Entrevista con José Ángel Saiz Meneses
El arzobispo de Sevilla: «Los mandamientos son para todos, seas homosexual o heterosexual»
José Ángel Saiz Meneses charla en El Debate sobre su diócesis y su piedad popular, los retos de la Iglesia en Andalucía y las realidades sociales que la atañen
Un templo para «que piensen que estamos locos»: la catedral de Sevilla es la más grande de España
¿La piedad popular andaluza es más postureo que fe viva? ¿Las hermandades son para gente analfabeta? ¿Está relajando la Iglesia la moral sexual, o está obsesionada con ella? ¿Hay forma de parar la sangría de vocaciones al sacerdocio? De todo esto y mucho más hablamos con el arzobispo de Sevilla, monseñor José Ángel Saiz Meneses.
–Hágame una radiografía de la archidiócesis de Sevilla…
–La diócesis de Sevilla es inmensa. Son 264 parroquias, y la gran mayoría tienen mucha actividad: confirmaciones, fiestas patronales, inauguraciones, comuniones, bautizos, conferencias... Hay 125 comunidades religiosas de vida activa y 34 monasterios de vida contemplativa. Están presentes todas las realidades eclesiales, algunas con mucha implantación: Opus Dei, Cursillos de Cristiandad, Camino Neocatecumenal, la Obra de la Iglesia, Focolares, Comunión y Liberación, Acción Católica... Y también todos los nuevos movimientos y métodos de Iglesia: Emaús, Bartimeo, Amor Conyugal, Seminarios de Vida en el Espíritu, Alpha… ¡Lo tenemos todo! Pero es que, además, tenemos 700 hermandades y cofradías. Es algo maravilloso, un auténtico regalo del Señor, aunque a veces me sea imposible abarcarlo todo.
–En ocasiones se ha mirado la piedad popular «por encima del hombro», como si fuese una fe de menor importancia. –Hoy vemos, sin embargo, que donde se han mantenido esas muestras de fe, la secularización social ha sido menor que en otras zonas como Cataluña, que usted conoce bien…
–Es posible que hace mucho tiempo la piedad popular fuese la forma de vivir la fe de personas iletradas, que no tenían acceso a la cultura, etc. Pero hoy, al menos en Occidente, no es así. En Sevilla hay cuatro universidades y todo el mundo está escolarizado. Es decir, que la piedad popular es hoy una forma de vivir la fe y de tener un encuentro real con Dios, a través de la Via pulchritudinis, el camino de la belleza, que es tan válida y auténtica como cualquier otro camino de pensamiento y reflexión. De hecho, normalmente son dos caminos que van unidos. Yo recibo continuamente a las juntas de gobierno de las hermandades, y en ellas hay empresarios, directivos, abogados, economistas, médicos, profesores de universidad, autónomos, obreros, parados, amas de casa, inmigrantes, nativos... Es una realidad transversal, como la misma Iglesia, donde se trabajan los tres pilares.
–¿Y cuáles son, para quien no esté familiarizado con estas realidades?
–En las reglas de todas las hermandades hay tres pilares: cultos, formación y caridad. Los cultos suelen ser muy solemnes y vividos, con mucha profundidad e intensidad. La formación es, tal vez, lo que cuesta más. A los sacerdotes, porque hay tantas urgencias pastorales y momentos para la oración, que es difícil sacar tiempo. Y para los laicos, que tienen su trabajo, que son padres o madres de familia, ya se entiende lo complicado que es. Y aún así, la formación se lleva a cabo. Después está la caridad, con una obra social que es realmente impresionante en todas las hermandades. ¿Qué más les podemos pedir? Solamente, que se viva todo esto con profundidad, con integridad, con seriedad.
–¿No hay riesgo de convertir la participación en procesiones y pasos en un acto de cara a la galería, sin vivencia interior?
