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Fernando Grande-Marlaska, con Txapote (izquierda) y Parot (derecha)

Paula Andrade / Lu Tolstova

El perfil

Marlaska y el paso de la toga a la rodillera

Su figura es la bandera de un Gobierno que, pese a contar con tres jueces en nómina, ha sido corregido tres veces por el Constitucional en apenas cuatro años de ejercicio

Es muy probable que Fernando Grande-Marlaska (Bilbao, 1960) no viera venir la tormenta cuando aprobó a la primera su oposición a juez. Hubo un tiempo no muy lejano en el que contaba con el respeto de la profesión (excepción hecha de Dolores Delgado, que lo llamó «maricón» en presencia de Villarejo) y de la sociedad española, que veía en él a un hombre decidido en la lucha contra el terrorismo etarra. Su imagen de yerno se vino abajo cuando encadenó su prestigio al de un hombre tan poco fiable como Pedro Sánchez.

Él siempre cuenta que inició su carrera en España porque le denegaron una beca para seguir estudios de Derecho Comunitario en Brujas (Bélgica), un destino seguro que mucho más plácido y quién sabe si mejor remunerado en la maraña europea. Ahora el tiempo ha querido que sea la cara visible de un Gobierno revolcado en los tribunales y que tiene a su nombre el acercamiento al País Vasco de los pistoleros más sanguinarios de la ETA.

Marlaska, como su presidente, no es partidario de que los jueces elijan a los jueces

Podrá decir que la ley lo permite y que ahí están los tribunales para quien quiera recurrirlo, pero cuesta entender tanta genuflexión en alguien a quien pusieron en la lista de ejecutables. Un hombre como él, que tuvo la valentía de perseguir al terrorismo –y de salir del armario delante de su madre aun sabiendo que se metería en cama para no salir en 15 días, como así ocurrió–, podría mostrar algo más de oposición a una política penitenciaria que permitirá a criminales como Txapote alcanzar la edad de jubilación entre los pintxos del Casco Viejo de Bilbao. Este pasaje de su libro Ni pena ni miedo (Ariel, 2016) se vuelve ahora como un bumerán: «Mi conocimiento de las dificultades que encuentra la justicia para perseguir determinadas conductas que minan los principios en los que creemos los demócratas (...) me conduce a militar por una justicia no burocratizada y centrada en la defensa de la víctima».

Cuentan que el ministro tiene dos hermanas que conservan todavía la «c» original del apellido materno (Marlasca). Casado desde 2005, no tiene hijos porque su marido Gorka, que es profesor, nunca desarrolló instinto paternal. Años después de aquella boda –y de que el Partido Popular recurriera ante el TC la ley de matrimonio homosexual–, Marlaska sonaba para cargos relevantes de la judicatura a propuesta precisamente del PP. En 2016 aseguraba haber votado a diferentes partidos y ya en 2018 ingresó en el primer Gobierno de Pedro Sánchez. De aquel Ejecutivo que se autodenominó «bonito» solo quedan él y cinco ministros más, señal inequívoca de que el sanchismo es profesión de alto riesgo.

Una cinta de correr

En todo este tiempo ha compaginado un rictus grave acorde al cargo con episodios de cierta frivolidad. Destinó casi 2.800 euros de dinero público a comprar una cinta de correr para su domicilio y fue muy criticado por salir a cenar por Chueca –a un kilómetro a pie de la sede del Ministerio– mientras en Cataluña llovían adoquines tras la sentencia del procés.

La actual rendición de Marlaska es solo una muestra de la pésima relación del Gobierno con la separación de poderes. Solo así se explica que un Consejo de Ministros con tres jueces en nómina haya sido corregido por el Constitucional hasta tres veces en apenas cuatro años de ejercicio. El historial de desafecto es de sobra conocido.

El corte de cinta lo encabezaron los indultos a los presos del procés, condenados entre otras cosas por malversación, el delito que ahora recae sobre el muy elogiado Griñán. En aquella ocasión, Sánchez llegó a decir que la «revancha» y la «venganza» no eran valores constitucionales, como si los jueces del Supremo actuaran movidos por algún tipo de pulsión enfermiza. No se vio entonces a Marlaska torcer el gesto. No obstante, al igual que su presidente, tampoco es partidario de que los jueces elijan a los jueces.

Anasagasti lo llamó «divo» y hoy Otegi desea otros cuatro años de Gobierno de coalición

La última entrega llegará con la sentencia de los ERE. Aún no se conoce el contenido del fallo (solo la existencia de un voto particular) pero a Santos Cerdán, número tres del PSOE, le alcanza para decir que es una sentencia «injusta». Tampoco se ha visto a Marlaska fijar postura en favor de sus compañeros, a los que se les presupone un mayor conocimiento en Derecho que al entregado Cerdán, al que habría que ver fuera del paraguas de la cosa pública.

Ese sometimiento al partido, ese cambio de la toga por la rodillera en favor de unas siglas, han provocado que el juez al que Anasagasti tachó de «divo» –que en boca de un nacionalista sería el mayor de los piropos– sea, como prolongación del PSOE, la principal esperanza de los herederos de Batasuna. Porque ya lo dijo Otegi: «Lo que nosotros queremos es que pasen estos dos años de legislatura. Y que este Gobierno cumpla otros cuatro años más».

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