La desazón de una voluntaria tras una semana de la DANA: «Te vas pensando que podrías haber hecho mucho más»
Una joven periodista narra en primera persona su experiencia desde el fango durante los primeros días de la catastrófica gota fría en Valencia
Martes 29 de octubre de 2024: una fecha que se quedará, tristemente, marcada en la memoria de todos los valencianos. La tarde empezó con un poco de viento y lluvia, nada de lo que preocuparse en un principio. Algo que en muy pocas horas se convirtió en lo que ha sido una de las peores catástrofes de la historia de nuestro país. Esa noche nos fuimos a dormir con la notificación de precaución por la DANA en nuestros teléfonos y con el miedo y la incertidumbre en nuestros cuerpos de no haber vivido nada parecido. No sabíamos cómo gestionar lo que estaba pasando.
Al día siguiente, mi familia y yo nos despertamos a las siete en punto de la mañana por el ruido ensordecedor de las alarmas que nos habían vuelto a enviar. Cogí el móvil y lo primero que vi fue la noticia de las inundaciones que habían arrasado la mayoría de los pueblos cercanos de la Huerta Sur. Sin pensarlo dos veces, cuando dejó de llover me puse las zapatillas recubiertas con varias bolsas de basura y cinta, agarré un par de guantes y una mascarilla (recordando tiempos de pandemia), y, como muchos más valencianos, salí de casa a las siete u ocho de la mañana con pala y escobón en mano y empecé mi camino desde la capital.
Los pueblos a los que acudimos esta primera semana fueron: Castellar, Sedaví, Masanasa, Benetúser Alfafar, Catarroja y Albal. El 30 de octubre, un día después de que la DANA arrasara con todo, nos presentamos en la Ciudad de las Artes y las Ciencias, subimos al bus de los voluntarios que la Generalitat Valenciana había habilitado y empezamos nuestro camino hacia Castellar, uno de los pueblos afectados más cerca de Valencia. Una vez allí los mismos vecinos fueron los que nos pidieron, por favor, que algunos nos quedásemos allí con ellos pero que la mayoría fuésemos a Sedaví, que el destrozo había sido muchísimo peor. Empezamos a andar por la carretera que une las dos localidades, llegamos en poco más de media hora y nos pusimos manos a la obra.
Los días siguientes decidimos ir por nuestra cuenta y andar. Para poder acceder había que pasar La Cruz Cubierta, atravesar el puente que va por encima del cauce del río Turia, el cual estaba repleto de mensajes de optimismo y ánimos, y a partir de ahí andar y andar, las horas que hiciesen falta, hasta el pueblo al que cada uno quisiese dirigirse.
Las calles, que antes eran soleadas, llenas de gente y de vida feliz, ahora eran un mar de barro, escombros, llanto y desesperación
Al llegar a cualquiera de los municipios afectados el impacto era inmediato. El olor fue lo primero que me golpeó: una mezcla de humedad, fango y algo indefinible que no quiero ni llegar a imaginar que podría ser. Las calles, que antes eran soleadas, llenas de gente y de vida feliz, ahora eran un mar de barro, escombros, llanto y desesperación.
Mientras te adentrabas en el pueblo, los pies se iban hundiendo más y más en el barro, hasta llegar, incluso, a las rodillas. Se tenía que hacer fuerza para poder avanzar entre el lodo. Miraba a mi alrededor y solo veía montañas y montañas de escombros, coches, muchos con una «X» marcada, apilados unos encima de otros, como si de esculturas gigantescas se tratasen. Recuerdos de las vidas de esa gente que iban a ser olvidados y arrastrados por las escombreras y calles anegadas donde no se podía acceder sin la ayuda de camiones. Si no fuese por los carteles y señales que te decían dónde estabas, no se podía diferenciar un pueblo de otro.
Todos los días el modus operandi era el mismo. Entrabas en la localidad, una diferente cada día, y sin vergüenza ninguna te asomabas al primer bajo que veías a preguntar si necesitaban tu ayuda. Los rostros de las personas reflejaban agotamiento, tristeza y desesperación de aún no haber procesado el cambio tan radical que había dado su vida en tan solo unas pocas horas.
