El fetiche de la repetición y el entrenamiento
Educar tampoco es entrenar, pues el entrenamiento, como la instrucción, se centran en la eficiencia
A menudo se asocia la educación con la repetición: «un hábito requiere 21 días para formarse», se dice, o «la práctica hace al maestro». Sin embargo, ¿es esto suficiente para hablar de una auténtica educación? En este texto exploraremos cómo la repetición, sin una intención significativa, puede quedarse en la mera inercia cuyo efecto se pierde con el tiempo. Y, cómo la verdadera educación necesita de una propuesta de sentido que transforme tanto al alumno como al educador. Una vez estando en una cafetería universitaria escuché a unos alumnos de medicina decir «el examen de mañana es difícil, ¡es de pensar!». Estos alumnos habían descubierto la limitación del repetir cuando se trata de entender.
En una conferencia de Franco Nembrini le escuche dos reflexiones: hay gente que está sin fumar los 40 días de Cuaresma y en Pascua vuelven a fumar. Hay matrimonios que se perdonan 70 veces 7 y a la 491 se divorcian. Se puede repetir aguantando con intenciones muy diversas. Esto pone de manifiesto que en la acción humana la finalidad o intención de la acción es fundamental.

Ya Aristóteles sabía distinguir la virtud de la repetición o la costumbre. La virtud es una fuerza que surge de dentro. Y, por tanto, es por tanto intencional hacia un bien. Aristóteles no descubrió que el bien para cualquier persona es otra persona, toda persona, pero dejó bien orientado el tema de la virtud. La virtud busca algo, en términos aristotélicos o por la virtud buscamos a alguien, en términos personales. Aristóteles no pudo comprender este cambio por no comprender la persona como lo ha hecho el cristianismo, y, por ello, su propuesta tiene muchas limitaciones para entender la virtud desde la persona. Pero, al margen de esa discusión, lo cierto es que la virtud siempre busca, tiene una intención que no es ella misma.
En cambio, la repetición o la costumbre no es intencional, no busca otra cosa que la misma acción, solo pretende vivir de la inercia. En educación no cabe descansar en la mera repetición. En la instrucción sí. Si bien es cierto que en la vida de las personas hay lugar tanto para la instrucción como para la educación, no se deben de confundir ambas. Y, sobre todo, no interesa llegar al error común, y ridículo, de decir que se educa cuando en verdad solo se instruye. La educación busca efectos de crecimiento en la persona. La instrucción busca una eficiencia en cierto desempeño, luego mira al objeto no a la persona.
De forma similar ocurre con el entrenamiento. Educar tampoco es entrenar, pues el entrenamiento, como la instrucción, se centran en la eficiencia. Insisto que en la vida hay tiempo y espacio para todo; tiempo para educar, tiempo para instruir. Pero no confundamos educar con repetir, mera constancia, instrucción o entrenamiento.
Cuando se estudia para repetir lo memorizado, en el examen se vomita el contenido sin que haya afectado a la persona, y luego, se olvida. Lo que queda con el paso de los años es la educación.
Hay gente que habla muy bien de la repetición, la constancia, las costumbres o la instrucción. Pero cuando los escuchas descubres que no vivieron simples costumbres, instrucciones o repeticiones. Por ejemplo, dicen «en mi casa siempre lo hacíamos así y lo recuerdo con cariño». Parecería que es una repetición, costumbre o instrucción, pero cuando lo explican se descubre que en verdad eran experiencias de sentido pues apelan a unas formas relacionales, a unas intenciones, a unas experiencias afectivas, a una cercanía y cariño. Es decir, no fue la mera repetición lo que hizo una costumbre valiosa, sino la carga de significado asociada por la experiencia interpersonal asociada. Digamos que la repetición de la experiencia de valor hace que lo repetido se cargue de un significado que es el que propiamente añoramos y recordamos con cariño.
En las tribus la transmisión de costumbres se hace a través de rituales que sirven para no desligar la acción del sentido. Esta es la fuerza del símbolo.
Quizá el lector recuerda a cierto profesor o cierta costumbre y podría pensar en la fuerza de la costumbre o la instrucción. Probablemente no se trate tanto de una mera costumbre o forma de hacer, sino de que en esa forma de hacer o costumbre se concretizaba una experiencia relacional que la dotaba de significado. Eso quiere decir, que, aunque se recuerde como costumbre, en verdad se trata de una experiencia de sentido cristalizada en una costumbre. En ese caso es como si la costumbre fuera un «sacramento» de la propuesta de sentido, porque vemos en la costumbre la encarnación del sentido.
Descubrimos que al quitar la propuesta de sentido no queda nada. Un zombi que ejecuta movimientos sin finalidad, una máquina que produce cosas sin ninguna experiencia de valor. De hecho, es posible que ni nos acordemos de las costumbres que vivieron de la inercia, sencillamente murieron en el camino de la vida.
Algunas de las metodologías activas actuales facilitan unir acción e intención. Podemos aprovecharlas en tal sentido. Pero eso no lo asegura la metodología en sí, sino el docente, el buen docente. Esta reflexión es muy importante para profundizar sobre qué ofrecemos en la educación.
Cuando la repetición, la costumbre o la instrucción acontecen aisladamente se está pidiendo actuar sin sentido. «Otro día de datos inútiles» decía un alumno muy querido por mí, ya que lo útil sin valor o sin sentido es inútil. Es decir, se está pidiendo a una persona vivir de una forma inhumana. De este modo, se ha incurrido en otro error que consiste en pensar que el acto humano se divide en partes como si se dijera: «de momento que se lo aprenda y lo demás vendrá después». Ciertamente no es problema que eso ocurra algunas veces, pero hoy en día con la excepción se construye la propuesta. Otro ridículo. Se entiende que el acto humano tiene partes y que cada una puede ser trabajada por separado. Eso es lo inhumano. Por eso, una instrucción sin educación se vuelve en inhumana.
Las virtudes intelectuales, una vez realizadas ya se tienen para siempre, no requieren de ninguna repetición. Por ejemplo, una vez la persona descubre la consciencia ya puede vivir conscientemente siempre. En cambio, las virtudes de la voluntad requieren de una confirmación repetida. Para entender esto necesitamos entender que lo propio del acto voluntario es que la persona acepta ser configurada por la acción que realiza y no por la mera repetición. Al querer algo en concreto estamos aceptando ser de una forma concreta. Si robo, no solo quito un objeto a alguien, sino que decido ser un ladrón en la relación con el dueño. El ejercicio de la voluntad es el ejercicio de la configuración de la propia identidad y de ahí viene la necesidad de la confirmación. Cuando aceptamos ser de una forma concreta entonces se van formando las virtudes que dependen de la voluntad. Es decir, toda repetición vale la pena que sea hecha con una carga intencional para que sea ciertamente interiorizada por el alumno. Pero la carga intencional sólo podrá surgir del interior del alumno si descubre que se le hace una propuesta de valor y no una propuesta que solo es útil.
No olvidemos que una «educación» que descanse en la repetición estandariza a los niños, cuando la verdadera educación busca que la novedad que cada persona supone, pueda aparecer en la convivencia.
- José Víctor Orón es director de Acompañando el Crecimiento y asesor educativo de la Universidad Francisco de Vitoria