegue de fuegos de artificio, con mucho show e imprecaciones, reivindicándose de manera constante al termino de cada partido ante el micro, convirtiendo cada paso de ronda en un mitín y lanzando tras cada victoria un mensaje (o un aviso) a Ferrero y Cía.
Su recuperación de artroscopia de rodilla ha sido tan asombrosa que se antoja sobrenatural: ni una secuela, se mueve como un gato. ¡Y eso a los 38! Una pelea constante con el público, serenata muda de violín incluida para desafiar a esos hooligans que le hacían abucheaban. Pero toda esa ira, esa bilis que supuraba mirándoles a los ojos, al final no hacían sino evidenciar que él sabía que «no estaba» Pero no por la rodilla, sino por el rodillo: un rodillo llamado Carlos.
No suele ser buena señal mostrar tu vulnerabilidad al que te observa desde el otro lado de la red. El de Belgrado ha sido siempre la excepción que confirma esa regla. Tiene muchos demonios y su mérito es haber logrado abrirse paso entre esos dos colosos, Nadal y Federer, y como Sansón, derribar ese par de columnas para hacerse con las llaves del templo. Por eso no acaba el hombre de entender la desafección. Pero pasa que, al competir feo, como ha hecho a lo largo y ancho de su carrera, rayando el límite tangente del reglamento, una gran parte del respetable no le respeta. Por sus salidas de tiesto e idas de olla, atesora por lo menos dos grandes menos de los que cabría esperar: el US Open del bolazo y los que se perdió por la no-vacuna en el momento álgido de su carrera. Aunque lo cierto es que merece un respeto a las narices que le echó al asunto por fidelidad a sus acertadas o equivocadas convicciones.
Hasta hoy era quizás el único jugador, junto a McEnroe, capaz de convertir la ira en gasolina, pero se le acaba de quedar vacío el tanque. Hasta ayer, si el serbio estallaba en mil añicos su raqueta contra el banquillo o el poste de la red, era señal de «agárrate, que vienen curvas», pero ya no.
Antes mentaba a Sansón, y es que para Nole, pintan calvas. Con la llegada de Carlos y Jannik, se le ha caído el pelo, se le va la fuerza por la boca y los años le han vuelto más humano. Sí, como Sansón. Su cuento de miedo ya no mete tanto yu-yu. Rugirle a la cara al oponente en el momento clave y que el otro (pobrecito Berretini) se cagase vivo, se acabó. Marcharse al vestuario siete minutos para que el contrario pusiera la cabecita a pensar, se ha vuelto un viejo truco demasiadas veces visto. «Nole y el lobo» es un cuento de niños y Alcaraz ya no es Carlitos sino Carlos.
Con eso y con todo, el 7-6 del tercer set y su huida hacia delante escapando de tres match ball con 5-3 y 40-0 para Carlos, habla por si solo. Ser capaz de llevar al imberbe campeón hasta ese tie-break (que es como los penaltis, para entendernos), dan un idea del riesgo que entraña cualquier pelea contra una fiera herida de semejante calibre, por más calibre que gastemos.
No vendamos aún la piel del oso, que Carlos todavía sólo ha cazado un guarro (por el barro parisino), un conejo (por lo rápido de las duras de Nueva York) y dos zorros (por las praderas londinenses). La bestia a la que ha abatido hoy lleva incontables piezas cobradas, un rosario de cabelleras colgadas de su montura y un reguero de sangre que llega hasta los Balcanes. No esta muerto todavía. Y si no que se lo pregunten a Rune y a Musetti, porque, que yo sepa, a la final de Wimbledon sólo han llegado dos jugadorazos que no han sido ni Sinner, ni Zverev, ni Medvedev.