–Ahora hay mucho postureo en todos los órdenes de la vida, así que la piedad popular tiene que vivirse con autenticidad y cuidando la dimensión evangelizadora que tiene. Hoy el caballo de batalla y la dificultad principal en la pastoral de la Iglesia es la transmisión de la fe. Antes esto se realizaba en las familias, en las escuelas y en las parroquias, con mucha naturalidad. Cuando yo era pequeño, después de cenar charlábamos mis padres y los cuatro hermanos, y después rezábamos el rosario. Esto era algo habitual en las familias. Después llegó la televisión y se acabó el diálogo. Y ahora ya ni siquiera la televisión mantiene a la familia físicamente unida, porque cada uno navega por internet desde su propio móvil u ordenador. Así que en la familia cada vez cuesta más la transmisión de la fe. También cuesta enseñar a rezar en la escuela, incluso a los que se apuntan a Religión. Y en las parroquias sólo llegamos a los que van. Por eso las hermandades son un ámbito en que la transmisión de la fe se transmite como por ósmosis, y con mucha naturalidad se enseña a rezar. Los pequeños ven las actitudes de sus padres ante el Señor en la Eucaristía, y ante una imagen de Cristo o de María Santísima, y van aprendiendo a rezar junto a ellos. El reto es ir consiguiendo un perfil de cofrade cristiano que es testigo de Cristo y apóstol.
–¿Cuáles son los retos que tiene la Iglesia en Andalucía?
–Uno es la comunión eclesial. Como digo, hay mucha riqueza de fe, pero el peligro es que cada uno haga la guerra por su cuenta. Tenemos que crecer en la comunión, porque de esa forma seremos más creíbles. Y vivirla haciendo camino juntos, que eso es la sinodalidad. Después hay otro reto: tenemos unas imágenes bellísimas, pero existe el peligro de quedarnos solo en la belleza de las tallas y los pasos o en una imagen, sin vivir el encuentro real con Cristo. El reto es no quedarnos con el elemento exterior, estético, artístico, que tiene mucha fuerza y belleza, sino llegar a un encuentro con Cristo, Dios y hombre, y por Cristo con el Padre y el Espíritu Santo, de la mano de María y de los santos. Luego está el que seamos capaces de una formación completa. Los católicos no somos fundamentalistas que creen mucho, pero piensan ni estudian. No, hay que saber dar razón de la fe para ser un cristiano del siglo XXI. Y por último, tener una acción solidaria que incida en la sociedad. Hoy no es suficiente con ofrecer un testimonio individual de vida cristiana, aunque sea auténtica y completa. En este mundo tan individualista y egoísta, hace falta ofrecer un testimonio comunitario de que es posible vivir en fraternidad, en comunidad, en familia, en Iglesia.
–Mientras se incrementan los suicidios entre adolescentes, los jóvenes cada vez se casan menos y más tarde, y hay tantos jóvenes con desesperanza, vemos, a la vez, un gran despertar en realidades eclesiales muy pujantes. ¿Qué atrae hoy a los jóvenes a la Iglesia?
–Les atrae la persona de Cristo. Cuando hay un régimen de cristiandad en el que todo el mundo es creyente y practicante, la evangelización se hace a través de la catequesis. Pero ahora vivimos una situación que se parece a la que describe la Epístola a Diogneto: somos como fermento en medio de la masa, como sal, como luz. Sin embargo, hoy nos llegan niños, jóvenes, adultos y les catequizamos, es decir, les enseñamos los contenidos de la fe. Pero hay un paso previo, que es la proclamación del kerigma, como san Pedro tras Pentecostés. No es catequesis, sino un primer anuncio de que Cristo vive, es el Salvador, ha dado la vida por nosotros y ahora lo que importa es convertirse y seguirle. Después vendrá la catequesis. Hoy en la pastoral empezamos presentando contenidos y lo que hemos de presentar es una persona, Cristo, que es enormemente atractiva, y propiciando una experiencia de encuentro real con Él. A los jóvenes les atrae esa experiencia de encuentro con Cristo, que te atrapa el corazón.
