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En primera líneaAgustín Rosety Fernández de Castro

España es el precio

A estas alturas, con el golpista Puigdemont y sus compinches (zurdos, o no tanto) burlándose de nosotros, de nuestras instituciones, del perplejo Illa y tal vez -sólo tal vez- del mismo Sánchez, ya no nos queda amargura que saborear

Actualizada 04:30

El empeño de un puñado de frikis exmilitares salvadores de fracasadas revoluciones fallidas y la inconsistencia política de un Gobierno que se dice a sí mismo «progresista» se han confabulado frente a la Historia, los valores militares y la razón misma para lograr la obligada exhumación, por vez primera que sepamos, de los restos de uno de los héroes que reposaban en el Panteón de Marinos Ilustres, el Almirante don Salvador Moreno Fernández. Es parte del precio que los españoles hemos de pagar día a día para que pueda mantenerse en la Moncloa Pedro Sánchez, perdedor de las últimas elecciones generales. El precio es España, que nadie se engañe.

Claro que no siempre ha sido así. Alguna vez he manifestado mi opinión de que lo sucedido en España en julio de 1936 no fue un golpe de Estado, sino un pronunciamiento militar, seguido por el alzamiento de los españoles que no se resignaban a morir como ovejas. Los abuelos y los padres de muchos, muchos, españoles de hoy no consintieron con la entrega de España como precio de la revolución por un Gobierno que, bajo el disfraz republicano confeccionado de aquella manera cinco años atrás, invocaba ya a la Rusia soviética. Ahí queda, en uso de mi libertad de expresión, aunque no encaje con la interesada narrativa progre.

Dicho esto, obligado es recordar que el entonces Capitán de Fragata Moreno sobresalió entre quienes no estuvieron dispuestos a aceptar que se entregase España como precio de la revolución. Su resuelta actitud de confrontar a cuerpo limpio a los 500 hombres de la dotación del crucero Almirante Cervera, varado en el Arsenal de Ferrol, tuvo éxito, y no olvidemos que la mitad de sus compañeros estaban siendo asesinados por dotaciones amotinadas. Su valentía ganó una importante unidad para la causa nacional y ahorró un río de sangre, siendo por ello distinguido con la Cruz Laureada de San Fernando.

Cuando tuve noticia de lo sucedido en el Panteón a primeros de agosto, resonó en mi conciencia la sentencia de Escipión el Africano que, acosado por el Senado de Roma, renunció a ser enterrado entre sus antepasados: «Mi patria, ingrata, no guardará mis cenizas». No, no soy quién para juzgar la digna decisión de los descendientes del Almirante de retirar sus restos del Panteón de Marinos Ilustres. Tampoco lo soy ya para plantear la cuestión como representante que fui de la Nación. Atrás quedan los mandos que un día desempeñé, que pocos podrán recordar, así que nadie me busque por ese camino. Sólo soy un ciudadano particular preocupado como el que más por el rumbo al que España navega en demanda de un oscuro destino, a bordo de un Estado que a duras penas se mantiene a flote. Preocupado como ciudadano, pero también agraviado como militar, por cuanto tomo lo sucedido como afrenta.

En 1966, senté mi plaza como Aspirante de Marina en la Escuela Naval Militar. España carecía de Constitución, al no estar determinada la separación de los poderes del Estado en unas Leyes Fundamentales que se inspiraban en el llamado «Principio de unidad de poder». Pero España obviamente existía, como también el Estado Nacional y la Institución Militar a la que me unía prestando junto a mis compañeros solemne juramento de fidelidad ante la Bandera. Siglos de Historia jalonados por brillantes hechos de armas guardaba la Enseña entre sus pliegues, atestiguados por la Medalla Militar que pendía de la moharra. Un legado moral que, como militares, recibimos en el mismo momento que jurábamos derramar nuestra sangre por España, si preciso fuere. No lo he olvidado.

