Leyendas de Barcelona
La leyenda de las lavanderas fantasmas del barrio de Horta, en Barcelona
Cuentan que el espíritu de dos jóvenes que encontraron su trágico final en la riera de Horta aún puede verse hoy en día
Cuenta la leyenda que en el pueblo de Horta, que hoy en día es un barrio de Barcelona, había dos hermanas que vivían con su abuela, una anciana con más de cien años. Las chicas lavaban ropa, y con lo que ganaban podían sobrevivir. Eran huérfanas y hacían los que les venía en gana, desoyendo los consejos de su abuela. Presumidas, gastaban en vestir lo que necesitaban para comer. Y a las reprimendas de la abuela contestaban: «Cuando tengamos cien años como vos seremos cuerdas».
Un día, víspera de Corpus Christi, después de cenar, las dos hermanas miraban con delicia los ornamentos con que se adornarían al día siguiente para ver la procesión desde la ventana. Entre otras cosas, se habían comprado unos lazos colorados con que adornar sus cabezas y unos pendientes de plata. «Ni las más rica heredera del pueblo vestirá como nosotras», decían: «Cuando las damas de la ciudad nos vean tan hermosas y acompañadas de nuestros maridos, se van a morir de envidia».
Mientras estaban soñando despiertas, la abuela dijo: «Está bien, loquillas. Pero mientras miráis estos ornamentos para mañana, no tenéis un mal cubrecama limpio para colgar de la ventana cuando pase Nuestro Señor». Las dos jóvenes se miraron avergonzadas, pues la abuela decía la verdad, y tomando una luz registraron en vano los armarios y arcas de la casa, y no encontraron más que pingajos.
«Vais a quedar lucidas —dijo la abuela— cargadas de lazos en la cabeza, vistiendo falda de color grana, y sin un mal retazo de ropa para colgar en la ventana; no se van a reír poco los del pueblo al ver, por un lado, tanta fanfarria y por otro tanta miseria». Y las conminó a deshacer las faldas de grana y colgarlas en las ventanas. «Bien iréis con tales ornamentos, a fe mía, cuando no hay en casa, sino unos pocos mendrugos de pan negro, sin una gota de aceite con que aderezar una mala sopa de ajos», añadió.
Las muchachas daban al diablo la elocuencia de su abuela. «Os habéis criado sin padre ni madre —añadió la anciana— y yo, pobre centenaria, no acierto a gobernaros. Así va la casa, que no hay más que pedir, y mañana seremos la risa del pueblo». La mayor de las dos hermanas se levantó: «No faltará algo para colgar en nuestras ventanas. Lavaremos estas dos sábanas, las adornaremos con retama y rosas, y las colgaremos durante la procesión».
«¿Y dónde la lavaréis a esta hora si los huertos están cerrados?», preguntó la abuela, a lo que respondieron: «En la riera de Horta, ya que por fortuna ha llovido y trae abundante agua y clara». «Se acerca la media noche. ¿Y vais a poneros a lavar como si fuerais dos brujas en sábado? Procurad tener las sábanas limpias antes de dar las doce, pues no es cosa buena trabajar el día del Señor», les respondió la señora.
«Para Él trabajamos, abuela», dijo la mayor. «No, niña, decid por vuestra vanidad», contestó la abuela. Las dos jóvenes cogieron las sábanas, las paletas y salieron de la casa. Al abrir la puerta de la casa, un relámpago cruzó el cielo, y un trueno hizo estremecerse los ecos de las montañas que rodean Horta.
El cielo estaba negro y amenazaba tempestad. Las jóvenes andaban a tientas, apoyándose en las paredes de las casas, hasta que el murmullo del agua les dio a entender que estaban cerca de la riera. Se apartaron las nubes que cubrían la luna y un rayo de esta alumbró el paisaje.
Todo el pueblo dormía. No se oía más ruido que el grito del búho y el monótono y discorde canto de las ranas. Las dos jóvenes se arrodillaron junto a unas piedras y empezaron a lavar cada una su sábana. Poco después se oyó a lo lejos el reloj de la Catedral de Barcelona, que daba las doce.
Las jóvenes no hicieron caso y continuaron lavando. El eco repetía los golpes de las paletas sacudir la ropa. La tempestad comenzó de nuevo y, entre truenos y relámpagos, las lavanderas terminaron su trabajo. A lo lejos se oía la corriente del agua bramadora. La riera había aumentado su caudal.
«La crecida de las aguas se acerca», dijo la más joven de las hermanas: «Huyamos antes de que nos alcance». Ambas cogieron sus cestos, pusieron en ellos las sábanas y se prepararon para huir, pero vanos fueron sus esfuerzos.
El agua corría en torbellinos arrollándolo todo, arrastrando en su corriente árboles corpulentos que arrancaba de cuajo, piedras enormes y sembrando por todas partes la desolación. En un abrir y cerrar de ojos, el agua se precipitó por donde estaban las dos hermanas. Se oyeron dos gritos de angustia. La corriente arrastró consigo los cestos, las sábanas, las paletas y los cuerpos de las dos jóvenes.
Los vecinos, con hachas de viento, avisados por el ruido que producía la corriente, acudieron en su ayuda. Era demasiado tarde. Solo vieron una sábana de agua turbia que inundaba las huertas y viñedos, amenazando hasta las casas. Los vecinos, precipitadamente, empezaron a sacar los muebles y los animales. Todo quedó destrozado e inundado.
Dos jóvenes, las más bellas del lugar, habían sido arrastradas por las aguas de aquella noche, y una anciana, la más antigua del pueblo, lloraba la muerte de sus nietas, las cuales lavando ropa se ganaban el sustento para sí y para su abuela. El único recuerdo que le quedó fueron las faldas de grana, los lazos encarnados y los pendientes de plata que lucirían el día de Corpus Christi.
Desde entonces, en ciertas noches y más en la que antecede al día de Corpus, se oyen a deshora el revolver el agua y el ruido de las paletas. Y antes de amanecer se oyen unos chillidos espantosos, y se ven como dos fantasmas que desaparecen en el espacio.