–Sin embargo, uno de los mayores problemas para hacer ese primer anuncio son los tópicos y prejuicios contra la fe, fruto de la contaminación de la ideología de género…
–Tres de los síndromes de la sociedad actual son el relativismo, el subjetivismo y una cultura dominante que nos quiere imponer una antropología distinta a la nuestra. El relativismo afirma que todo depende del consenso y que, si nos ponemos de acuerdo, podemos decidir que una cosa es verdad y otra es mentira, y si queremos, luego lo cambiamos. Pero así al final acabamos en manos de los más poderosos. Nosotros creemos en Dios. Creemos que Dios ha salido al encuentro del hombre, se ha revelado y nos ha ofrecido su Palabra, que está recogida en la Biblia. Y de ahí emana una antropología, porque Dios nos creó hombre y mujer. La ideología de género dice que podemos hacernos un cuerpo y una moral a la carta. Pero no es esa nuestra concepción del ser humano.
–Pero hoy hay quien pide cambiar la moral sexual de la Iglesia, desde dentro de la Iglesia.
–Cuando hablo con los jóvenes, les explico que los mandamientos son para todos. Seas homosexual, seas heterosexual, los mandamientos son para todos, también el sexto y el noveno. Y si eres cristiano, los tienes que cumplir. Si cambiamos los mandamientos, ya seremos otra cosa, pero no cristianos católicos. Así que en estos tiempos de ideologías líquidas y con una cultura dominante que nos quiere manipular y cambiar la concepción del ser humano, de la familia, y de la sociedad, ¿qué nos queda a nosotros? Pues rezar de verdad y acudir a Dios para pedir su luz. Y, además, nos queda la Sagrada Escritura y la tradición y el Magisterio de la Iglesia. Esos son los puntos de referencia por los que nos debemos guiar.
–El número de seminaristas en España se ha desplomado en las últimas décadas. Sin embargo, hubo unos años de paréntesis en el que el número de vocaciones se incrementaba cada año, de 2009 a 2015. En esos años usted estaba al frente de la pastoral vocacional de la Conferencia Episcopal. ¿Qué se hizo entonces y habría que volver a hacer para revertir la situación?
–Los tiempos son difíciles. Yo estuve dos mandatos en la Comisión Episcopal de Seminarios; pero antes y después ha habido otros que han trabajado muy bien. Nosotros intentamos hacerlo lo mejor posible. Tanto en esa época con cuando fui obispo de Tarrasa y abrimos el seminario en 2006, lo que he intentado siempre ha sido primar mucho la pastoral infantil, juvenil y universitaria, para crear una cultura vocacional. Es decir, grabar en los jóvenes la idea de que todo ser humano tiene una vocación, que Dios tiene un designio sobre esa persona. No se trata de convencer a muchos para que entren al seminario o al noviciado. Se trata de ayudar a cada persona a que descubra su vocación.
–Sí, pero eso, ¿cómo se hace?
–Primero, recordando que la vocación bautismal es una vocación a la santidad y al apostolado. Y eso es común en todos los estados de vida. Y luego, procurar que la gente viva cristianamente. Porque desde luego, las vocaciones no van a salir de las discotecas o de los botellones. Las vocaciones saldrán de personas que viven cristianamente su fe, que rezan, que estudian, que trabajan, que son solidarias. Y que en un momento dado captan una llamada y tienen cerca a alguien que les ayuda a discernir. O personas que no captan esa llamada, pero se hacen preguntas y piensan ¿cuál es la voluntad de Dios en mi vida? También hay que cuidar mucho la pastoral familiar, porque la familia es el primer seminario, y dedicar muchas horas a la franja de infancia, adolescencia, juventud y pastoral universitaria. Porque lo más eficaz en la pastoral vocacional es el testimonio de los propios sacerdotes: al lado de cada vocación, hay siempre un referente de sacerdote santo. Y hemos de rezar al Señor por las vocaciones, pedirlo con fe, con confianza. En cada parroquia debería haber un grupo de pastoral vocacional que cada semana tiene un rato de oración ante el Santísimo por las vocaciones sacerdotales y religiosas.