«¿Necesitáis ayuda?», preguntaba tímidamente, sin querer molestar, pero más allá de eso la sonrisa de agradecimiento que me devolvían fue toda la respuesta que necesité. Durante horas, formamos cadenas humanas, tanto para descargar camiones y tráileres de comida y productos necesarios, como para sacar muebles, ropa y recuerdos de toda una vida de las casas, donde cada objeto rescatado era una pequeña victoria.
Entre cubo y cubo de lodo escuchaba las historias desgarradoras que las víctimas nos contaban: familias separadas, mascotas perdidas, negocios destruidos. Pero también había historias de rescates y supervivientes que se podrían considerar milagros y a las que solo podía responder con lágrimas y abrazos.
Un pueblo que no tenía nada e hizo todo
Lo que más me impactó fue la ausencia de ayuda oficial y miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Esperaba ver un gran despliegue, pero solo vi a otros voluntarios como yo y los mismos vecinos del pueblo. No fue hasta después de la llegada de los Reyes y los presidentes del Gobierno de España y de la Comunidad Valenciana, Pedro Sánchez y Carlos Mazón, cuando empezaron a llegar algún que otro convoy del Ejército y dos o tres coches de policías para los pueblos más cercanos. Éramos nosotros, los ciudadanos de a pie, quienes estábamos haciendo el trabajo junto a los afectados. Preguntaba a cada persona que ayudaba si habían venido estos refuerzos y la respuesta era la misma cada vez: «No, aquí no ha venido nadie, nos sentimos abandonados».
Al caer la tarde, los pies me dolían y estaba cubierta de barro de pies a cabeza. Pero el hecho de haber sido testigo de la fuerza de la comunidad, de cómo personas desconocidas se unían para ayudarse mutuamente y poder renacer, más fuertes, me importaba mucho más que todos los dolores o incomodidades que podía tener.
Desde mi experiencia personal lo peor es salir del pueblo por la tarde, sobre las 6 más o menos para llegar a tu casa antes de que se haga de noche, cruzar el puente sin ningún tipo de peligro y llegar a casa con la sensación de que hubieses podido ayudar más, a pesar de haber estado todo el día allí. Te sientes mal. Porque tú te vas a tu casa, a tu normalidad, a ducharte con agua caliente y luego a cenar un plato caliente de lo que quieras, sin tener que estar pensando a qué hora vas a tener que ir al banco de alimentos para poder dar de comer a tu familia, o racionar el agua para que así tus vecinos también puedan beber.
Te vas pensando que podrías haber hecho mucho más o de que directamente tu ayuda no ha servido de mucho, ya que a medida que sales del pueblo ves las calles igual que el primer día. Parece que el barro y la suciedad no bajan. Y que, aunque esa sensación no se acerque, ni mucho menos, a la realidad, es algo que te hace tener una impotencia difícil de sacar.
Durante toda esta semana he ayudado de diferentes maneras, ya fuese limpiando, llevando comida o simplemente haciendo compañía, porque hay mucha gente que es lo que más necesita y, que sin querer, es lo que menos recibe: ser escuchados. He visto cómo, muy poco a poco, el pueblo se levanta. Solo se necesita voluntad y un par de manos dispuestas a trabajar para marcar la diferencia, así que a ti que estás leyendo esto, por favor te digo: ¡no esperes! Si puedes ayudar, hazlo. Una hora, dos horas, un día, lo que sea. La gente común podemos cambiar la situación. Los valencianos sabemos cómo resistir y cómo resurgir, pero también necesitamos un poco de ayuda o, en este caso, mucha.
Es increíble ver cómo la gente se une y tira hacia delante cuando las cosas se ponen «feas». Es en estos momentos cuando se ve de qué pasta estamos hechos y lo unidos y entregados que podemos estar toda una comunidad o incluso un mismo país. Sin políticos de por medio, somos capaces de hacer cosas maravillosas, sin hacer preguntas, simplemente trabajando juntos.
Vivirlo en carne propia, en primera persona es, para mí, la lección más grande que he tenido en mi vida. Por eso creo que todo el que pueda debería ir: primero, porque echando una mano hacéis falta, y no poca; y segundo, porque os va a enseñar algo sobre la humanidad que no se os va a olvidar en la vida. Porque sí, el agua llegó con fuerza, pero los valencianos tenemos aún más.