Pablo Llarena, el juez paciente que sentará a Puigdemont en el banquillo
El magistrado instructor de la causa del procés fue la pieza clave para que los secesionistas catalanes rindiesen cuentas ante la Justicia española por la celebración del referéndum ilegal del 1-O
Pablo Llarena es un hombre afable, riguroso y paciente. Muy paciente. El magistrado del Tribunal Supremo, a quien sus compañeros definen como un profesional concienzudo y eficaz, ha soportado estoicamente y, en el más absoluto silencio, los escollos judiciales que se han ido planteando a la Justicia española con el periplo europeo de Carles Puigdemont tras dictar, por primera vez en 2018, la orden europea de detención y entrega contra el expresidente de la Generalitat de Cataluña por liderar el referéndum ilegal del 1-O.
El nuevo escenario jurídico que se ha abierto con la intervención de los agentes italianos de paisano que arrestaron al excabecilla del separatismo catalán, el pasado jueves de madrugada en la isla italiana de Cerdeña, ha supuesto un espaldarazo con cautelas a la labor incansable del magistrado Llarena, el juez competente para sentar en el banquillo a Puigdemont.
El auto de procesamiento con el que Llarena puso fin a la investigación del «proceso para la independencia» de Cataluña recoge cómo «pese a las resoluciones del Tribunal Constitucional, una vez tuvo lugar el referéndum del 1 de octubre» el entonces presidente de la Generalitat «Carles Puigdemont y Casamajó compareció ante el pleno del Parlamento y, tras dar cuenta» del resultado de la votación ilegal «manifestó acatar el mandato del pueblo de Cataluña para convertirla en un estado independiente en forma de república».
Acosado y odiado por el separatismo catalán
Desde entonces y hasta la última notificación remitida al tribunal de apelación de Sassari –para confirmar a sus homólogos italianos que «el procedimiento judicial del que deriva la euroorden» para entregar a Puigdemont a España «está activo y pendiente de la captura de los procesados en situación de rebeldía»– su vida ha sido un auténtico calvario en lo personal. Acoso, insultos, amenazas en redes sociales, pintadas en las viviendas que comparte con su familia,… de nada han servido su característica discreción, su perfil bajo y su compromiso inquebrantable con la legalidad.
El separatismo catalán lo puso en el punto de mira de sus mayores inquinas cuando, el 31 de octubre de 2017, decidió admitir a trámite la querella planteada por la Fiscalía General del Estado, a las órdenes del fallecido José Manuel Maza, contra la entonces presidenta del Parlamento catalán, Carmen Forcadell y otros cinco miembros de la Mesa de la Cámara de representación.
Un mes más tarde, se hacía cargo del procedimiento iniciado en la Audiencia Nacional contra el resto de cabecillas políticos del procés: el vicepresidente Oriol Junqueras, los consejeros Josep Rull, Jordi Turull, Raül Romeva, Dolors Bassa, Santi Vila, Joaquim Forn y los conocidos como «jordis», al frente de las asociaciones encargadas de la movilización social y las concentraciones frente a las instituciones que fueron registradas por orden judicial.
Pablo Llarena concluyó, en menos de un año, toda la instrucción de una causa muy compleja y la remitió al tribunal de enjuiciamiento: la Sala Segunda de lo Penal del Supremo que, presidida por el magistrado Manuel Marchena, tras cuatro meses de juicio oral, emitió la sentencia condenatoria del juicio al procés.
Lejos de terminarse su labor, quedaban varios flecos pendientes con los fugados de la Justicia española a los que no ha dejado de reclamar. Las piezas de situación personal de los procesados Lluis Puig, Antoni Comín, Clara Ponsatí y el propio Carles Puigdemont se encuentran a la espera de impulso judicial en España, previo cumplimiento de las órdenes de detención europeas dictadas contra ellos y sujetas a la Decisión Marco 2002/584/JAI del Consejo, de 13 de junio de 2002, en su versión modificada por la Decisión Marco 2009/299/JAI del Consejo, de 26 de febrero de 2009.
Tres frentes contra el prófugo
La tarea de Llarena contra Puigdemont se sitúa ahora en tres frentes:
- En el Tribunal de Apelación de Sassari que, el próximo 4 de octubre tendrá que decidir si entrega al expresidente catalán a España, para que responda de los presuntos delitos por los que está siendo reclamado en nuestro país, o le deja en libertad.
- En el Tribunal General de la Unión Europea (TUE), al que ha recurrido Puigdemont solicitando medidas de protección cautelarísimas, para recuperar su inmunidad.
- Y ante el Tribunal de Justicia de la unión Europea (TJUE), donde se estudia la cuestión prejudicial sobre el alcance de las euroórdenes dictadas por el magistrado del Supremo español contra los líderes separatistas.
En este último caso, el juez Pablo Llarena trata de que el órgano europeo se pronuncie sobre la necesidad de emitir nuevas Órdenes Europeas de Detención contra todos los fugados o si, por el contrario, es suficiente con mantener las ya «vigentes», que lo están desde el 14 de octubre de 2019 a petición de la Fiscalía, como el propio magistrado confirmó, el pasado viernes, en el oficio dirigido a los jueces italianos encargados de resolver el entuerto jurídico contra Puigdemont.
La primera Euroorden dictada contra los prófugos del procés fue retirada por el instructor Llarena en julio de 2018, una vez que el tribunal regional alemán de Schleswig-Holstein acordara la extradición del exvicepresidente catalán a España pero sólo para ser juzgado por malversación y no por rebelión, como pedía el magistrado quien rechazó entonces la entrega parcial y lamentó que los jueces germanos se hubiesen pronunciado sobre el fondo del enjuiciamiento.
Para evitar un nuevo revés en este sentido y antes de que los tribunales belgas, país de residencia de Puigdemont, pendientes de pronunciarse sobre el futuro del político, emitiesen un veredicto, Llarena se dirigió al TJUE. De los márgenes que fije la Justicia europea dependerá el futuro judicial del expresidente catalán. Por lo que respecta al magistrado, fuentes próximas al Alto Tribunal español aseguran que seguirá insistiendo por los cauces legales previstos para garantizar que responda de sus actos.