Una ola golpea un faroGeorge Desipris / Pexels

Leyendas de Cataluña

La leyenda del monasterio catalán que fue destruido por un «tsunami» divino

Cuentan que el antiguo convento de los Caballeros Solitarios llegó a su fin por una intervención sobrenatural

Un día, un buey pacía tranquilamente por los verdes prados de la montaña del Montseny, en la comarca del Vallés Oriental. Cuenta la leyenda que el buey encontró, entre los peñascos y semi oculta, una imagen preciosa de san Miguel.

Muchas leyendas nacen de este tipo de encuentros: animales pastando que se dan de bruces con imágenes abandonadas. A partir de estos hallazgos se crea una leyenda, pero en España la explicación de estos hechos tiene cierta lógica. La invasión de los árabes hizo que muchos fieles optaran por esconder los objetos de culto y evitar así la pillería y el saqueo sarraceno. Ésta es la lógica explicación de la gran proliferación de imágenes encontradas por pastores durante los lejanos tiempos de la Edad Media.

En el caso del buey con el que empezábamos este artículo, la leyenda cuenta que, cuando tocó con su boca la pierna del santo, este cambió su color dorado por otro negro. El pastor que acompañaba al animal recogió la reliquia y, modestamente, con piedras, ramas y arbustos elevó una improvisada y rústica capilla que provisionalmente albergara la imagen del Santo.

Los Caballeros Solitarios

El descubrimiento no tardó en ser conocido más allá de los límites naturales de aquella zona. Al cabo de unos años unos nobles caballeros decidieron construir un templo para el santo y dedicarse a su culto durante el resto de sus días. A estos hombres se les conoció como los Caballeros Solitarios de San Víctor.

Llevaban una vida santa, cumpliendo las exigencias más estrictas de la fe y la penitencia. Sus virtudes fueron conocidas y cantadas. Tan conocidos fueron que, incluso, el hijo del rey Ramón Berenguer I, llamado Guillermo, renunció en 1054 a su condado de Osona, que le correspondía por ser el hijo del conde de Barcelona, y se unió a la áspera y virtuosa vida de los Caballeros Solitarios.

Uno de los prodigios de la imagen de san Miguel fue que, tantas veces como la pierna fue pintada, al quedar ennegrecida por el contacto del buey, tantas veces volvía a recuperar su negruzco color, hasta que finalmente los caballeros desistieron de su loable empeño.

No hubo continuidad en el templo de los Caballeros Solitarios y, así, tras la muerte del último, se construyó en ese lugar un monasterio de monjas, llamado de San Miguel, que estuvieron largos años dedicadas a la vida dura y exigente de la fe cristiana… hasta que llegó un mal día.

Las monjas y los caballeros

La mañana era alegre, el sol lucía con la fuerza propia del mes de junio, los pájaros gorjeaban entre los arbustos verdes de las praderas. En este paradisíaco lugar aparecieron una mañana unos galantes caballeros de Barcelona.

Iban de caza. Habían partido de Riells y pararon en San Miguel. Los caballeros eran jóvenes, bellos y alegres. Al ver el monasterio llamaron a la puerta y pidieron a la priora que les dejara entrar para poder comer las presas capturadas con el buen vino de la zona. La priora cedió y les abrió la puerta.

Una vez dentro de las monjas quisieron celebrar con los caballeros tan grandes capturas y así prepararon en el comedor una suculenta comida. Bebieron y cantaron. Las cabezas de las monjas, acostumbradas al agua, empezaron a dar vueltas. Mientras, las insinuaciones en voz baja de los galantes, hacían ruborizar y tentaban la voluntad de las enclaustradas.

Las risas empezaron a sentirse por el valle. Cada vez más escandalosas y elevadas. Tan alto volumen tomaron que las rocas acostumbradas a la quietud se movieron. En aquel momento se oyó un gemido que hizo estremecer a los pájaros y a los animales. Aquel ruido no inmutó ni a los invitados ni a las anfitrionas, que en su orgía festiva no advirtieron que las piedras les avisaban que algo terrible ocurriría.

No cabía duda. Era una señal de Dios que, enfurecido, había intentado detener la orgía que parecía tomar forma. Como nadie oyó nada y no sólo eso, sino que la fiesta subía en bullicio y algarabía, un horroroso trueno salió del fondo de la montaña. Ésta estalló.

Tras este, una corriente de agua, en forma de cascada se precipitó impetuosamente sobre el monasterio, quedando completamente destruido. Ninguna queja se escuchó. Nadie se salvó. Todos desaparecieron. Al cabo de cinco minutos el paraje adquirió la misma quietud de siempre, pero sin el monasterio.

Muchos años más tarde, en un lugar cercano donde años antes estuvo el monasterio, se construyó una casa, que todavía existe, aunque hoy está en ruinas. Cuando estaba en pie se conservaba una arca y una cruz bizantina. Estas eran las únicas reliquias de aquel monasterio, que desapareció un día, ante la ira de Dios.