El Tribunal Constitucional y las libertades educativas
Resulta inaceptable que el Estado se arrogue el poder de decidir con menoscabo de los criterios de los padres… cuando no coinciden con el suyo
Tenemos un problema. La actual mayoría de magistrados del Tribunal Constitucional no ama la libertad. En su sentencia del recurso presentado sobre la ley Celaá, las libertades educativas son las sacrificadas o preteridas. Cuando hay valores en juego y principios constitucionales que tiene que ponderar, la sentencia siempre se decanta en contra de la libertad, siempre considera que otros valores le merecen un mayor aprecio. La sentencia es palmariamente una restricción a las libertades de los padres y de las familias. Aunque afecte a minorías, la sociedad española es menos libre con este pronunciamiento del Alto Tribunal. Ya sabemos que el termómetro de la libertad siempre se mide con las minorías.
En la reconstrucción de las democracias de Europa occidental, tras la segunda guerra mundial, hubo un amplio consenso en el mundo jurídico, que tenía presente la amarga experiencia de los regímenes totalitarios de los años treinta, de que una de las misiones de las Constituciones de las que habían de dotarse los nuevos sistemas demoliberales era crear mecanismos que garantizaran, en la medida de lo posible, la limitación del poder. «Los mayores riesgos de vulneración de los derechos y de las libertades -decía un ilustre jurista en el Congreso de La Haya de 1948- vienen del poder de los Estados». De ahí que se promovieran instituciones, como el Tribunal de Derechos Humanos (supranacional) o los Tribunales Constitucionales en cada Estado, para ejercer la necesaria tarea de controlar el poder político y defender las libertades, núcleo esencial de toda democracia. Es en esta concepción en la que aplicar el aforismo in dubio favor libertatis se convierte en la regla primordial para enjuiciar normas o casos concretos que afecten a libertades frente al poder. Si decae la regla, el sistema demoliberal se resquebraja, al fortalecerse los tentáculos del poder.
Pues bien, la mayoría del Tribunal Constitucional (siete magistrados con su presidente al frente) han hecho en esta sentencia exactamente lo contrario: in dubio contra libertatem. Y cuando un Tribunal Constitucional se decanta contra la libertad, está sirviendo de facto al poder. Veámoslo sucintamente.
Una de las cuestiones en litigio se refiere a la «educación diferenciada». Como saben los lectores, es una opción pedagógica practicada en la mayoría de los países de la OCDE y que incluso se oferta en la escuela pública en países como Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, Canadá o Australia. El Convenio de la UNESCO contra las Discriminaciones en materia de enseñanza (1960) la considera no discriminatoria, siempre y cuando se imparta en «condiciones equiparables», lo que nadie ha puesto en duda en el caso español. El recurso está motivado porque la ley Celaá excluye del acceso a los «conciertos educativos» a los centros que tengan adoptado este modelo pedagógico. En contra de la doctrina establecida por el Alto Tribunal en sentencia de 2018 (¡hace sólo cinco años!), la sentencia considera constitucional esta exclusión. Tras una atormentada argumentación, el Tribunal afirma que «la Constitución otorga un margen de libertad de configuración (del sistema) al legislador para que, en el marco que la norma fundamental permita, pueda establecer sus opciones políticas, lo que conlleva incorporar a la ley sus concepciones ideológicas y las medidas para garantizar que sus previsiones tienen eficacia real y efectiva».
Pero esta decisión del legislador, avalada por el Tribunal Constitucional, tiene consecuencias. Al excluir cualquier tipo de ayuda pública a los centros con «educación diferenciada», se está penalizando a las familias partidarias de esta legítima opción pedagógica en la enseñanza básica, que tienen garantizado el derecho a la gratuidad según el artículo 27 de la Constitución. En contra del espíritu constitucional (que nadie por razones económicas sea privado del derecho a elección) la «educación diferenciada» podrá ejercerse sólo por aquellas familias que tengan recursos económicos para sufragar la escolarización de sus hijos. Lo cual generará un tipo de discriminación por razones económicas. Por cierto, una magistrada de la mayoría ha formulado un voto particular concurrente en el que postula que la prohibición total de la «educación diferenciada» tiene legitimación constitucional. La derrota de la libertad se ha hecho evidente.
El otro caso que aborda la sentencia se refiere a la «educación especial». Aquí la ley Celaá expropia a los padres de uno de los sacrosantos deberes que entraña la patria potestad: decidir qué tipo de escolarización conviene a sus hijos, cuando su educación requiera atenciones especiales. La ley opta por el modelo llamado de «educación inclusiva», que pretende la escolarización de todo el alumnado en los centros ordinarios «para evitar la segregación», con la consiguiente eliminación progresiva de los centros de «educación especial». La formulación de la ley es un sarcasmo. Afirma que la decisión de la Administración educativa se hará «siempre teniendo en cuenta el interés superior del menor y la voluntad de las familias que muestren su preferencia por el régimen más inclusivo». Es decir, atenderé tu voluntad si coincide con la mía. Sólo por la prepotencia y crueldad que rezuma el precepto debería ser expulsado del ordenamiento jurídico. ¿Quién mejor que los padres conocen las verdaderas necesidades de sus hijos, cuando padecen discapacidades, trastornos de conducta u otras circunstancias que les hacen merecedores de atenciones especiales? Podrán recabar consejo, pero la decisión última les corresponde a ellos y no a un órgano burocrático.
Conozco bien el mundo de la «educación especial», pues he tenido un hijo (que Dios le tenga en su gloria) que padeció parálisis cerebral. Sé la complejidad de las situaciones de ese mundo tan variado. Sé bien los desvelos de los padres para hacer todo lo posible en bien de sus hijos. Sé que la «segregación» no es un concepto unívoco y que puede producirse con mayor intensidad en los centros ordinarios. Por eso resulta inaceptable que el Estado se arrogue el poder de decidir con menoscabo de los criterios de los padres… cuando no coinciden con el suyo. También aquí asombrosamente el Tribunal Constitucional se decanta por la conservación de la norma a favor del poder, con otra atormentada argumentación.
Cuatro magistrados han discrepado de la sentencia con un voto particular muy severo. Son magistrados que aman la libertad y que habrían deseado que prevaleciera el principio de favor libertatis. Hay que agradecérselo. Porque estamos en presencia de una batalla jurídica y ética que compromete el futuro de nuestras libertades frente a un poder arrogante, que quiere una sociedad más servil.
- Eugenio Nasarre fue presidente de la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados