La profesora Teresa Pueyo, en la biblioteca de la Universitat Abat Oliba CEUCedida / UAO

Entrevista

Teresa Pueyo: «Decir 'universidad católica' no puede ser una pegatina para tranquilizar a los conservadores»

  • La co-editora de La universidad católica en la era de la posverdad reflexiona sobre las amenazas y oportunidades que condicionan la labor de la educación superior confesional en 2024

La educación católica en España atraviesa desde hace décadas una crisis, tratando de seguir cumpliendo su función en un contexto social cada vez más secularizado. Esta pugna es la que atraviesa el ensayo colectivo La universidad católica en la era de la posverdad (Tirant Editorial), en el que profesores del Instituto CEU de Humanidades Ángel Ayala de Barcelona, Madrid y Valencia abordan de frente la cuestión.

La profesora de la Universitat Abat Oliba CEU y doctora en Humanidades Teresa Pueyo co-edita el libro junto a Jorge Martínez, y atiende a El Debate para reflexionar sobre las líneas maestras de la obra. Entre otras: qué significa hoy en día decir «universidad católica», por qué el neoliberalismo y las ideologías woke son su principal amenaza y qué pueden hacer los centros para seguir iluminando y siendo fieles a su misión original.

–¿De dónde nace este libro?

–Surge de un malestar común al constatar que la universidad está perdiendo su identidad y está siendo arrastrada por las ideologías modernas y el capitalismo. El libro es una declaración de amor a la universidad: queremos recordar su origen, advertir de su deriva y proponer una restauración, porque la universidad es un agente fundamental para el bien común de la sociedad.

–¿Qué es lo que se ha de restaurar? O, dicho de otra manera, ¿cuál considera que es la misión de la universidad?

–Podríamos definir la universidad como una comunidad de alumnos y profesores que buscan conocer la verdad de las cosas, desde una relación de amistad académica, tanto entre los profesores –vivos y difuntos–, como entre profesores y alumnos. Y la verdad entendida en sentido profundo –es decir, sobre Dios, sobre el mundo y sobre el ser humano–, pero también concretándose hasta lo más práctico. La técnica, la preparación para un oficio, también ha formado parte de la vida universitaria desde su origen.

–Si hoy preguntamos por la calle «¿qué es la universidad?» no creo que muchos hablen de «comunidad» ni de «búsqueda de la verdad», sino de un sitio donde formarse para acceder a un buen trabajo.

–Ese pensamiento, tan habitual, refleja la materialización de la realidad, y da cuenta de cómo el capitalismo neoliberal ha arrasado con toda la realidad humana, incluida la universidad. Todo se pone al servicio del éxito material, y en el ámbito universitario se ha puesto como principal aquello que era secundario. Conseguir un trabajo es algo necesario para sobrevivir, pero ni es lo más importante en la vida ni es la misión principal de la universidad.

–El libro documenta la génesis de la universidad, en el humus católico de la Europa medieval, y ud. habla de conocer a Dios como un elemento fundamental de la vocación universitaria. Desde su perspectiva, ¿una universidad desgajada del elemento religioso pierde algo por el camino?

–Decía Rémi Brague que «universidad católica» es una tautología, porque la universidad es católica por naturaleza. No solo porque históricamente nació en el seno de la Iglesia, sino porque, si la verdad es Cristo, solo en el contexto de la fe católica se puede llegar a conocer plenamente. Y el papa Benedicto XVI añadía que la universidad está coja si no usa la fe y la razón, porque son dos vías para conocer la verdad. Evidentemente, con la secularización aparecen universidades estatales, ateas: yo diría que, si bien en ellas se puede llegar a conocer por la razón natural la verdad del mundo, siempre será una verdad un poco coja.

Portada de 'La universidad católica en la era de la posverdad'Tirant Editorial

–Con todo, ¿de qué hablamos en 2024 cuando decimos «universidad católica»?

–Desgraciadamente, la secularización se da también dentro del seno de las propias universidades católicas, en muchos casos. Obviamente, ser una universidad católica no es estar encomendada a un santo determinado, llevar el título y tampoco asignar una serie de créditos de Doctrina Social de la Iglesia para quedarnos con la conciencia tranquila. «Universidad católica» no puede ser una pegatina que ponemos para que los papás conservadores se queden tranquilos mandando allí a sus hijos. Debe arrasar la vida de la universidad, permearla, en el mejor de los sentidos.

–¿En qué se concreta esto?