En 1978, el pueblo español decidió darse la Constitución aún vigente -pese al acoso de Sánchez- que abría una nueva etapa de paz y concordia entre los españoles. «De la ley a la ley», el Estado se transformó, adoptando la forma de Monarquía Parlamentaria, y con él las Fuerzas Armadas; pero uno y otras continuaron su trayectoria histórica. Conservaba así la Institución militar su glorioso historial, escrito por el pueblo español en sus afortunadas empresas, y también en sus desventuras, entre ellas las contiendas civiles que ensombrecen nuestro pasado, como el de cualquier otro pueblo. La que asoló España entre 1936 y 1939, que nuestros abuelos y nuestros padres tuvieron que vivir y nuestra generación quiso superar, más que olvidar, sigue siendo «La Guerra Civil» un siglo más tarde. Creo que ya va siendo hora de quitar las mayúsculas y de dar paz a los muertos en lugar de manchar su recuerdo con políticas rastreras.

Por eso mismo, no teman, tampoco me voy a extender sobre la «desbandá», dicho así con «gracejo» andaluz según he leído en estos días; como si la cosa tuviese gracia o fuese gracioso, o andaluz -y a mucha honra lo soy- comerse los fonemas. Quien quiera saber de la tragedia malagueña de 1937 debería acudir a historiadores como Antonio Nadal en vez de intoxicarse con los infundios de Norman Bethune y otros agitadores comunistas, con sus abultados números redondos de fugitivos y víctimas. «Víctimas» que no son nunca los combatientes, uno de cuyos primeros deberes es proteger a los inocentes, en lugar de escudarse en ellos como las cobardes e irresponsables autoridades del Ejército de aquella fallida República hicieron en Málaga.

Pero a los salteadores de la política -y de las arcas públicas, por cierto- que pueblan la izquierda española desde el nefasto y corrupto Rodríguez Zapatero sólo les interesa sacar tajada de aquella Guerra Civil otorgando al Bando Rojo, del que insólitamente se consideran sucesores, una victoria póstuma a costa de la honra de quienes, ante su conciencia y honor, tomaron la decisión de alzarse. La desmemoriada «memoria» olvida interesadamente que, en febrero del 36, el Frente Popular había arrebatado el poder mediante un pucherazo hoy probado, e indultado a los cabecillas golpistas del 34; un Gobierno que llevó su infamia al extremo de amparar a los asesinos de un líder de la oposición, una secta revolucionaria que amenazaba la vida y la libertad de cuantos españoles confrontaban sus ideologías, como en la misma Málaga quedó tristemente atestiguado. ¿Con qué legitimidad, pues, representaba aquél siniestro comité a la República Española, no digamos ya al pueblo español?

La banda de La Moncloa tiene hoy en qué inspirarse para actuar por vías semejantes. A estas alturas, con el golpista Puigdemont y sus compinches (zurdos, o no tanto) burlándose de nosotros, de nuestras instituciones, del perplejo Illa y tal vez -sólo tal vez- del mismo Sánchez, ya no nos queda amargura que saborear. La vergüenza es nuestra compañera mientras esperamos, en forzoso paréntesis estival, como si nada sucediese, ese «otoño caliente» desde hace años acostumbrado. Ahora que el reposo de los héroes en el Panteón ha sido violado por la más despreciable casta política que los españoles hemos padecido, me queda la frustración de que la Institución Militar no haya podido evitar este agravio. El Panteón no volverá a ser el símbolo que para mí era, pero la tierra española de su Galicia natal será leve a don Salvador y, allá donde sus restos reposen, al fin en paz, su tumba dará testimonio de su ejemplar servicio a España.

Solo nos cabe esperar que este corrupto y criminal tinglado monclovita no tarde demasiado en caer y que un legítimo Gobierno de la Nación deje de mirar atrás con ira, o con simple complejo, como lo hicieron aquellos patéticos diputados del PP -y también de las izquierdas e incluso separatistas- que el 20 de noviembre de 2002 votaron una inicua declaración por la que se condenaba a sus propios padres y abuelos. Un Gobierno, en fin, que nos aparte del abismo caribeño que nos amenaza, que trabaje para ganar un futuro mejor para los españoles y que rescate a España, hoy pagada como precio a neocomunistas y separatistas por los «servicios prestados».

Agustín Rosety Fernández de Castro NEOS - Grupo de trabajo Cultura de Defensa

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