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La tía Elena en su juventudGM

Crónicas Castizas

La tía Elena, historia de una monja

El nivel de despiste de ambas mujeres era de campeonato. En una ocasión, su madre le pidió a Elena que fuera a por sus medicinas a su casa; al bajar y reclamarle las pastillas Elena contestó sorprendida: «Ay, me las he tomado yo»

De joven, mucho, había viajado a Italia con sus hermanas y otros muchos adolescentes para asistir a un curso de radiotelegrafistas –la excusa del viaje– que impartía el Partido Nacional Fascista. Quizás no aprendieran mucho, pero el periplo merecía la pena. La familia tenía historia y una placa de un antepasado en una plaza de Toledo. Su historia no era cualquier cosa. Su madre nació en Cavite, Filipinas, y su padre fue asesinado en la calle las Armas de la Ciudad Imperial el 19 de julio de 1936 mientras los guardias civiles corrían a encerrarse en el alcázar. Su hermano mayor, años después, partió voluntario a combatir a la Rusia soviética.

Con la paz, le alcanzó la vocación religiosa y tras echar inmisericorde al fogón de la cocina un ejemplar del Corán que se había comprado su hermano pequeño, lector impenitente que con el tiempo no se hizo mahometano pero sí evangélico, Elena ingresó en las Carmelitas Descalzas y allí la conocimos sus sobrinos en la clausura a través de un torno –explícale a un chaval moderno qué es eso–.

La monja Elena Morales Vázquez de CastroGM

La monja se lo tomó a pecho y llevó la regla de la orden al límite, por lo que se fastidió una pierna. La cojera le acompañó toda su vida sin exhalar una queja, y adelgazó hasta límites inverosímiles, la piel cerúlea sobre los huesos marcados.

Forzada por la superiora a dejar el convento para cuidar su salud, gozaba de una energía inadvertida en su situación e increíble en su estado físico endeble. Elena se fue a vivir con su madre Rosario, viuda de guerra, y compusieron una extraña pareja inseparable, con caracteres fuertes y divergentes donde las discusiones no escaseaban y el cariño profundo y los cuidados recíprocos tampoco.

El nivel de despiste de ambas era de campeonato. En una ocasión, su madre la pidió a Elena que fuera a por sus medicinas a su casa toledana, al bajar y reclamarle las pastillas encargadas Elena contestó sorprendida: «Ay, me las he tomado yo». Tal era el nivel de distracción de una mujer que vivía a base de aspirinas y ducolaxo en dosis de adicto. En otra ocasión, la madre, ejerciendo de abuela en Madrid, el pueblo más grande de la provincia de Toledo, preparó el desayuno de la familia donde estaban acogidas esa temporada, y todos desde los niños hasta los adultos escupieron el café con leche o el cacao, pues confundió la buena señora el azúcar con sal. Más risas que reproches.

La pareja de mujeres pasaba tiempo en casa de cada hijo. En Madrid los chicos temían a la tía Elena, no por su carácter dulce y servicial, sino porque por las noches se empeñaba en leerles a los niños en la oscuridad de la alcoba de la casa de Carabanchel las recomendaciones del alma, muy adecuadas tal vez para alguien que agoniza o así, pero no era el caso de los chavales, aún no, que sentían al oírlas desgranarlas cómo el sueño huía de ellos sustituido por el pavor que ya aleteaba en sus mentes al ver entrar en la habitación la bondadosa figura quijotesca y liviana de la tía Elena.

Placa de un antepasado de Elena en ToledoGustavo Morales

Al final de sus días, después de haber hecho mucho bien y alguna trapisonda, pues fue en el buen sentido de la palabra buena, la detectaron un cáncer de estómago. Los cirujanos la abrieron y la volvieron a cerrar desconsolados; estaba llena de tumores. Paliaron su sufrimiento terminal con morfina y era sorprendente ver afectada por ese poderoso analgésico a la tía Elena, a quien le dio tiempo a conocer el día de su bautizo en la iglesia mozárabe de Santa Eulalia su última sobrina nieta a la que pusieron su nombre: Elena.

Y con ella, con la tía Elena, desapareció una estirpe que sabía el valor del servicio alegre y entregado sin presunción ni arrogancia.