–La fe no puede ser solo una parcelita de la universidad católica. Tiene que inspirar todo su fundamento: de los planes de estudio generales a cada asignatura concreta. Desde qué profesores contratamos y por qué, hasta qué condiciones laborales les ofrecemos. El propio edificio ha de dar gloria a Dios, porque a través de la belleza podemos llegar al conocimiento de las cosas trascendentes, y la vida de piedad ha de ser algo central. Desgraciadamente, muchas universidades católicas no lo son en la práctica, porque no ven al alumno como un don, sino como un cliente, y al profesor, como parte de un mecanismo de producción de títulos. Y, aunque predican la Doctrina Social de la Iglesia, muchas veces no la tienen integrada en sus estructuras académicas o de gestión.

–¿Qué desafíos concretos afrontan hoy las universidades católicas?

–Probablemente el más grave sea la mercantilización, porque la dialéctica capitalista neoliberal lo ha invadido todo, hasta las relaciones íntimas. Se suele citar la técnica como un peligro para la universidad, pero me parece más fácilmente controlable. No le tengo especial miedo a la inteligencia artificial, porque creo que el hombre tiene una necesidad de comunidad que no puede ser sustituida por la técnica. En tercer lugar, probablemente el peligro más sutil al que se enfrenta la universidad es la ideología woke y la cultura de la cancelación.

–¿Por qué?

–En nuestra sociedad, bajo la apariencia de tolerancia en realidad hay un consenso progresista muy fuerte, que no tolera la discusión. Las persecuciones en el contexto académico por cuestionar el consenso woke son una realidad cotidiana. Relacionado con esto, también es un riesgo la infantilización de la enseñanza y el excesivo sentimentalismo con el que vienen muchos alumnos, que entienden la universidad como una transacción en la cual ellos pagan por un título. Creen que el profesor está a su servicio y ha de plegarse a lo que les apetezca y no incomodarles.

–¿Ud. ha vivido estas situaciones?

–Sí. En clase he tenido problemas, pero no porque les incomodasen mis argumentos en cuestiones de género, sino que el mero hecho de plantear estos temas. Aun así, gracias a Dios, dentro del grupo CEU tenemos absoluta libertad para defender la verdad aunque al mundo no le guste, siempre que hablemos con caridad y buenos argumentos. Además, sé que se da la cara por nosotros si hay algún problema, cosa que no ocurre en otras universidades. También me he encontrado con profesionales académicos que no han querido involucrarse en proyectos conmigo por trabajar yo en una universidad oficialmente católica.

–La tercera parte del libro está dedicada a las propuestas, ¿qué considera más necesario para llevar a cabo la restauración de la que hablaba al inicio?

–En un nivel más profundo, creerse de verdad lo que implica la fe y vivirlo, aunque cueste, duela o no nos apetezca. Poner a Cristo y a la Eucaristía en el centro de la vida de la universidad y aceptar la Doctrina Social de la Iglesia, que es extensísima y muy clara, y llevarla a todos los ámbitos, liberándonos un poco de esta presión mercantilista. Se dice muy rápido, pero es muy intenso.

Aula magna de la Universidad Abat Oliba CEUUAO CEU

–Claro, porque esto muchas veces puede llevar a tener menos beneficios para la universidad, que no deja de ser una empresa…

–Exacto. Y a nivel más práctico, es verdad que no podemos escapar del todo a un contexto social que nos exige esta formación técnica y a un contexto legal que nos exige unos índices de calidad, de producción de artículos o de consecución de proyectos. Quizá habría que ver qué burocracia es necesaria y cuál no, y buscar la manera de no cargarla sobre el profesor investigador, sino invertir en más personal de administración. Liberar al profesor para que tenga «tiempo que perder», para estudiar, compartir con otros compañeros… si no, es imposible crecer.

–Pensando en los alumnos, esto de lo que habla es fácil verlo aplicado a las Humanidades, pero ¿un ingeniero ha de dedicar tiempo de su formación a meditar sobre la verdad última del saber?

–Es cierto que es más evidente en las Humanidades, pero absolutamente todas las disciplinas necesitan entender su lugar en el mundo, en el orden creado por Dios. Pero es que además, si un ingeniero –por ejemplo– no tiene una noción del bien común, la justicia social o el valor infinito de los otros a cuyo servicio hemos de dedicar nuestras vidas, ¿a qué va a orientar sus esfuerzos? ¿A la mera ganancia mercantil? Como te decía, estas disciplinas que deberían ser transversales y estar presentes en todas las carreras no son una pegatina: son esenciales para que nuestros graduados puedan de verdad contribuir al bien de la sociedad y no buscarse a sí mismos o al rendimiento económico de sus empresas.