–¿Cómo quiere terminar esta entrevista?
–Recordando que de lo único que hay que tener miedo es de apartarse de Dios, porque eso es apartarse de todo. No estamos aquí como espectadores, sino que estamos llamados a cambiar el mundo y a vivir la vida intensamente, en todas sus dimensiones: material, emocional, afectiva, intelectual, cultural y espiritual para crecer armónicamente. Y cuando uno se entrega a Dios y a los demás, encuentra la felicidad y la alegría y la paz. Así que no tengamos miedo a adentrarnos en esa aventura maravillosa que la vida de hijo de Dios.
Test episcopal de El Debate
–De seminarista tenía especial devoción a dos: santo Tomás de Aquino, porque me parece el teólogo más grande de la historia de la Iglesia y yo, humildemente, me consideraba un pequeño discípulo suyo; y san Juan de la Cruz, por su espiritualidad mística. Incluso me sabía el Cántico espiritual de memoria. Después, san José, que es mi patrón. Y, ya de sacerdote, con el que más me siento identificado es con san Pablo, por su celo apostólico.
–¿Quién le transmitió la fe?
–Sobre todo, mi madre.
–¿Hay alguna oración a la que acuda con frecuencia?
–Para mí es incomparable es el Padrenuestro, porque es el Señor quien nos lo enseña, y el Ave María, que es nuestra respuesta en el Rosario. Pero desde el seminario tengo otras tres oraciones que recito cada día después de comulgar, para tener una relación personal con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Al Padre, la oración de Carlos de Foucould: «Padre, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea te doy las gracia, etc.». Al Hijo, la que está atribuida a san Francisco de Asís: «Señor, haz de mí un instrumento de tu paz; donde haya odio, ponga amor, etcétera». Y al Espíritu Santo, una del cardenal Suenens: «Espíritu Santo, eres el alma de mi alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser. Purifícame y guíame cada día».
–¿Cómo se entretiene para descansar?
–En Sevilla casi no tengo tiempo para descansar. Descanso cuando me voy a dormir. Y, si acaso, sólo por la noche rezo lo que me falte del Breviario y repaso un poco las noticias. Pero para ver una película o partidos de basket, que me encantan, ya casi no me da el tiempo.
–¿Cuál es la comida favorita de su diócesis?
El bacalao con tomate, que es muy cuaresmal y me gusta bastante.
–¿Tuvo novia?
–No.
–¿Cada cuánto tiempo se confiesa?
–Con la debida frecuencia. Más o menos, un par de veces al mes.
–¿Qué es lo mejor de ser sacerdote?
–El encuentro con el Señor que vive, especialmente a través de la Eucaristía. Al celebrar la Eucaristía, ya sea en la catedral en una celebración solemne con polifonía, ya sea en una parroquia de barrio con guitarras, entro en el cenáculo. En la Consagración pienso mucho en cómo Jesús diría aquellas palabras y cómo lo haría Él. También el encuentro con Dios en la Liturgia de las horas, en la oración, y a través de las personas. Porque la verdad es que es una delicia ir a las parroquias, a las hermandades, a los colegios, a las comunidades religiosas… y encontrarse con tanta gente buena, agradecida y cariñosa, que quiere vivir la fe.
–¿Y lo peor de ser obispo?
–Lo más complicado no es el sufrimiento o la cruz. Eso forma parte de la vida cristiana. Tampoco los problemas que surjan, porque como siempre digo a mis colaboradores, para cada problema hay una solución y solo es cuestión de trabajar para encontrarla. Lo más duro de verdad es cuando se da un caso de un sacerdote que deja el ministerio, y por supuesto, los casos de abuso. Porque nosotros hemos de ser reflejo del Señor en la tierra, que es todo amor, servicio, entrega, sacrificio. Hemos de ayudar a las personas a crecer y a madurar como hijos de Dios. Y esos pecados tan graves que hacen tanto daño y que causan tanto escándalo, son un obstáculo a esa trasparencia de Cristo. Esto es, sin duda, lo peor.